Energía y exclusión: hacia una transición justa para todos

🌍 Energía y exclusión: hacia una transición justa para todos

En pleno siglo XXI, millones de personas siguen sin poder mantener su hogar a una temperatura adecuada o acceder a la electricidad de forma segura y asequible. La pobreza energética no es solo un problema técnico: es una cuestión de justicia social, salud pública y derechos humanos.

En mi nuevo artículo analizo:
🔹 Las múltiples causas de la pobreza energética, desde lo económico a lo climático.
🔹 Sus consecuencias en salud, educación, igualdad y cohesión social.
🔹 El caso de España: avances, déficits y los retos de la Estrategia Nacional.
🔹 Experiencias internacionales que muestran otros caminos.
🔹 El papel clave del tercer sector y de la sociedad civil.

La transición energética no será justa si deja a millones en la penumbra. Garantizar el acceso universal a la energía es garantizar dignidad, equidad y futuro.

  1. Introducción

1.1. Definición y dimensiones de la pobreza energética

1.2. Alcance global y relevancia actual

  1. Causas de la pobreza energética a nivel mundial

2.1. Económicas: bajos ingresos + precios altos

2.2. Técnicas: viviendas y electrodomésticos ineficientes

2.3. Infraestructura y acceso físico (energía descentralizada en zonas remotas)

2.4. Factores climáticos y geopolíticos: crisis energética global, sequías y precios

2.5. Dimensión de género y vulnerabilidad: mayor impacto en mujeres y menores

  1. Consecuencias sociales, económicas y sanitarias

3.1. Salud física y mental: enfermedades respiratorias, ansiedad, problemas crónicos

3.2. Educación y productividad: absentismo escolar y laboral

3.3. Pobreza económica y exclusión social: mayor desigualdad y pobreza infantil

3.4. Impactos globales: emisiones asociadas, crisis, hambre y seguridad

  1. Contexto internacional: tendencias recientes

4.1. Incremento de la energía en Europa

4.2. África y Asia: acceso limitado, combustibles nocivos

4.3. Transición y oportunidades: inversión renovable, comunitarias

  1. España: diagnóstico, estrategia y futuro

5.1. Indicadores recientes

5.2. Factores estructurales: crisis de vivienda, pobreza infantil

5.3. Estrategia 2019–2024: balance crítico y lecciones para 2026–2030

5.3.1. Avances y definiciones jurídicas

5.3.2. Ejecución parcial y desequilibrios

5.3.3. Déficits persistentes y aprendizaje institucional

5.4. Consecuencias en España

5.4.1. Salud, confort y aislamiento

5.4.2. Brechas de género y edad

5.4.3. Impacto económico e institucional

5.5. Propuestas de la Estrategia 2025–2030

5.6. Hacia una estrategia integral y transformadora

5.7. Propuestas para la Estrategia Nacional contra la Pobreza Energética 2025–2030

  1. Análisis comparado internacional

6.1. Francia: bono energético y regulación de ‘passoires thermiques’ 

6.2. Escocia: Warm Homes Act y objetivos vinculantes

6.3. Estados Unidos: LIHEAP y Weatherization Assistance

6.4. Modelos emergentes en América Latina, África y Asia

  1. Recomendaciones transversales

7.1. Enfoque estructural vs paliativo

7.2. Automatización y eficiencia en ayudas

7.3. Convergencia con políticas de vivienda, salud y clima

7.4. Participación comunitaria e innovación social

7.5. Marco de financiación y legislación sólido

7.6. Hoja de ruta estratégica en cinco etapas (2025–2030)

  1. El papel del tercer sector y la sociedad civil en la lucha contra la pobreza energética

8.1. Introducción: un actor clave y aún subestimado

8.2. Tipologías de intervención del tercer sector

8.3. Contribuciones diferenciadas frente al enfoque público5

8.4. Obstáculos y demandas del sector

8.5. Propuestas para fortalecer su papel en la Estrategia 2025–2030

8.6. Hacia una alianza Estado–sociedad civil por la justicia energética

  1. Conclusión

9.1. Resumen de hallazgos globales y posición de España

9.2. Llamado a estrategia integral para 2025–2030

9.3. Proyección futura y agenda de investigación/política

  1. Bibliografía y fuentes

10.1. Agencias internacionales

10.2. Entidades españolas y ONG

10.3. Academia y literatura especializada

10.4. Webgrafía

  1. Glosario

1. Introducción

1.1. Definición y dimensiones de la pobreza energética

La pobreza energética se define como la situación en la que un hogar es incapaz de acceder o pagar por los servicios energéticos básicos —como calefacción, refrigeración, iluminación, cocina, refrigeración de medicamentos o conexión digital— en condiciones adecuadas para garantizar el bienestar, la salud y la dignidad de las personas. Esta carencia puede estar causada por una combinación de bajos ingresos, precios elevados de la energía, baja eficiencia energética de la vivienda y falta de acceso físico a fuentes energéticas modernas.

Aunque no existe una única definición universalmente aceptada, se reconocen varios marcos complementarios:

  • El Observatorio Europeo de Pobreza Energética (EPOV) establece que la pobreza energética se manifiesta cuando las personas no pueden mantener su hogar a una temperatura adecuada o no pueden pagar sus facturas sin comprometer otros gastos esenciales.
  • En América Latina y África, se pone más énfasis en el acceso físico a fuentes de energía modernas y seguras, incluyendo la electrificación rural y la sustitución de biomasa contaminante (leña, carbón vegetal, queroseno).
  • Algunas corrientes académicas —como las desarrolladas por Stefan Bouzarovski o Harriet Thomson— proponen una concepción multidimensional y relacional, que vincula la pobreza energética con vulnerabilidades estructurales, exclusión social y desigualdades territoriales.

Principales dimensiones de la pobreza energética

Dimensión Descripción
Económica Ingresos insuficientes para hacer frente al coste energético, incluso en viviendas con acceso físico a la red.
Infraestructura y eficiencia Viviendas mal aisladas, equipos antiguos o ineficientes, sin ventilación ni recursos técnicos para mitigar el impacto térmico.
Acceso físico Ausencia total o limitada de conexión a redes eléctricas o fuentes energéticas modernas (especialmente en zonas rurales, asentamientos informales o aislados).
Vulnerabilidad social Factores que agravan el riesgo: edad, salud, género, monoparentalidad, discapacidad, migración o situación laboral precaria.
Climática y territorial Aumento de temperaturas extremas y desigualdad de exposición según región geográfica (frío en Europa, calor en zonas áridas, sequías prolongadas).
Tecnológica / digital Carencia de acceso energético para el uso de dispositivos digitales (conexión a Internet, carga de móviles, teleeducación, teletrabajo).

Indicadores más comunes

  • Gasto desproporcionado: cuando el hogar dedica más del 10 % de sus ingresos a energía (UK, España hasta 2019).
  • Renta residual o LIHC (Low Income, High Costs): cuando el coste energético deja a la familia por debajo del umbral de pobreza.
  • Indicadores subjetivos: autodeclaración de incapacidad para mantener el hogar a una temperatura adecuada o para pagar las facturas a tiempo.
  • Privación energética oculta: hogares que consumen poca energía no porque sean eficientes, sino porque reducen el consumo para ahorrar, incluso a costa de su salud.

Pobreza energética como derecho humano negado

Cada vez más autores y organismos (ONU, Consejo de Europa, plataformas ciudadanas) insisten en que el acceso a la energía debe reconocerse como un derecho humano fundamental, al igual que el acceso al agua o la vivienda. Este enfoque implica pasar de políticas asistenciales a garantías jurídicas universales y progresivas, incluyendo:

  • Tarifas sociales automáticas y progresivas.
  • Suministro mínimo vital ininterrumpido.
  • Prohibición de cortes por impago a hogares vulnerables.
  • Políticas públicas orientadas a la equidad energética y la sostenibilidad.

1.2. Alcance global y relevancia actual

La pobreza energética es una expresión contemporánea de la desigualdad global. Aunque en las últimas décadas se ha producido un avance significativo en el acceso a la energía eléctrica, millones de personas en el mundo siguen excluidas del derecho a una vida digna por no poder acceder, pagar o utilizar adecuadamente los servicios energéticos más básicos. Este fenómeno no solo afecta a los países con menores ingresos, sino que se manifiesta también de forma estructural y silenciosa en economías avanzadas, donde conviven la abundancia tecnológica y la precariedad energética.

Según la Agencia Internacional de la Energía (IEA), en 2023 todavía 750 millones de personas carecían de acceso a electricidad, siendo el 67 % de ellas residentes en África subsahariana. Aunque la cobertura global alcanza al 91 % de la población, este dato es engañoso: el acceso técnico no garantiza el uso efectivo de la energía. De hecho, se estima que más de 1.180 millones de personas viven en situación de pobreza energética, incluyendo a quienes, a pesar de estar conectados a la red, no pueden mantener un consumo mínimo por razones económicas, tecnológicas o sociales. Este fenómeno —a menudo invisibilizado en las estadísticas— da cuenta de una realidad estructural: la electricidad llega, pero no ilumina vidas.

En paralelo, el problema del acceso a fuentes de cocina limpias y seguras es aún más grave. Más de 2.400 millones de personas cocinan con leña, carbón, queroseno u otros combustibles contaminantes, lo que genera altísimos niveles de contaminación doméstica, especialmente en mujeres y niñas. Las consecuencias no son menores: se estima que entre tres y cuatro millones de muertes prematuras anuales están directamente relacionadas con la exposición al humo en el interior de los hogares. Esta situación evidencia que la pobreza energética no es solo una cuestión de tecnología, sino de justicia ambiental, género y salud pública.

Las crisis globales recientes —como la pandemia de la COVID‑19, la guerra en Ucrania y la volatilidad de los precios energéticos— han exacerbado esta realidad. En 2022 y 2023, por primera vez en una década, se estancó e incluso retrocedió el acceso universal a la electricidad, especialmente en zonas rurales de Asia y África. Los costes de la energía se dispararon, lo que obligó a muchos hogares a reducir su consumo a niveles incompatibles con una vida digna. En regiones como América Latina, este fenómeno adoptó formas híbridas: mientras millones dependen de redes urbanas saturadas, otros siguen excluidos por completo y recurren a soluciones descentralizadas o informales.

La pobreza energética también tiene un profundo carácter estacional y climático. En Europa, por ejemplo, el foco ha estado históricamente en el invierno y la calefacción, pero las olas de calor extremas vinculadas al cambio climático han visibilizado la necesidad de refrigeración en verano, una demanda que en muchos hogares vulnerables es imposible de cubrir. Así, el derecho a vivir en condiciones térmicamente adecuadas se convierte en una cuestión de vida o muerte, agravada por la edad, las enfermedades crónicas y la ubicación geográfica.

Por todo ello, la pobreza energética no puede entenderse únicamente como un problema de infraestructura o de ingreso: es una manifestación múltiple de la desigualdad global, que revela las fallas en la distribución del desarrollo, la energía y la protección social. La energía, en tanto que condición básica para el ejercicio de derechos humanos fundamentales —como la salud, la educación, la alimentación o la comunicación—, debe ser tratada como un bien común y un derecho universal, no como una mercancía sujeta a las reglas del mercado.

En un mundo interdependiente y climáticamente amenazado, la superación de la pobreza energética debe convertirse en un imperativo ético y político de alcance global. No basta con conectar a las personas a la red: es necesario garantizar que puedan usar esa energía de forma segura, constante, asequible y sostenible. De lo contrario, se perpetuará la paradoja de vivir en un mundo técnicamente electrificado, pero socialmente a oscuras.

2. Causas de la pobreza energética a nivel mundial

2.1. Económicas: bajos ingresos + precios altos

La pobreza energética tiene una de sus raíces más evidentes —aunque no por ello menos complejas— en la intersección entre bajos ingresos y precios elevados de la energía. Esta combinación genera una carga financiera desproporcionada para millones de hogares que, aun teniendo acceso físico a la red eléctrica o a fuentes modernas de energía, no pueden permitirse un consumo adecuado sin comprometer otras necesidades básicas como la alimentación, el transporte o el pago de la vivienda.

Este fenómeno, ampliamente documentado tanto en países de ingresos bajos como en contextos industrializados, ha dado lugar a indicadores como el llamado energy burden o “carga energética”, que mide el porcentaje del ingreso destinado a cubrir los costes energéticos. En Estados Unidos, por ejemplo, se considera que un hogar sufre pobreza energética si dedica más del 6 % de sus ingresos a estos fines. En Europa, el umbral más común ha sido históricamente el 10 %, aunque este criterio ha sido revisado por su simplicidad y ha dado paso a enfoques más matizados como el modelo Low Income High Cost (LIHC), que considera también el gasto relativo y la renta disponible tras pagar la energía.

La evolución reciente de los precios de la energía a nivel mundial ha intensificado esta carga. Entre 2021 y 2023, como consecuencia de la reactivación económica postpandemia, los conflictos geopolíticos (especialmente la invasión de Ucrania) y la especulación en los mercados energéticos, se produjo un incremento abrupto y sostenido de los precios del gas, la electricidad y los combustibles, generando un impacto directo en los hogares más vulnerables. Según datos de la IEA, los precios de referencia del gas en Europa aumentaron más del 400 % entre 2021 y 2022, y en muchos países del Sur Global el precio de la bombona de gas butano o de los combustibles para cocina se duplicó o triplicó en ese mismo periodo.

Pero el problema no se limita al alza coyuntural de los precios. En realidad, revela un fallo estructural en los sistemas de provisión energética, donde el acceso no está garantizado como un derecho, sino condicionado por la capacidad de pago del consumidor. En este contexto, los hogares con ingresos bajos —especialmente los encabezados por mujeres solas, personas mayores, desempleadas o con discapacidad— quedan atrapados en una trampa de precariedad energética: consumen menos de lo necesario, en condiciones ineficientes y con tarifas más caras por no poder acceder a sistemas de discriminación horaria, autoconsumo o contratos estables.

Este fenómeno adquiere una dimensión aún más dramática en el ámbito rural y periurbano de muchos países del Sur Global, donde los hogares deben destinar una proporción muy significativa de su presupuesto diario a comprar keroseno, carbón vegetal o leña recolectada. Paradójicamente, estos sistemas energéticos no solo son más caros en términos relativos, sino que también son más contaminantes, menos eficientes y más nocivos para la salud. La pobreza energética, así, no es únicamente una cuestión de falta de ingresos, sino de desigualdad estructural en la distribución de tecnologías, tarifas y protecciones sociales.

Las políticas públicas suelen responder a esta dimensión mediante subsidios a la demanda, como los bonos sociales, las transferencias monetarias directas o las tarifas sociales diferenciadas. Sin embargo, estos mecanismos —aunque necesarios en el corto plazo— resultan insuficientes si no van acompañados de reformas estructurales en la fijación de precios, la regulación del mercado y la inversión en eficiencia energética. En muchos casos, las ayudas no alcanzan a quienes más las necesitan, están mal focalizadas o son difíciles de tramitar, lo que amplía la brecha entre el diseño institucional y la realidad cotidiana de las personas vulnerables.

En definitiva, la pobreza energética como fenómeno económico refleja una verdad incómoda: el mercado energético, tal como está configurado hoy, penaliza a los pobres. Romper este círculo requiere no solo aliviar la carga financiera inmediata, sino redistribuir el acceso a la eficiencia, la producción descentralizada, el conocimiento energético y la protección jurídica. Solo así podrá garantizarse un sistema energético justo, sostenible y verdaderamente inclusivo.

2.2. Técnicas: viviendas y electrodomésticos ineficientes

La pobreza energética no solo se explica por la falta de ingresos o por el encarecimiento de las tarifas. Existe una dimensión estructural menos visible pero igualmente determinante: la ineficiencia técnica de las viviendas y los equipos energéticos. Esta dimensión agrava la situación de los hogares vulnerables, generando un fenómeno perverso: quienes menos recursos tienen son quienes más pagan —en términos relativos— por una energía que utilizan de manera ineficiente y que, además, no les proporciona las condiciones de confort necesarias.

El estado físico de la vivienda es un factor crítico. Millones de hogares en el mundo —desde zonas rurales de África hasta barrios periféricos de ciudades europeas— viven en construcciones mal aisladas, sin ventilación cruzada, con materiales térmicamente pobres, filtraciones de aire y techos o paredes sin revestimiento adecuado. Estas características provocan altas pérdidas térmicas en invierno y sobrecalentamiento en verano, lo que obliga a un mayor consumo energético para alcanzar una temperatura mínima de confort… siempre que exista posibilidad de consumir.

En la Unión Europea, se estima que cerca del 75 % del parque residencial es energéticamente ineficiente y que más del 35 % de los edificios tienen más de 50 años. En América Latina, una proporción significativa de viviendas se construye de forma informal o sin regulación técnica, lo que agrava la exposición a climas extremos. En muchos casos, además, se trata de viviendas sobreocupadas, con deficiencias estructurales, sin mantenimiento y sin acceso a servicios energéticos adecuados, como gas canalizado, red eléctrica estable o agua caliente.

Esta precariedad técnica se traslada también al equipamiento doméstico. Los hogares vulnerables suelen contar con electrodomésticos antiguos, defectuosos o ineficientes, que consumen más energía para realizar la misma función que modelos más modernos. Frigoríficos de más de 15 años, estufas eléctricas de resistencia, calentadores de butano mal ventilados o sistemas de iluminación incandescente siguen siendo comunes en contextos de pobreza energética. Además, muchas veces estos equipos no solo son poco eficientes, sino también peligrosos: los riesgos de incendios, intoxicaciones o electrocuciones son significativamente más altos en estos hogares.

El resultado es una espiral de sobrecoste y disfuncionalidad: se necesita más energía para alcanzar el confort térmico mínimo, pero como los ingresos son bajos y los equipos son obsoletos, se acaba consumiendo poco y mal. Este fenómeno, conocido como insuficiencia energética oculta, significa que muchos hogares no figuran en las estadísticas de gasto elevado, pero en realidad renuncian al uso de energía esencial por temor a la factura o por falta de capacidad técnica para mejorar su eficiencia.

Las soluciones a este problema técnico son bien conocidas: aislamiento térmico, doble acristalamiento, ventilación natural, electrodomésticos con etiqueta A+++, sistemas de calefacción y refrigeración eficientes. Sin embargo, estas mejoras suponen una inversión inicial que la mayoría de los hogares pobres no pueden asumir. Además, los programas públicos de rehabilitación energética o renovación de equipos, cuando existen, suelen tener barreras administrativas, cobertura limitada y una implementación desigual.

Por otro lado, en el caso del alquiler, especialmente en el mercado informal o en viviendas sociales descuidadas, los inquilinos no tienen capacidad legal ni económica para realizar reformas, y los propietarios no tienen incentivos para invertir en eficiencia si el coste de la energía lo asume el inquilino. Este fenómeno, conocido como división de incentivos o “split incentive, bloquea cualquier mejora estructural y perpetúa el círculo de la ineficiencia.

En conclusión, la dimensión técnica de la pobreza energética evidencia una forma específica de injusticia: la arquitectura de la vivienda y el acceso a tecnologías eficientes son, en sí mismos, factores de exclusión energética. Romper esta dinámica requiere políticas públicas ambiciosas de rehabilitación prioritaria, incentivos para el reemplazo de equipos obsoletos, regulaciones exigentes en eficiencia y un cambio de paradigma en el urbanismo social. Porque la energía más barata y más justa es, sin duda, aquella que no se desperdicia.

2.3. Infraestructura y acceso físico (energía descentralizada en zonas remotas)

Una de las formas más extremas —y, paradójicamente, más olvidadas— de pobreza energética es la que sufren millones de personas que no cuentan con acceso físico alguno a redes eléctricas o a fuentes modernas de energía. Esta carencia absoluta, propia de muchas zonas rurales, remotas o marginalizadas del Sur Global, representa un obstáculo radical para el ejercicio de derechos tan fundamentales como la salud, la educación, el trabajo, la participación política o la comunicación.

Según la Agencia Internacional de la Energía (IEA), más de 750 millones de personas en el mundo carecían de acceso a la electricidad en 2023, una cifra que, pese a haber disminuido en las últimas décadas, se ha estancado recientemente debido a la convergencia de crisis sanitarias, climáticas y geopolíticas. El 67 % de esta población sin acceso reside en África subsahariana, donde la falta de infraestructura energética básica se combina con una baja inversión pública y privada, dificultades geográficas y contextos de inestabilidad o conflicto.

La pobreza energética por falta de acceso no se limita a la electricidad. Más de 2.400 millones de personas siguen utilizando biomasa tradicional, carbón o queroseno como fuente primaria de energía para cocinar o calentar sus viviendas, con consecuencias devastadoras para la salud humana y el medio ambiente. Las emisiones generadas por estas prácticas —altamente contaminantes y poco eficientes— están vinculadas a millones de muertes prematuras al año, especialmente entre mujeres y niñas, que asumen la carga de la recolección de leña y están más expuestas al humo tóxico dentro del hogar.

El problema de acceso físico no se reduce a la conexión a una red: muchas comunidades rurales conectadas a redes nacionales sufren cortes continuos, voltajes inestables o infraestructuras obsoletas que hacen que el suministro sea intermitente o no funcional. En contextos de pobreza multidimensional, la falta de fiabilidad del sistema eléctrico puede significar la imposibilidad de conservar alimentos o medicamentos, utilizar herramientas agrícolas, estudiar de noche o recargar un teléfono móvil, lo que reproduce una desigualdad energética estructural.

Ante este panorama, las soluciones tradicionales —extensión de redes centralizadas— han demostrado ser insuficientes, costosas y lentas. En su lugar, ha ganado fuerza una nueva lógica basada en sistemas descentralizados y adaptados al territorio, como las minirredes solares comunitarias, los sistemas domésticos fotovoltaicos (solar home systems), las microturbinas hidráulicas y otras formas de generación distribuida. Estos modelos, cuando están bien diseñados, permiten dotar de autonomía energética a comunidades aisladas, mejorar su resiliencia y reducir la dependencia de combustibles fósiles contaminantes.

Ejemplos como los proyectos de electrificación comunitaria en la Amazonía peruana, las microredes solares en zonas rurales de la India, o las cooperativas energéticas en el África oriental demuestran que la energía descentralizada puede ser no solo una solución técnica, sino también un vector de empoderamiento local. En muchos casos, estas experiencias están lideradas por mujeres, pueblos indígenas o jóvenes rurales, y su éxito depende tanto de la viabilidad técnica como del acompañamiento institucional, la capacitación social y el respeto por las formas de organización comunitaria.

Sin embargo, estos modelos aún enfrentan barreras significativas: falta de financiación inicial, escaso apoyo institucional, marcos regulatorios obsoletos, dependencia de donaciones internacionales o ausencia de políticas energéticas adaptadas a los territorios. A ello se suma el riesgo de replicar desigualdades si la distribución de tecnologías y recursos no se realiza con criterios de justicia y participación.

En síntesis, la falta de acceso físico a la energía no es una fatalidad técnica, sino una expresión política de abandono y desigualdad territorial. Superarla implica reconocer que la transición energética global no será justa si no incluye a los últimos en la fila, a los más alejados de los centros de poder y a quienes nunca fueron tenidos en cuenta en los planes de desarrollo. La energía descentralizada no es solo una solución pragmática: es un camino hacia la autonomía, la sostenibilidad y la equidad.

2.4. Factores climáticos y geopolíticos: crisis energética global, sequías y precios

La pobreza energética no puede entenderse únicamente desde variables económicas o técnicas; también está profundamente influida por factores climáticos y geopolíticos que determinan la disponibilidad, el coste y la estabilidad del suministro energético en todo el mundo. En este sentido, la crisis energética global de los últimos años ha funcionado como un acelerador brutal de la vulnerabilidad para millones de personas, evidenciando la fragilidad de un sistema energético altamente dependiente de los combustibles fósiles y las dinámicas de poder internacionales.

Desde 2021, la confluencia de varios factores ha producido un alza histórica en los precios de la energía. La recuperación económica tras la pandemia provocó un aumento repentino de la demanda, mientras la oferta se mantenía restringida. A ello se sumó la invasión de Ucrania en febrero de 2022, que desencadenó una espiral de incertidumbre geopolítica, sanciones cruzadas, interrupción de cadenas de suministro y reconfiguración de los flujos energéticos globales. Europa, altamente dependiente del gas ruso, sufrió una presión sin precedentes que se trasladó al conjunto del mercado internacional, afectando tanto a países industrializados como a países en desarrollo.

El resultado fue una volatilidad extrema: el precio del gas natural en los mercados europeos se multiplicó por cinco en algunos tramos de 2022; el barril de petróleo superó los 120 dólares; y los precios minoristas de electricidad y calefacción se dispararon en todo el continente. Este shock no solo afectó a la clase media urbana, sino que tuvo efectos devastadores en los hogares más pobres, que ya destinaban una parte desproporcionada de sus ingresos a gastos energéticos.

Simultáneamente, los efectos del cambio climático han intensificado la exposición a eventos extremos y la necesidad de consumo energético. Las olas de calor prolongadas —como las registradas en Europa, Norte de África y Asia entre 2022 y 2024— han incrementado el uso de sistemas de refrigeración en contextos donde muchos hogares carecen de equipos adecuados o no pueden pagar su funcionamiento. En el extremo opuesto, inviernos más irregulares, con picos de frío extremo y fenómenos meteorológicos violentos, han incrementado la demanda de calefacción en momentos críticos, presionando aún más las redes eléctricas y elevando los costes en los momentos de mayor vulnerabilidad.

Las sequías severas representan otra amenaza directa. En países que dependen en gran medida de la energía hidroeléctrica —como Brasil, Colombia, Etiopía o China— la reducción del caudal de los ríos ha obligado a disminuir la producción eléctrica y a sustituirla por fuentes fósiles más contaminantes y caras. Este fenómeno ha generado cortes de suministro, subidas tarifarias y crisis institucionales en múltiples contextos. En regiones agrícolas, la escasez de agua también implica un mayor uso de bombeo eléctrico o diésel, incrementando la factura energética de comunidades ya precarizadas.

La intersección entre crisis climática y crisis energética da lugar a lo que muchos analistas denominan “tormenta perfecta”: los eventos climáticos extremos aumentan la necesidad de energía, pero al mismo tiempo reducen la capacidad de generación renovable (por ejemplo, menos agua o viento), forzando a sistemas que no están preparados para absorber la demanda o a volver al uso de fuentes contaminantes.

Por último, la inestabilidad política y los conflictos armados siguen afectando a la infraestructura energética en diversas regiones. Ataques a oleoductos, sabotajes a redes eléctricas, bloqueos logísticos o gobiernos colapsados dificultan el acceso a la energía para millones de personas. En países como Sudán, Haití, Gaza o Yemen, la pobreza energética es tanto una consecuencia como un instrumento de control en contextos de violencia estructural.

Los factores climáticos y geopolíticos no son variables externas o sobrevenidas: forman parte constitutiva del problema energético global. Su impacto no es neutro ni universal, sino que agrava las desigualdades existentes y amplía las brechas entre regiones, clases sociales y territorios. Si no se incorporan de manera estructural en los diagnósticos y las políticas públicas, cualquier estrategia contra la pobreza energética será parcial, reactiva y limitada.

2.5. Dimensión de género y vulnerabilidad: mayor impacto en mujeres y menores

La pobreza energética no afecta a todas las personas por igual. Si bien es un fenómeno transversal y global, sus consecuencias son más graves y persistentes en aquellos grupos sociales que ya se encuentran en una posición de desventaja estructural. En este sentido, la dimensión de género y edad desempeña un papel central en la comprensión del problema, al revelar cómo las desigualdades sociales se entrelazan con las vulnerabilidades energéticas, reforzando la exclusión y la dependencia.

Las mujeres, especialmente en situación de pobreza, monoparentalidad o edad avanzada, son desproporcionadamente más vulnerables a la pobreza energética. Las causas son múltiples: en muchos contextos, tienen menores ingresos, están sobrerrepresentadas en empleos precarios o no remunerados, dedican más tiempo al cuidado del hogar y pasan más horas dentro de viviendas mal acondicionadas. Esta permanencia prolongada en espacios térmicamente inadecuados no solo incrementa el riesgo para su salud física y mental, sino que también agudiza la sobrecarga emocional y doméstica asociada al malestar térmico, la gestión del consumo y la privación cotidiana.

En los países del Sur Global, el peso del género es aún más evidente. En zonas rurales de África, Asia y América Latina, son las mujeres y niñas quienes recolectan leña, carbón o agua durante horas cada día, exponiéndose a riesgos físicos y limitando su acceso a la educación o al empleo. Además, cocinan en espacios cerrados sin ventilación, respirando humo tóxico que afecta gravemente sus pulmones y sistema cardiovascular. La Organización Mundial de la Salud estima que más del 60 % de las muertes atribuibles a la contaminación del aire doméstico afectan a mujeres y menores de cinco años, en un claro reflejo de cómo la energía deficiente reproduce las jerarquías sociales y de género.

En los países industrializados, la relación entre pobreza energética y género se expresa de forma más sutil, pero no menos alarmante. En España, por ejemplo, más del 68 % de las personas beneficiarias del bono social eléctrico son mujeres, y los hogares monomarentales —encabezados por mujeres con hijos a cargo— presentan una tasa de pobreza energética estructural significativamente superior a la media. Esta feminización de la pobreza energética se agrava cuando se cruza con otros factores: edad avanzada, discapacidad, origen migrante, vivienda precaria o ruralidad.

La situación de niños, niñas y adolescentes también merece atención específica. La exposición prolongada al frío o al calor extremos afecta negativamente su desarrollo físico, su rendimiento escolar y su salud mental. Estudios recientes han vinculado la pobreza energética infantil con déficits cognitivos, trastornos del sueño, ansiedad, infecciones respiratorias recurrentes y ausentismo escolar. Además, en entornos donde la energía es escasa o inestable, los menores tienen menos oportunidades de estudiar con luz adecuada, utilizar dispositivos digitales o mantener hábitos de vida saludables.

Esta combinación de factores pone de relieve una verdad incómoda: la pobreza energética reproduce y profundiza las desigualdades sociales existentes, especialmente aquellas vinculadas al género y a la infancia. No se trata simplemente de un fallo técnico o económico, sino de una manifestación más de la injusticia estructural. Por eso, las estrategias públicas deben incorporar una perspectiva interseccional que permita identificar y abordar los factores que hacen que determinados cuerpos, roles y territorios sean más vulnerables que otros.

Superar esta dimensión implica actuar a múltiples niveles: reconocer legalmente el derecho a la energía con enfoque de género, diseñar ayudas específicas para hogares monomarentales y mayores, garantizar el acceso seguro a cocinas limpias y eficientes en el Sur Global, incluir criterios de género en los programas de rehabilitación energética, y fomentar el liderazgo femenino en comunidades energéticas locales. Porque solo cuando las mujeres y los niños dejen de sufrir en silencio las consecuencias de la escasez energética, podremos hablar verdaderamente de una transición justa.

3. Consecuencias sociales, económicas y sanitarias

3.1. Salud física y mental: enfermedades respiratorias, ansiedad, problemas crónicos

La pobreza energética tiene consecuencias directas, profundas y duraderas sobre la salud humana. Cuando una persona no puede mantener su vivienda a una temperatura adecuada, no puede ventilarla correctamente, o no dispone de energía para conservar medicamentos, cocinar de forma segura o iluminar sus espacios vitales, su cuerpo y su mente sufren. Estas formas de vulnerabilidad energética, prolongadas en el tiempo, no solo generan incomodidad o malestar: contribuyen activamente a la aparición, agravamiento y cronificación de múltiples enfermedades físicas y trastornos psicosociales.

En el plano físico, las condiciones térmicas inadecuadas —especialmente el frío extremo en invierno o el calor asfixiante en verano— están vinculadas a un aumento significativo de infecciones respiratorias, enfermedades cardiovasculares, crisis asmáticas, enfermedades reumáticas y agravamiento de patologías preexistentes. Estudios en Reino Unido, Francia y España han mostrado que los hogares que no pueden calentar su vivienda de forma suficiente presentan tasas más elevadas de bronquitis, neumonía, hipertensión y enfermedades crónicas. Las personas mayores y los bebés son los grupos más expuestos, ya que sus cuerpos regulan peor la temperatura y son más sensibles a los cambios extremos.

En los países del Sur Global, el impacto en la salud es aún más drástico. El uso de biomasa contaminante en espacios cerrados para cocinar o calentar el hogar provoca una exposición prolongada a partículas finas (PM2.5), monóxido de carbono y compuestos orgánicos volátiles, con consecuencias letales. Según la Organización Mundial de la Salud, la contaminación del aire doméstico por uso de combustibles sólidos es responsable de 3,2 millones de muertes prematuras cada año, muchas de ellas por enfermedades pulmonares obstructivas crónicas, cáncer de pulmón o infecciones respiratorias agudas. Esta cifra supera incluso la mortalidad asociada al paludismo o al VIH en muchas regiones.

Pero la pobreza energética no afecta solo al cuerpo: erosiona también la salud mental, especialmente cuando se prolonga en el tiempo y se combina con otros factores de precariedad. La ansiedad por no poder pagar la factura, el miedo al corte de suministro, la vergüenza de vivir en un hogar deteriorado o el malestar por pasar frío o calor en soledad generan un estrés crónico que debilita la salud psicológica. Numerosos estudios en contextos europeos han identificado una correlación significativa entre pobreza energética y depresión, angustia, aislamiento, baja autoestima y trastornos del sueño.

Este impacto emocional es aún mayor en familias con menores, en las que los adultos —especialmente las mujeres— soportan la presión de proteger a sus hijos del frío o el calor sin los recursos necesarios para hacerlo. En estos hogares, el estrés parental, la tensión conyugal, la culpa y la sobrecarga emocional se intensifican, generando un entorno de vulnerabilidad múltiple. Las carencias materiales se convierten así en experiencias de inseguridad emocional, pérdida de autonomía y ruptura del bienestar cotidiano.

Los entornos térmicamente inadecuados afectan también a la calidad del sueño, al rendimiento cognitivo y a la recuperación de enfermedades. Dormir en habitaciones frías o mal ventiladas debilita el sistema inmunológico y puede ser especialmente dañino en personas con dolencias crónicas o en recuperación postoperatoria. De igual forma, el calor excesivo durante las noches dificulta el descanso y aumenta el riesgo de golpes de calor, especialmente en personas mayores, bebés y personas con discapacidad.

Por todo ello, la pobreza energética debe considerarse un determinante estructural de la salud. No se trata únicamente de un problema de acceso a un recurso material, sino de una violación del derecho a vivir en condiciones compatibles con el bienestar físico y psíquico. La energía no es solo una cuestión de confort: es una cuestión de salud pública. Garantizarla implica reducir hospitalizaciones evitables, mejorar la calidad de vida de millones de personas y construir sociedades más justas y resilientes.

En este marco, las estrategias contra la pobreza energética no pueden limitarse a intervenciones paliativas o subvenciones económicas aisladas. Deben articularse con las políticas de salud, vivienda y cuidados, y asumir que una vivienda térmicamente digna es un factor protector frente a la enfermedad. Invertir en eficiencia energética, rehabilitación térmica y acceso universal no solo reduce emisiones: también salva vidas.

3.2. Educación y productividad: absentismo escolar y laboral

La pobreza energética no solo impacta la salud física y mental de las personas: también socava su capacidad para aprender, desarrollarse y contribuir social y económicamente a su entorno. Las carencias energéticas dentro del hogar afectan directamente al rendimiento escolar, a la continuidad educativa y a la productividad laboral, especialmente entre los sectores más empobrecidos, perpetuando así los ciclos intergeneracionales de exclusión.

En el ámbito educativo, las consecuencias comienzan en los primeros años de vida. Los niños y niñas que viven en viviendas frías, húmedas o mal ventiladas presentan mayores tasas de enfermedades respiratorias, de insomnio y de fatiga, lo cual afecta negativamente su asistencia y su concentración en clase. Además, el estrés familiar derivado de la inseguridad energética —cuando los adultos deben elegir entre pagar la factura eléctrica o comprar alimentos— genera un entorno doméstico inestable, con tensiones, ansiedad y falta de condiciones adecuadas para el estudio.

Durante la pandemia de la COVID‑19, estas desigualdades se hicieron aún más visibles. El paso repentino a la educación digital reveló la existencia de una nueva dimensión de la pobreza energética: la imposibilidad de conectarse a clases virtuales por falta de electricidad, de dispositivos adecuados o por miedo a que el uso intensivo de tecnología disparase la factura eléctrica. En muchos hogares vulnerables, el teleestudio fue una carga más que una oportunidad. Niños y jóvenes compartían un único móvil para estudiar, sin luz suficiente, sin calefacción o con interrupciones frecuentes del suministro.

Este fenómeno ha sido descrito como “exclusión energética digital” y afecta tanto a zonas rurales como a barrios empobrecidos en contextos urbanos. En ambos casos, la falta de energía suficiente y estable para usar tecnologías de la información genera una brecha educativa profunda, difícil de revertir. El resultado es un aumento del abandono escolar temprano, la pérdida de motivación, el aislamiento y la reproducción de desigualdades estructurales entre quienes pueden acceder a los recursos energéticos necesarios para aprender y quienes no.

El mundo laboral tampoco escapa a estas dinámicas. La pobreza energética incide de múltiples formas sobre la productividad y la inserción laboral. Por un lado, las malas condiciones de vida afectan al estado físico y emocional de las personas trabajadoras, incrementando el absentismo, los errores, los accidentes y la rotación. Por otro lado, quienes trabajan desde casa —cada vez más frecuentes en economías digitalizadas— dependen de un consumo energético constante para mantener encendidos sus dispositivos, acceder a Internet o simplemente acondicionar su espacio de trabajo.

En este contexto, muchas personas en situación de vulnerabilidad deben elegir entre trabajar en condiciones incómodas y costosas desde casa o desplazarse, con gasto adicional, a espacios públicos donde puedan cargar su móvil o conectarse a Wi-Fi. Esto limita su autonomía, reduce su eficiencia y puede impedir su permanencia en determinados empleos, sobre todo en sectores precarios o autónomos. Además, en los países del Sur Global, las actividades productivas domiciliarias —como el comercio informal, la costura, la carpintería o el procesamiento de alimentos— se ven severamente restringidas por la falta de energía eléctrica fiable y asequible.

La relación entre pobreza energética y productividad es especialmente evidente en el caso de las mujeres, que asumen buena parte del trabajo doméstico y del cuidado no remunerado. Cuando las tareas del hogar deben realizarse sin agua caliente, sin electricidad o con electrodomésticos obsoletos, la carga de trabajo se multiplica y el tiempo disponible para el empleo o la formación se reduce drásticamente. Esta penalización energética del tiempo de las mujeres es una dimensión aún poco visibilizada, pero central para comprender las barreras estructurales a la igualdad.

En definitiva, la pobreza energética no solo impide a millones de personas vivir con dignidad: también bloquea su acceso a oportunidades educativas y laborales, refuerza la exclusión social y reduce la capacidad colectiva de construir sociedades más justas y resilientes. La energía no es solo un insumo técnico: es una condición para ejercer plenamente la ciudadanía, para aprender, para trabajar y para construir futuro.

Invertir en eficiencia energética, en acceso universal y en condiciones adecuadas dentro del hogar es, por tanto, también una inversión en capital humano, en cohesión social y en desarrollo económico sostenible. No hacerlo implica aceptar, por omisión o negligencia, que el derecho a estudiar y a trabajar sea un privilegio solo al alcance de quienes pueden pagar una buena factura de la luz.

3.3. Pobreza económica y exclusión social: mayor desigualdad y pobreza infantil

La pobreza energética no solo es una consecuencia de la pobreza económica: también es un factor que la amplifica y perpetúa. Se trata de un fenómeno que actúa como multiplicador de las desigualdades ya existentes, empujando a millones de personas hacia situaciones de exclusión social crónica. Vivir sin acceso adecuado a la energía —sin calefacción en invierno, sin refrigeración en verano, sin luz para estudiar o cocinar con seguridad— no solo deteriora la calidad de vida: limita las oportunidades, agota los recursos familiares y refuerza los círculos viciosos de la pobreza estructural.

Desde una perspectiva económica, los hogares que enfrentan pobreza energética suelen verse obligados a priorizar el pago de las facturas energéticas sobre otros gastos esenciales. Esto se traduce en un fenómeno conocido como “pobreza por elección forzada”, donde las familias deben decidir entre encender la calefacción o comprar comida, entre pagar la luz o mantener la vivienda. Esta tensión cotidiana genera sobrecarga financiera y endeudamiento, que se traduce en impagos, morosidad, penalizaciones o incluso desconexiones forzosas del suministro.

Las consecuencias de esta precariedad se acumulan con el tiempo. Cuando una familia no puede afrontar los costes energéticos con regularidad, suele reducir el consumo a niveles peligrosamente bajos —incluso aunque los servicios estén técnicamente disponibles— lo que se conoce como privación energética oculta. Esta situación, que afecta sobre todo a hogares encabezados por mujeres, personas mayores o desempleadas, no suele aparecer en las estadísticas oficiales, pero tiene un impacto profundo en la exclusión social y emocional.

La pobreza energética también contribuye a reforzar la estigmatización social. Vivir en una casa oscura, húmeda o fría puede generar vergüenza, aislamiento y retraimiento, especialmente entre niños y adolescentes que temen invitar a compañeros a casa o que no pueden participar en actividades escolares que requieren conexión digital o dispositivos electrónicos. De este modo, el hogar deja de ser un espacio de seguridad y se convierte en un lugar de vulnerabilidad constante.

Uno de los colectivos más afectados por esta realidad es el de la infancia. Diversos estudios internacionales han demostrado que la pobreza energética es un factor de riesgo directo para la pobreza infantil, entendida no solo en términos de ingreso familiar, sino como la imposibilidad de disfrutar de una vida plena y saludable. En España, por ejemplo, los hogares con menores a cargo presentan niveles de pobreza energética estructural superiores a la media, y la Fundación FOESSA ha alertado de que más de un 34 % de los niños viven en hogares que no pueden mantener condiciones adecuadas de temperatura. Esta situación compromete su salud, su desarrollo físico, su rendimiento educativo y su bienestar emocional.

El vínculo entre pobreza energética y exclusión social es especialmente visible en barrios marginados, viviendas sociales deterioradas, asentamientos informales o zonas rurales despobladas. En estos territorios, la falta de inversión pública, el abandono institucional y la desconexión con las redes básicas —eléctricas, digitales, logísticas— convierten la precariedad energética en una expresión concreta de desigualdad territorial. La energía, en estos casos, no es solo un bien escaso: es un marcador de clase, un síntoma de segregación y una barrera invisible al ejercicio de la ciudadanía.

Además, la exclusión energética tiende a retroalimentarse con otras formas de exclusión: vulnerabilidad laboral, dificultad para acceder a ayudas, discriminación por origen, género o edad, o imposibilidad de participar en procesos de toma de decisiones sobre políticas energéticas. Es decir, cuanto más pobre es un hogar, más limitado es su acceso a recursos energéticos dignos; y cuanto más limitado es su acceso, más difícil le resulta salir de la pobreza.

Por todo ello, erradicar la pobreza energética no puede plantearse como una medida aislada o sectorial. Requiere políticas públicas integradas, con enfoque estructural e interseccional, que aborden simultáneamente la vulnerabilidad económica, la exclusión habitacional, la discriminación social y las desigualdades en el acceso a derechos fundamentales. Invertir en eficiencia energética, en tarifas justas, en rehabilitación de viviendas y en comunidades energéticas inclusivas no solo es una estrategia técnica: es una apuesta por la justicia social y la equidad intergeneracional.

3.4. Impactos globales: emisiones asociadas, crisis, hambre y seguridad

La pobreza energética, aunque suele ser tratada como un problema doméstico o nacional, tiene repercusiones globales que trascienden las fronteras. Su persistencia no solo impide alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), particularmente el ODS 7 (energía asequible, segura, sostenible y moderna para todos), sino que alimenta fenómenos interconectados como el cambio climático, la inseguridad alimentaria, los conflictos geopolíticos y la fragilidad institucional.

Uno de los impactos más directos de la pobreza energética global es el incremento de las emisiones contaminantes. Paradójicamente, quienes menos han contribuido al calentamiento global —las comunidades más pobres del planeta— son obligadas, por falta de opciones, a utilizar fuentes de energía altamente contaminantes. El uso generalizado de leña, carbón vegetal, residuos agrícolas y queroseno para cocinar o calentar hogares genera emisiones de carbono negro, metano y partículas finas que contribuyen tanto al deterioro de la calidad del aire como al cambio climático. A escala global, la combustión de biomasa tradicional representa aproximadamente el 2 % de las emisiones de gases de efecto invernadero, una cifra nada despreciable considerando que se origina en contextos de exclusión.

Al mismo tiempo, la falta de acceso a energía moderna limita la capacidad de las comunidades para adaptarse y responder al cambio climático. La ausencia de refrigeración en zonas de calor extremo, la incapacidad de bombear agua durante sequías prolongadas o la imposibilidad de acceder a información climática por falta de conectividad digital colocan a millones de personas en una situación de vulnerabilidad múltiple. Así, la pobreza energética se convierte en un factor de exposición y agravamiento de los desastres climáticos, debilitando la resiliencia de sistemas alimentarios, sanitarios y comunitarios.

En el ámbito de la seguridad alimentaria, la energía es un eslabón crítico. Sin energía, no hay riego, ni refrigeración de alimentos, ni procesado agroindustrial, ni transporte eficiente desde el campo a los mercados. Las regiones rurales que carecen de acceso eléctrico estable y asequible tienen menores rendimientos agrícolas, mayores tasas de pérdida poscosecha y menos oportunidades de diversificación productiva. En muchas zonas de África, por ejemplo, más del 30 % de los alimentos se pierden por falta de cadenas de frío, lo que agrava el hambre y perpetúa la dependencia económica.

Por otro lado, la pobreza energética está relacionada con tensiones geopolíticas y conflictos. La competencia por recursos energéticos —petróleo, gas, carbón, agua para hidroeléctricas— ha sido históricamente un factor de conflicto armado, desestabilización de gobiernos y migraciones forzadas. En contextos de escasez energética crónica, las poblaciones se vuelven más susceptibles a la manipulación, al clientelismo y a la violencia, mientras los Estados pierden capacidad de garantizar servicios básicos. En este sentido, la seguridad energética es también una cuestión de gobernabilidad democrática y paz social.

Además, el acceso desigual a la energía refuerza las asimetrías globales de poder. Los países con recursos energéticos propios, o capacidad tecnológica para la transición energética, consolidan posiciones dominantes en la economía global, mientras que los países dependientes de la importación, sin redes adecuadas o atrapados en sistemas fósiles obsoletos, quedan subordinados a lógicas extractivas o a mercados especulativos. Esto genera una forma de colonialismo energético moderno, en la que millones de personas quedan excluidas del derecho a decidir cómo producir, distribuir y consumir energía.

En conjunto, los impactos globales de la pobreza energética son un reflejo de las contradicciones del sistema energético actual: mientras se acelera la digitalización, la electrificación del transporte o la transición verde en el Norte global, una parte importante del planeta sigue sin acceso a una bombilla, una nevera o una estufa limpia. Esta brecha no es solo tecnológica o económica, sino ética. Un sistema que permite que miles de millones vivan en penumbra, respiren humo tóxico o pasen calor sin ventilación, no es sostenible, aunque sea eficiente.

Por tanto, erradicar la pobreza energética no es solo un acto de justicia social, sino también una condición para la sostenibilidad global, la seguridad colectiva y la estabilidad geopolítica. Sin energía para todos, no habrá transición justa, ni resiliencia climática, ni paz duradera.

4. Contexto internacional: tendencias recientes

4.1. Incremento de la energía en Europa

Desde 2021, Europa ha experimentado un repunte notable en los niveles de pobreza energética, interrumpiendo una década de mejoras paulatinas. Según Eurostat, el porcentaje de habitantes en la Unión Europea incapaces de mantener sus hogares a una temperatura adecuada subió del 6,9 % en 2021, al 9,3 % en 2022, alcanzando el 10,6 % en 2023. Esto implica que más de 48 millones de personas —uno de cada diez ciudadanos comunitarios— viven en condiciones térmicas de precariedad.

Este aumento coincide con una fuerte escalada de precios energéticos derivada de múltiples factores: la recuperación económica post‑COVID, la guerra en Ucrania y la dependencia europea del gas ruso generaron una tormenta perfecta que se tradujo en subidas abruptas en electricidad, gas y calefacción. Aunque en 2024 hubo una ligera mejora del 10,6 al 9,2 %, gracias a la contención de los precios y a políticas de eficiencia, estos niveles siguen siendo significativamente superiores a los previos a 2021.

El aumento afecta desproporcionadamente a zonas rurales y con vivienda ineficiente. En estas áreas, el porcentaje de hogares en riesgo de pobreza energética alcanza el 10,6 % o más, comparado con el promedio urbano del 7 %. Factores estructurales como viviendas antiguas, mala calidad del aislamiento y menor nivel socioeconómico agravan la fragilidad energética en comunidades periféricas.

Además, la cifra del 10,6 % varía sensiblemente entre países: mientras en algunos —Países Bajos, Hungría— ronda el 10 %, en otros —Portugal, Bulgaria, Grecia o Lituania— supera el 20 %, según diversas metodologías de medición. Esta heterogeneidad revela que la pobreza energética en Europa no es homogénea, sino que está condicionada por factores climáticos, estructurales, normativos y socioeconómicos.

Este retroceso reciente pone de relieve que las crisis energéticas globales tienen un impacto desigual pero profundo, capaz de revertir progresos alcanzados y acentuar la marginalización de los más vulnerables. También subraya la necesidad de incorporar el concepto de pobreza energética estival, dado que el calor extremo se está convirtiendo en un problema tanto o más grave que el frío invernal.

Frente a este panorama, la Unión Europea ha reforzado su marco normativo —Energy Efficiency Directive, Renewable Energy Directive, Renovation Wave y Social Climate Fund— con el fin de mitigar la pobreza energética mediante rehabilitación, tarifas sociales, y protección al consumidor. No obstante, la magnitud del desafío exige una implementación más ambiciosa, eficiente y equitativa.

4.2. África y Asia: acceso limitado, combustibles nocivos

La pobreza energética adopta formas particularmente extremas en los continentes africano y asiático. A diferencia de Europa o América del Norte, donde suele manifestarse como una incapacidad para mantener temperaturas adecuadas o asumir los costes energéticos, en África y buena parte de Asia el problema persiste en su forma más radical: la ausencia total o parcial de acceso físico a fuentes modernas, limpias y seguras de energía. Esta carencia estructural condiciona todos los aspectos de la vida cotidiana: salud, alimentación, educación, empleo, seguridad y gobernabilidad.

Según datos de la Agencia Internacional de la Energía (IEA, 2024), alrededor de 750 millones de personas siguen sin acceso a la electricidad, de las cuales dos tercios residen en África subsahariana. En Asia meridional —especialmente en India, Pakistán, Bangladesh y zonas rurales de Myanmar o Nepal— aún existen bolsas de exclusión energética que afectan a decenas de millones. Aunque los avances tecnológicos han sido importantes en la última década (particularmente en India y China), la velocidad de la electrificación no siempre es suficiente para compensar el crecimiento poblacional ni la desigualdad territorial.

Pero el verdadero rostro de la pobreza energética en estas regiones se refleja en otro dato aún más alarmante: más de 2.300 millones de personas en África y Asia cocinan a diario con combustibles nocivos, como leña, carbón vegetal, estiércol seco, queroseno o residuos agrícolas. Estas prácticas se dan en espacios cerrados y mal ventilados, lo que genera una exposición crónica al humo tóxico. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), esta situación provoca cerca de 3,2 millones de muertes prematuras al año, en su mayoría mujeres, niñas y niños menores de cinco años. Las enfermedades respiratorias, los partos prematuros, el cáncer de pulmón y los problemas cardiovasculares están estrechamente relacionados con esta forma silenciosa de exclusión energética.

Esta dependencia de combustibles tradicionales no solo impacta la salud: condiciona la división sexual del trabajo, limita la escolarización infantil (especialmente de las niñas), agota los ecosistemas locales y contribuye a la deforestación y la pérdida de biodiversidad. En muchas comunidades, las mujeres dedican entre tres y seis horas diarias a recolectar leña o combustible, lo que representa una enorme pérdida de tiempo, energía vital y oportunidades. La pobreza energética, así, se entrelaza con la pobreza de tiempo, la pobreza educativa y la pobreza ambiental.

A pesar de estos desafíos, África y Asia también son territorios de innovación energética. Proyectos de minirredes solares, kits fotovoltaicos domésticos y cocinas limpias están mostrando su potencial para romper la dependencia de combustibles contaminantes y promover la autonomía energética comunitaria. En India, por ejemplo, el programa Saubhagya logró electrificar más de 26 millones de hogares rurales entre 2017 y 2022. En Ruanda, Uganda y Kenia se están desarrollando modelos de negocio sostenibles para la distribución de cocinas de bajo consumo, lámparas solares y baterías portátiles con sistemas de pago por uso (pay-as-you-go).

Sin embargo, estos avances se ven obstaculizados por barreras estructurales: falta de inversión pública, financiación internacional inadecuada, debilidad institucional, inestabilidad política, corrupción o conflictos armados. En países afectados por guerras, desplazamientos forzados o crisis climáticas —como Sudán, Yemen, Afganistán o Somalia— la pobreza energética es parte de una emergencia humanitaria permanente, donde la prioridad sigue siendo la supervivencia básica.

Por otro lado, las asimetrías globales en la transición energética amenazan con reproducir nuevas formas de dependencia. El auge de la electrificación en el Norte Global —vehículos eléctricos, digitalización, inteligencia artificial— está generando una demanda creciente de minerales estratégicos (litio, cobalto, níquel, tierras raras) que son extraídos mayoritariamente en países del Sur Global sin garantía de redistribución de beneficios, derechos laborales ni acceso local a los frutos de esa transición. Así, la energía verde corre el riesgo de convertirse en un nuevo extractivismo desigual, que condene a los países productores a seguir en la periferia del desarrollo energético.

En síntesis, África y Asia concentran la mayor parte del déficit energético mundial, no por falta de recursos naturales o capacidades, sino por una combinación de desigualdades históricas, abandono estructural y desequilibrios del sistema internacional. La pobreza energética en estas regiones no es solo un reto técnico, sino una cuestión de justicia global y reparaciones históricas. La transición energética no será justa si deja atrás a los pueblos que llevan siglos esperando una bombilla, una estufa limpia o una red confiable.

4.3. Transición y oportunidades: inversión renovable, comunitarias

Frente al diagnóstico global de pobreza energética —marcado por el acceso limitado, la dependencia de combustibles contaminantes y la exclusión estructural—, la transición energética ofrece una oportunidad histórica para transformar los sistemas de producción, distribución y consumo de energía desde una perspectiva de justicia, equidad y sostenibilidad. Esta transición, sin embargo, no está exenta de tensiones: puede reproducir las desigualdades existentes si se gestiona desde una lógica extractivista y mercantil, o puede convertirse en una palanca de empoderamiento comunitario y redistribución social, si se sitúan en el centro los derechos, los territorios y las personas más vulnerables.

El avance tecnológico en las últimas dos décadas ha permitido una reducción drástica de los costes de generación renovable. Hoy, en la mayoría de regiones del mundo, las energías solar y eólica son más baratas que los combustibles fósiles tradicionales, incluso sin subsidios. Esto ha generado un crecimiento exponencial de la inversión en energías limpias: en 2023, según BloombergNEF, se superaron por primera vez los 1,8 billones de dólares anuales en inversión renovable a nivel mundial, de los cuales más de 500.000 millones se destinaron a redes inteligentes, almacenamiento, hidrógeno verde y electrificación del transporte.

Este contexto abre una ventana de oportunidad para combinar la transición energética con la erradicación de la pobreza energética, especialmente en países del Sur Global y en regiones empobrecidas del Norte. En lugar de reproducir el modelo centralizado, contaminante y desigual del siglo XX, la transición puede diseñarse como una infraestructura de justicia social, centrada en:

  • Autoconsumo energético: miles de hogares ya producen su propia energía mediante paneles solares, reduciendo su factura y aumentando su resiliencia frente a cortes o subidas de precios. En España, Italia o Portugal, los sistemas de autoconsumo con baterías comienzan a crecer de forma significativa.
  • Comunidades energéticas locales: cooperativas, asociaciones vecinales o municipios que producen y gestionan colectivamente su energía, democratizando el acceso y redistribuyendo beneficios. Estas iniciativas ya están siendo impulsadas por directivas europeas (paquete Clean Energy for All Europeans) y por marcos nacionales en Francia, Alemania, Dinamarca, Grecia y España.
  • Tecnologías descentralizadas en zonas rurales: desde minirredes solares en África y Asia, hasta biodigestores comunitarios en América Latina o microturbinas hidroeléctricas en regiones montañosas. Estas soluciones permiten electrificar comunidades aisladas sin esperar a la expansión de redes estatales.

Además, la transición energética es una fuente potencial de empleo e inclusión social. La Agencia Internacional de Energías Renovables (IRENA) estima que el sector de las renovables podría generar más de 38 millones de empleos directos e indirectos para 2030, especialmente en instalación, mantenimiento, fabricación y gestión de sistemas energéticos. Si se incorporan criterios de equidad, género y acceso territorial, esta transformación puede ser una vía para crear trabajo digno, combatir la pobreza y fortalecer el tejido productivo local.

Sin embargo, estas oportunidades no se materializarán por sí solas. Existen riesgos significativos de que la transición energética profundice las desigualdades si se orienta exclusivamente al mercado, se concentra en manos de grandes corporaciones o deja fuera a quienes más la necesitan. Ya se observan síntomas de “gentrificación verde” en zonas urbanas donde solo los hogares con capacidad de inversión acceden a las mejoras energéticas, mientras los más pobres quedan en viviendas ineficientes con facturas crecientes.

Para evitarlo, es imprescindible que los marcos regulatorios, los fondos públicos y las políticas climáticas incluyan garantías explícitas de equidad, redistribución y participación comunitaria. La transición debe ser no solo energética, sino también democrática y social. Esto implica reconocer el derecho al acceso universal a la energía limpia, establecer tarifas progresivas, financiar la rehabilitación energética de viviendas vulnerables y priorizar a los hogares en pobreza energética en todas las estrategias de descarbonización.

Estamos ante una encrucijada: la transición energética puede ser una revolución inclusiva o una acumulación excluyente de privilegios verdes. La diferencia dependerá de quién la diseñe, a quién beneficie y cómo se repartan los recursos, los riesgos y los beneficios. Apostar por comunidades energéticas, autoconsumo compartido y tecnologías adaptadas al territorio no es solo una alternativa técnica: es una propuesta política de justicia energética para el siglo XXI.

Comparativa global de pobreza energética por regiones

Región Indicadores clave Medidas aplicadas destacadas Desafíos comunes
Europa 10,6 % en pobreza energética (2023); parque habitacional ineficiente y envejecido Bono social, cheque energético (Francia), Warm Homes Act (Escocia), programas de rehabilitación obligatoria Vivienda antigua, mercado eléctrico volátil, pobreza estructural urbana y rural
África 750 millones sin acceso a electricidad; uso masivo de biomasa contaminante Kits solares domésticos, minirredes comunitarias, cocinas limpias, modelos pay-as-you-go Falta de financiación e infraestructura, cambio climático, inestabilidad política
Asia Acceso desigual; 900 millones sin cocina limpia; electrificación variable entre territorios Programas nacionales (India: Saubhagya), microredes rurales, impulso a energía distribuida, innovación social Brecha urbano-rural, dependencia del carbón, fragmentación en la gobernanza
América Latina y Caribe (LAC) Red limitada en zonas rurales; alta dependencia de fuentes fósiles para cocina y electricidad Cooperativas solares, electrificación rural, integración con agroecología (México, Brasil, Colombia) Desigualdad territorial, informalidad habitacional, débil articulación institucional

5. España: diagnóstico, estrategia y futuro

5.1. Indicadores recientes

La pobreza energética en España ya no puede entenderse como un mero fallo técnico del mercado eléctrico ni como una coyuntura transitoria de precios: constituye un síntoma profundo de desigualdad estructural y de fallas en la garantía de derechos básicos. Según el XV Informe sobre el Estado de la Pobreza de EAPN-España (2024), un 17,6 % de la población declara que no puede mantener su hogar a una temperatura adecuada —ni en verano ni en invierno—. Tras esta cifra, casi ocho millones de personas viven con frío, calor extremo o cortes de suministro, con consecuencias directas sobre su salud física y mental. Esta proporción, muy superior a la media de la Unión Europea, revela la fragilidad de la transición energética española y el incumplimiento de los estándares mínimos que la propia UE reconoce como parte del derecho a servicios energéticos esenciales (Directiva UE 2023/1791).

Más allá de esta medida subjetiva, un 20,7 % de la población sufre pobreza energética estructural, cumpliendo criterios combinados como dedicar una proporción desmesurada de ingresos a la energía, acumular retrasos en pagos o mantener un consumo insuficiente para las necesidades básicas del hogar. Este dato sitúa a España entre los países con mayor prevalencia de pobreza energética en la UE y refuerza la necesidad de priorizar a los hogares vulnerables en los ahorros energéticos, tal y como señala el PNIEC 2023–2030 (12,35 % del ahorro obligatorio destinado a hogares vulnerables).

El perfil de las personas afectadas dibuja un mapa de desigualdades múltiples. La dimensión de género es especialmente acusada: un 68 % de quienes sufren pobreza energética son mujeres y casi la mitad vive en hogares con menores de 16 años. Esta feminización del problema refleja tanto la brecha salarial y de cuidados como la mayor carga de gestión doméstica de las mujeres, que las expone directamente a las carencias energéticas. La infancia, por su parte, aparece como uno de los rostros más vulnerables: la pobreza energética infantil, recogida en el borrador ENPE 2026–2030, compromete el desarrollo físico, educativo y emocional de millones de niños y niñas, perpetuando los ciclos intergeneracionales de desigualdad.

A esta radiografía se suman las desigualdades territoriales y el impacto del cambio climático. Según AEMET (2024), la temperatura media en España ha aumentado 1,7 °C desde 1961 y las olas de calor son cada vez más frecuentes e intensas. Hogares sin aislamiento, ubicados en barrios periféricos o municipios rurales, experimentan un riesgo creciente. El borrador de la ENPE introduce por primera vez la noción de pobreza energética estival y la creación de refugios climáticos como respuesta a estos fenómenos extremos, vinculando explícitamente las políticas energéticas con las de salud pública y adaptación climática. También incorpora la dimensión de islas de calor urbanas, que agravan la vulnerabilidad en zonas densamente pobladas.

Finalmente, los datos del tercer sector refuerzan esta imagen: según Cruz Roja Española (2024), más del 60 % de las personas atendidas sufre pobreza energética, a menudo ligada a bajos ingresos, contratos temporales y viviendas deficientes. Esta presencia masiva del fenómeno en la red asistencial subraya que no estamos ante un problema marginal, sino ante un indicador de calidad democrática y de la capacidad del Estado para garantizar derechos básicos.

En conjunto, estos indicadores recientes no solo cuantifican la pobreza energética: narran una historia de desigualdad acumulada, precariedad y vulnerabilidad climática. El borrador de la ENPE 2026–2030 reconoce esta realidad y propone una estrategia más preventiva y estructural para la próxima década, en la que la energía deje de ser un privilegio y pase a ser un derecho garantizado.

5.2. Factores estructurales: crisis de vivienda, pobreza infantil

La elevada prevalencia de la pobreza energética en España no se explica únicamente por ingresos insuficientes o precios altos de la energía. Su persistencia y expansión responden a factores estructurales que configuran un ecosistema de vulnerabilidad en el que la crisis de la vivienda, la pobreza infantil y la desigualdad territorial actúan como pilares centrales. El borrador de la ENPE 2026–2030 asume por primera vez esta lectura sistémica y propone abordajes integrados que combinen vivienda, salud, clima y derechos sociales, alineados con la Directiva (UE) 2024/1275 sobre eficiencia energética de edificios y con el PNIEC 2023–2030, que obliga a destinar un 12,35 % de los ahorros energéticos a hogares vulnerables.

Vivienda: un parque antiguo e ineficiente.

España arrastra un parque residencial envejecido y con baja eficiencia energética: más del 80 % de las viviendas construidas antes de 1980 no cumplen los estándares mínimos de aislamiento y climatización, lo que obliga a un alto consumo para alcanzar condiciones básicas de confort térmico. Este déficit afecta con especial intensidad al alquiler social e informal, donde los inquilinos carecen tanto de recursos como de poder legal para exigir mejoras estructurales. En barrios periféricos y municipios rurales en despoblación abundan viviendas sin calefacción fija, con ventanas que no aíslan o con instalaciones eléctricas obsoletas.

La crisis de la vivienda no es solo encarecimiento de los alquileres o dificultades hipotecarias: es sobreocupación de espacios inadecuados, falta de mantenimiento y ausencia de garantías de habitabilidad. La pobreza habitacional y la pobreza energética son dos caras de la misma exclusión. El borrador ENPE 2026–2030 propone por primera vez la rehabilitación energética masiva con criterios de equidad territorial como eje estratégico, apoyándose en fondos europeos y en la Agenda Urbana Española para reorientar el parque residencial hacia la eficiencia y el bienestar.

Infancia: un colectivo especialmente vulnerable.

La infancia emerge como uno de los grupos más expuestos a la pobreza energética. Según Save the Children (2024) y datos del INE, el 34 % de los niños y niñas en España vive en situación de pobreza o riesgo de exclusión social, y una parte significativa en hogares que no pueden mantener condiciones térmicas adecuadas ni pagar las facturas. Esta confluencia de carencias —energía, vivienda, alimentación, descanso, estudio— tiene efectos acumulativos: menor rendimiento escolar, más enfermedades respiratorias, mayor estrés familiar, menor autoestima y dificultades para socializar.

El borrador ENPE 2026–2030 introduce explícitamente el concepto de pobreza energética infantil, que permite visibilizar a este grupo y diseñar programas específicos: detección temprana desde atención primaria y pediatría, subvenciones directas para climatización segura y creación de refugios climáticos para proteger a menores en episodios de calor extremo. Esta integración de energía, salud y derechos de la infancia representa una innovación radical respecto al ciclo anterior.

Desigualdad interseccional y territorial.

Estos factores estructurales dibujan un mapa de exclusión interseccional que atraviesa género, edad, origen y territorio. Familias con menores, mujeres solas, personas mayores con pensiones mínimas, jóvenes en alquiler precario y personas migrantes concentran los mayores riesgos. La dimensión territorial también es clave: mientras las zonas urbanas densas sufren sobreocupación y encarecimiento, las zonas rurales padecen viviendas más antiguas, peores aislamientos y mayor vulnerabilidad climática, incluyendo islas de calor urbanas y falta de infraestructuras de refrigeración pública.

El borrador ENPE asume esta complejidad y propone medidas diferenciadas por territorio, reforzando la colaboración con comunidades autónomas, entidades locales y tercer sector para la detección y el acompañamiento de casos, y priorizando la rehabilitación en municipios pequeños y barrios con indicadores altos de vulnerabilidad.

Una exclusión que va más allá de los kilovatios.

No basta con hablar de kilovatios ni de precios por megavatio/hora. Es necesario mirar dentro de los hogares y reconocer que detrás de cada cifra hay un cuerpo que tiembla, una infancia que no duerme o una madre que se desespera por no poder pagar la calefacción. La pobreza energética es, en última instancia, una expresión del fracaso estructural en garantizar las condiciones mínimas para una vida digna. El borrador ENPE 2026–2030 articula por primera vez esta perspectiva con políticas de rehabilitación, protección de consumidores, creación de refugios climáticos y programas de apoyo comunitario que integran salud, vivienda y clima en un mismo campo de actuación.

5.3. Estrategia 2019–2024: balance crítico y lecciones para 2026–2030

La aprobación en marzo de 2019 de la Estrategia Nacional contra la Pobreza Energética (ENPE) por parte del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico marcó un antes y un después. Por primera vez, el Estado español reconocía la pobreza energética como una realidad estructural, vinculada no solo al precio de la electricidad o al gas, sino también a factores sociales, climáticos y territoriales. La ENPE 2019–2024 supuso un salto cualitativo al proponer un enfoque multidimensional que integraba salud, equidad social, cohesión territorial y sostenibilidad ambiental. Sin embargo, transcurridos cinco años, su balance muestra una brecha entre ambición y ejecución que ahora es asumida y corregida en el borrador de la ENPE 2026–2030.

5.3.1. Avances y definiciones jurídicas

Uno de los mayores logros de la Estrategia Nacional contra la Pobreza Energética 2019–2024 fue la construcción de un marco conceptual homologado con los estándares europeos, capaz de traducir una realidad dispersa en indicadores medibles y en categorías jurídicas. Por primera vez, se reconoció que la pobreza energética no era un residuo del mercado eléctrico ni un problema estacional, sino una forma de exclusión social multidimensional comparable a la falta de vivienda o a la inseguridad alimentaria.

La estrategia introdujo cuatro indicadores oficiales —gasto desproporcionado, renta residual, incapacidad para mantener temperatura adecuada y retrasos en el pago de facturas— alineados con el Observatorio Europeo de Pobreza Energética y anticipando las definiciones de la Directiva (UE) 2023/1791 sobre servicios energéticos esenciales. Además, definió por primera vez al consumidor vulnerable e identificó colectivos prioritarios como personas mayores, con discapacidad, hogares monomarentales y familias con menores, abriendo la puerta a políticas específicas para cada grupo.

Por primera vez también se sentaron las bases para combinar medidas paliativas —bono social— con soluciones estructurales —rehabilitación energética, educación ciudadana y regulación del mercado— y para establecer una gobernanza compartida con comunidades autónomas, entidades locales, tercer sector y organizaciones de consumidores. Este enfoque pretendía superar la lógica fragmentada de ayudas dispersas y caminar hacia una política pública con vocación de derecho garantizado.

La estrategia contempló asimismo mapas de vulnerabilidad energética, datos abiertos y la creación de un comité interinstitucional de seguimiento, instrumentos llamados a mejorar la coordinación entre niveles administrativos y a facilitar la rendición de cuentas. Si bien estos dispositivos funcionaron de manera desigual, sentaron un precedente para el actual borrador de la ENPE 2026–2030.

Estas aportaciones constituyeron un cambio de paradigma respecto a etapas previas, cuando la pobreza energética se trataba como un fenómeno técnico o coyuntural. Sirvieron como base conceptual para que el borrador 2026–2030 amplíe definiciones —hogar vulnerable, pobreza energética estival— y sitúe la salud y el clima en el centro, incorporando la idea de determinante social de la salud (OMS) y la noción de refugios climáticos para calor extremo. Así, la transición de 2019–2024 a 2026–2030 puede leerse como un paso de la visibilidad a la justicia energética preventiva y estructural, en línea con el Pilar Europeo de Derechos Sociales y el PNIEC 2023–2030.

5.3.2. Ejecución parcial y desequilibrios

Sin embargo, los avances conceptuales de la Estrategia Nacional contra la Pobreza Energética 2019–2024 chocaron con una implementación práctica muy limitada y desequilibrada. Diversos análisis de ECODES, CECU y EAPN estiman que solo un 21 % de las medidas previstas se activaron plenamente, revelando una distancia estructural entre el diseño y la aplicación. Lo que sobre el papel se presentaba como un viraje hacia la justicia energética terminó, en muchos casos, reducido a actuaciones dispersas o proyectos piloto sin continuidad.

Las acciones estructurales —rehabilitación prioritaria de viviendas vulnerables, automatización del bono social, gobernanza participativa— quedaron relegadas a declaraciones programáticas o ensayos parciales. La coordinación interministerial fue escasa, el comité de seguimiento interinstitucional no funcionó con la regularidad prevista y los mapas de vulnerabilidad apenas se actualizaron, sin llegar a vincularse con intervenciones concretas. Este déficit de gobernanza debilitó la capacidad del Estado para actuar de forma preventiva y generó frustración entre administraciones autonómicas, entidades locales y organizaciones sociales.

En el plano financiero, los instrumentos resultaron insuficientes y fragmentarios. Buena parte de los fondos europeos Next Generation favoreció a hogares con mayor capacidad técnica y económica, reproduciendo la exclusión de los más vulnerables y profundizando la brecha territorial. Esta experiencia dejó en evidencia la necesidad de criterios de equidad ex ante y de mecanismos automáticos para que las ayudas lleguen a quienes más las necesitan, sin burocracias inabarcables.

El resultado fue un modelo asimétrico: mientras algunos hogares avanzaban en eficiencia y ahorro, otros quedaban atrapados en la precariedad energética. Ello tuvo consecuencias también en salud y clima: la rehabilitación insuficiente y la falta de refugios climáticos dejaron sin protección a poblaciones vulnerables frente a olas de calor o frío extremo, un fenómeno cada vez más frecuente según AEMET (2024).

Esta experiencia —la brecha entre diseño y aplicación— aparece explícitamente reconocida en el borrador de la ENPE 2026–2030. El nuevo texto propone un Observatorio Nacional de Pobreza Energética, programas específicos para hogares con mayores barreras administrativas y mecanismos de gobernanza multinivel, con el fin de reducir la desigualdad en el acceso a ayudas y rehabilitación. Además, incorpora la perspectiva de determinantes sociales de la salud, la noción de pobreza energética estival y los refugios climáticos como medidas preventivas, evidenciando un giro hacia políticas más estructurales, coordinadas y orientadas por derechos.

5.3.3. Déficits persistentes y aprendizaje institucional

A pesar de los avances normativos y del refuerzo coyuntural de ayudas durante la pandemia y la crisis energética provocada por la guerra de Ucrania, el bono social eléctrico y térmico siguió sin llegar a entre un 30 % y un 50 % de los hogares potencialmente beneficiarios. Este déficit crónico revela una fractura institucional: el derecho formal existe, pero su ejercicio efectivo queda obstaculizado por trámites burocráticos complejos, falta de información y exclusión de nuevos perfiles vulnerables como jóvenes inquilinos, trabajadores pobres o familias monoparentales.

Además, la estrategia 2019–2024 no contempló un consumo mínimo vital garantizado ni adaptó las ayudas a diferencias geográficas o estacionales, ni a las necesidades de personas electrodependientes. Esta omisión generó una injusticia energética territorial, donde hogares en climas extremos, con infraestructuras deficientes o en zonas rurales quedaban más expuestos a riesgos sanitarios y climáticos.

El resultado fue que la pobreza energética no disminuyó: en 2024 seguía afectando estructuralmente a más del 20 % de la población, con mayor intensidad en mujeres solas, hogares con menores, personas mayores y comunidades rurales. Paralelamente, la estrategia apenas abordó la dimensión sanitaria —determinantes de salud, olas de calor, pobreza energética infantil—, dejando sin respuesta integral fenómenos cada vez más graves. Se pasó por alto que la temperatura del hogar es un determinante social de la salud pública (OMS) y que su impacto se multiplica con el cambio climático.

El borrador de la ENPE 2026–2030 reconoce explícitamente estas limitaciones y plantea un cambio de escala. Entre sus principales innovaciones destacan:

  • Automatización de las ayudas y cruce de datos entre administraciones para que la protección sea un derecho automático, no un privilegio burocrático.
  • Incorporación de la dimensión estival y creación de refugios climáticos, reconociendo que el calor extremo es hoy tan letal como el frío.
  • Rehabilitación energética con criterios de equidad y priorización territorial, alineada con la Directiva (UE) 2024/1275 sobre eficiencia energética de edificios.
  • Mayor papel del tercer sector y de la atención primaria de salud para detección temprana, acompañamiento y mediación, integrando energía y salud en un mismo circuito preventivo.

Así, el aprendizaje institucional del ciclo 2019–2024 se traduce en una estrategia más preventiva, estructural y coordinada para el próximo período, que articula energía, vivienda, salud y clima como un mismo campo de intervención. Este nuevo enfoque alinea a España con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS7, ODS10 y ODS13), el Pacto Verde Europeo y la Directiva de Eficiencia Energética revisada, consolidando un giro hacia la justicia energética como pilar de la transición ecológica.

5.4. Consecuencias en España

La pobreza energética en España ya no puede interpretarse como un problema técnico o un fallo coyuntural del mercado. Es un síntoma de desigualdad estructural con repercusiones en cascada sobre la salud, la cohesión social, la productividad económica y la legitimidad institucional. Como señala el borrador de la ENPE 2026–2030, estamos ante un fenómeno que actúa como determinante social de la salud pública, vinculado al cambio climático y a las brechas territoriales y de género. Sus consecuencias proyectan una sombra de vulnerabilidad sistémica que atraviesa generaciones y territorios.

5.4.1. Salud, confort y aislamiento

Vivir en un hogar frío en invierno, caluroso en verano o con humedad crónica no es una incomodidad doméstica: es un factor de riesgo reconocido para la salud pública, equiparable a la contaminación del aire o al consumo de agua insalubre. La pobreza energética actúa como determinante social de la salud —concepto recogido por la OMS y asumido por el borrador ENPE 2026–2030— porque condiciona desde la morbilidad respiratoria y cardiovascular hasta el bienestar psicológico y la esperanza de vida. En España, esta vulnerabilidad se acentúa en personas mayores y niños: el frío agrava patologías crónicas y el calor extremo —cada vez más frecuente por el cambio climático— multiplica episodios de mortalidad y urgencias hospitalarias, en especial durante olas de calor prolongadas en ciudades con “islas de calor” urbanas.

El borrador ENPE 2026–2030 introduce por primera vez la categoría de pobreza energética estival y la creación de refugios climáticos como medida para mitigar estos riesgos. Con ello reconoce que la pobreza energética no es solo cuestión de calefacción en invierno, sino también de refrigeración en verano, ventilación adecuada y calidad del aire interior. Esta innovación marca un giro hacia una política energética entendida como política de salud pública y de adaptación climática.

Más allá del impacto clínico, las condiciones térmicas inadecuadas deterioran la calidad del sueño, reducen la concentración y alimentan la ansiedad. Este malestar constante, descrito por diversos autores como malestar térmico emocional, transforma el hogar —espacio de cuidado y refugio— en un lugar hostil. Las consecuencias no son solo físicas, sino también relacionales: muchas personas evitan recibir visitas o invitar a familiares por vergüenza, lo que erosiona redes de apoyo y profundiza el retraimiento afectivo. El aislamiento térmico se convierte así en aislamiento social, debilitando la cohesión comunitaria y aumentando la vulnerabilidad psicológica.

Este doble efecto —sanitario y social— tiene además una dimensión interseccional. Hogares monomarentales, personas mayores que viven solas, personas con discapacidad o electrodependientes y familias migrantes en viviendas precarias sufren con mayor intensidad la combinación de frío, calor y humedad. El borrador ENPE 2026–2030 recoge estas realidades y propone que la atención primaria de salud y los servicios sociales incorporen protocolos de detección temprana de vulnerabilidad energética, para intervenir antes de que la precariedad térmica se convierta en una crisis sanitaria.

En síntesis, la pobreza energética no es un problema accesorio de confort doméstico: es un determinante estructural de salud y bienestar que obliga a repensar la energía como derecho universal y a articular políticas de vivienda, clima y salud en un mismo campo de actuación. El reconocimiento de esta interdependencia es uno de los avances más significativos del borrador ENPE 2026–2030 y abre un horizonte de justicia energética preventiva, donde refugios climáticos, rehabilitación y automatización de ayudas funcionen como parte de una misma infraestructura de cuidado colectivo.

5.4.2. Brechas de género y edad

Las consecuencias de la pobreza energética son profundamente desiguales y reflejan, como en un espejo, las estructuras de desigualdad de género y edad de la sociedad española. Las mujeres —en particular quienes encabezan hogares monomarentales— concentran un porcentaje desproporcionado de la carga. Según Cruz Roja y EAPN (2024), el 68 % de las personas afectadas son mujeres, muchas con empleos precarios, ingresos intermitentes o sin recursos propios. Esta feminización de la pobreza energética no es anecdótica: expresa cómo la división sexual del trabajo y la desigualdad salarial colocan a las mujeres en primera línea de la precariedad térmica.

El borrador ENPE 2026–2030 recoge por primera vez esta realidad de forma transversal, incorporando la perspectiva de género en todos sus ejes: desde la automatización del bono social hasta la rehabilitación energética y la creación de refugios climáticos. Esto supone reconocer que no hay transición energética justa sin transición feminista, y que las políticas deben diseñarse con indicadores desagregados y objetivos específicos para hogares monomarentales, cuidadoras y mujeres mayores.

La infancia constituye otro colectivo en el centro de la vulnerabilidad. Los hogares con menores representan casi la mitad de los hogares en pobreza energética (48,9 %), lo que compromete su salud, descanso, rendimiento escolar y desarrollo emocional. La pobreza energética infantil actúa como un factor de riesgo intergeneracional, perpetuando ciclos de desigualdad. El borrador ENPE introduce explícitamente esta categoría y plantea mecanismos de detección temprana desde atención primaria y servicios sociales, así como subvenciones directas para climatización segura y refugios climáticos adaptados a menores en episodios de calor extremo.

Las personas mayores —especialmente quienes viven solas y con pensiones mínimas— afrontan barreras adicionales para solicitar ayudas, rehabilitar viviendas o adaptar hábitos energéticos. Al mismo tiempo, son las más afectadas por el frío en invierno y el calor en verano, dado su mayor riesgo fisiológico y sus limitaciones de movilidad. La estrategia 2026–2030 propone priorizar este grupo mediante programas específicos de rehabilitación, suministro garantizado y coordinación con servicios sanitarios y de proximidad. En este sentido, la atención primaria y los servicios comunitarios adquieren un papel central en la detección, acompañamiento y mediación, transformando las políticas energéticas en infraestructuras de cuidado intergeneracional.

Estas brechas de género y edad no son, pues, daños colaterales de un problema técnico, sino expresiones estructurales de desigualdad. Su reconocimiento en el borrador ENPE 2026–2030 permite imaginar políticas proactivas e interseccionales que no solo mitiguen la pobreza energética, sino que también contribuyan a cerrar las brechas históricas de cuidado, renta y acceso a derechos. De este modo, la energía se convierte en herramienta de equidad social y la transición energética en motor de justicia distributiva.

5.4.3. Impacto económico e institucional

La persistencia de la pobreza energética en España no es solo un drama doméstico: tiene efectos macroeconómicos y sistémicos que repercuten en la salud pública, en la estructura productiva y en la legitimidad democrática. En el plano sanitario, genera un sobrecoste evitable: hospitalizaciones por enfermedades agravadas por frío, humedad o calor extremo, aumento del consumo farmacológico y pérdida de productividad asociada al absentismo. Diversos informes internacionales —incluidos los del Observatorio Europeo de Pobreza Energética— muestran que cada euro invertido en rehabilitación energética ahorra varios euros en gasto sanitario y reduce emisiones, convirtiendo la eficiencia energética en una de las inversiones públicas más rentables desde la perspectiva fiscal y social.

Desde el lado del consumo, la pobreza energética está generando una fractura creciente entre clientes protegidos y excluidos. Las familias vulnerables suelen estar suscritas a tarifas más caras por falta de información, dificultades administrativas o porque sus viviendas no permiten beneficiarse de modalidades eficientes (autoconsumo, discriminación horaria, calefacción renovable). Esta inequidad produce un círculo vicioso: a menor capacidad económica, mayor coste relativo de la energía. El borrador ENPE 2026–2030 aborda esta brecha proponiendo la automatización del bono social, la simplificación de trámites y campañas de información y mediación comunitaria a través del programa Red-Actúa, que articula agentes locales y entidades sociales para acompañar a los hogares en sus gestiones energéticas.

En el ámbito institucional, la limitada cobertura de las medidas de apoyo y la lentitud burocrática han erosionado la confianza ciudadana en el Estado como garante de derechos básicos. Aunque el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) ha aumentado significativamente en los últimos años, no siempre cubre el coste combinado de vivienda, energía y alimentación en contextos de inflación elevada, lo que genera la figura de los trabajadores energéticamente pobres: personas asalariadas que, pese a tener empleo, no logran mantener un hogar en condiciones térmicas dignas.

A ello se suma la falta de coordinación interadministrativa y la fragmentación competencial, que debilitan la legitimidad de las políticas públicas y ralentizan la ejecución de programas. El borrador ENPE 2026–2030 introduce mecanismos de gobernanza participativa —consulta pública, talleres técnicos, coordinación multinivel con comunidades autónomas, entidades locales y tercer sector— para revertir esta tendencia. Reconoce explícitamente el papel del tercer sector y de la atención primaria de salud en la detección temprana, el acompañamiento y la mediación, transformando el enfoque de arriba abajo en una red colaborativa de protección energética.

Las consecuencias de la pobreza energética en España trascienden la factura de la luz: comprometen la salud pública, alimentan desigualdades interseccionales, afectan a la infancia y a las personas mayores, generan sobrecostes económicos y erosionan la legitimidad democrática. La estrategia 2026–2030 asume esta realidad y propone un cambio de paradigma que vincula energía, vivienda, salud y clima en una política pública integrada y preventiva, alineada con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS7, ODS10 y ODS13), el Pacto Verde Europeo y la Directiva de Eficiencia Energética revisada. En este giro, la energía deja de ser tratada como mercancía para convertirse en infraestructura de cuidado colectivo, condición indispensable para una transición ecológica justa y democrática.

5.5. Propuestas de la Estrategia 2025–2030

La Estrategia Nacional contra la Pobreza Energética 2026–2030, actualmente en fase avanzada de diseño, constituye la primera oportunidad real de corregir las deficiencias estructurales del ciclo anterior y avanzar hacia un modelo energético que combine derechos, sostenibilidad y justicia social. El contexto climático, económico y social exige políticas transformadoras que garanticen no solo el acceso físico a la energía, sino también la asequibilidad, la equidad territorial, la protección de los colectivos vulnerables y la adaptación a un clima cada vez más extremo.

El borrador ENPE 2026–2030 sintetiza esta ambición en tres grandes objetivos estratégicos:

  1. Mejorar el conocimiento mediante datos e indicadores armonizados y un Observatorio Nacional de Pobreza Energética que integre salud, clima y desigualdad territorial.
  2. Garantizar la protección efectiva de consumidores vulnerables y electrodependientes, automatizando el bono social y asegurando un suministro mínimo vital.
  3. Impulsar medidas estructurales para reducir la pobreza energética y aumentar la eficiencia mediante rehabilitación masiva, comunidades energéticas inclusivas y abordaje específico de la pobreza energética estival.

A partir de estos objetivos, la estrategia se despliega en cuatro ejes de actuación: Observatorio y datos; protección de consumidores; medidas estructurales; y comunicación y sensibilización.

Reconocer la energía como derecho universal

El borrador 2026–2030 plantea, por primera vez de forma explícita, que el acceso a servicios energéticos esenciales —calefacción, refrigeración, iluminación, conectividad básica— es un derecho humano equiparable al agua, la alimentación o la salud. Reconocer la energía como derecho implica:

  • Establecer un marco jurídico sólido a nivel estatal y autonómico que garantice un mínimo vital energético y proteja frente a cortes de suministro por razones económicas.
  • Definir mecanismos de exigibilidad y supervisión pública, con participación de agentes sociales y territoriales.
  • Impulsar un cambio cultural: pasar de la lógica asistencial a la lógica redistributiva, donde el Estado actúe como garante y no como dispensador condicionado de ayudas.

Este reconocimiento, alineado con el Pilar Europeo de Derechos Sociales y con la Directiva (UE) 2023/1791, marca la base ética y política de toda la estrategia.

Bono social progresivo, mínimo vital y automático

El borrador propone una reforma integral del bono social eléctrico y térmico para dejar atrás el modelo residual y fragmentado:

  • Progresividad real, con descuentos escalonados según renta, tamaño del hogar y necesidades especiales.
  • Mínimo vital garantizado, es decir, kilovatios/hora gratuitos o a coste cero para cubrir necesidades básicas.
  • Automatización mediante cruce de datos, evitando exclusión por burocracia y garantizando que nuevos perfiles vulnerables (jóvenes inquilinos, autónomos precarios, hogares sobreocupados) accedan sin barreras.

Esta transformación exige interoperabilidad de sistemas, simplificación administrativa y colaboración interministerial, en línea con el eje “Protección de consumidores” del borrador ENPE, y responde al aprendizaje institucional del ciclo anterior.

Rehabilitación energética con equidad territorial

La rehabilitación energética masiva es el eje estructural de la nueva estrategia:

  • 100 % de financiación pública para hogares vulnerables, articulando fondos europeos, autonómicos y municipales.
  • Actuaciones térmicas (aislamiento, ventanas, calefacción y refrigeración eficiente) y de accesibilidad.
  • Medidas para prevenir expulsión o gentrificación verde tras las mejoras.
  • Prioridad a zonas rurales, barrios con indicadores altos de vulnerabilidad y hogares con menores o personas mayores.

El borrador introduce además la noción de pobreza energética estival y la creación de refugios climáticos para proteger a la población frente a olas de calor, integrando energía y salud pública. Esta orientación se alinea con la Directiva (UE) 2024/1275 sobre eficiencia energética de edificios y con el PNIEC 2023–2030.

Tarifas reguladas y fiscalidad justa

La asequibilidad energética exige un rediseño de tarifas y fiscalidad:

  • Tarifas reguladas progresivas que penalicen consumos excesivos pero protejan el consumo básico.
  • IVA reducido o exento para consumo esencial de electricidad, gas o biomasa en hogares vulnerables.
  • Impuestos correctivos para usos especulativos o contaminantes, para equilibrar el sistema y financiar el fondo estatal de lucha contra la pobreza energética.

Así se corrige la actual inequidad redistributiva inversa que penaliza más a quien menos tiene.

Gobernanza multinivel y fondos finalistas

Una de las debilidades del ciclo anterior fue la ausencia de una gobernanza eficaz. El borrador corrige esta carencia mediante:

  • Comisión Interministerial contra la Pobreza Energética, con participación de Transición Ecológica, Vivienda, Sanidad, Derechos Sociales, Igualdad y Economía.
  • Participación efectiva de CCAA, entidades locales, organizaciones sociales y plataformas ciudadanas.
  • Fondo estatal estable y finalista destinado a bonos, rehabilitaciones, apoyo comunitario y gestión pública de programas.
  • Evaluación participativa y rendición de cuentas como norma, no como excepción, incorporando al Observatorio Nacional como órgano de seguimiento y transparencia.

Apoyo comunitario, autoconsumo y agentes locales

El borrador ENPE 2026–2030 refuerza el enfoque territorial y comunitario:

  • Fomento de comunidades energéticas inclusivas, cooperativas de autoconsumo y redes vecinales, con regulación simplificada y asistencia técnica.
  • Creación de la figura del agente comunitario de energía, personas del propio entorno que acompañen a los hogares en trámites, lectura de facturas, rehabilitaciones y ejercicio de derechos.
  • Programa Red-Actúa como dispositivo de mediación y sensibilización, conectando administraciones, profesionales de la salud y servicios sociales para detectar y atender casos de vulnerabilidad energética.

Este enfoque convierte la política energética en una infraestructura de cuidado local, capaz de generar empleo, confianza y resiliencia comunitaria.

Perspectiva de género, salud y transición justa

Por último, la estrategia incorpora la perspectiva de género e interseccionalidad como principio transversal:

  • Datos desagregados por sexo, edad y territorio para diseñar políticas más precisas.
  • Prioridad a hogares monomarentales, mujeres cuidadoras y personas mayores.
  • Programas específicos para pobreza energética infantil, con detección desde atención primaria y pediatría.
  • Integración de políticas de salud, vivienda y clima para reducir riesgos sanitarios y desigualdades energéticas.
  • Garantía de una transición energética justa, que no expulse a los pobres del acceso a la eficiencia ni concentre beneficios en los mismos sectores privilegiados.

En conjunto, estas siete líneas de acción no se limitan a aliviar la pobreza energética: buscan transformar el sistema energético en clave de derechos y justicia, convertir la energía en infraestructura de cuidado colectivo y alinear España con las políticas europeas de transición ecológica justa. La estrategia 2026–2030 no puede ser un documento de mínimos: debe ser el compromiso político y ético con las vidas que hoy se apagan entre facturas impagadas, calor extremo, viviendas ineficientes y redes de apoyo debilitadas.

5.6. Hacia una estrategia integral y transformadora

La Estrategia Nacional contra la Pobreza Energética 2026–2030 no es simplemente la continuación de un ciclo anterior: representa la oportunidad histórica de pasar de un mosaico de programas dispersos a una política pública sistémica, capaz de articular energía, vivienda, salud y clima como un mismo campo de intervención. Por primera vez, el diseño estratégico reconoce explícitamente que la pobreza energética es un determinante social de la salud, un indicador de desigualdad estructural y un factor de resiliencia climática, situándola en el corazón de la transición ecológica justa.

Tres grandes transformaciones

  1. Del dato a la acción. El Observatorio Nacional de Pobreza Energética, con indicadores armonizados y en tiempo real, permitirá políticas basadas en evidencia y con capacidad predictiva para anticipar vulnerabilidades. Esta innovación acerca a España a los estándares europeos de datos abiertos, evaluación continua y planificación preventiva.
  2. De la protección fragmentaria a la garantía de derechos. La automatización del bono social, el mínimo vital energético y la protección de consumidores vulnerables y electrodependientes sitúan al Estado como garante y no solo como dispensador condicionado. Este giro refleja la asunción del marco europeo de servicios esenciales, alineado con la Directiva (UE) 2023/1791.
  3. De las medidas paliativas a las soluciones estructurales. La rehabilitación energética masiva, los refugios climáticos, las comunidades energéticas inclusivas y los agentes comunitarios de energía reconfiguran el paisaje urbano y rural y crean nuevas formas de participación ciudadana, integrando salud, vivienda y clima.

Un enfoque interseccional y territorial

El borrador 2026–2030 incorpora de manera transversal las dimensiones de género, infancia, vejez y desigualdad territorial. Esto significa diseñar ayudas diferenciadas, detectar pobreza energética infantil desde atención primaria y priorizar barrios, pueblos y colectivos que históricamente han quedado fuera de las políticas energéticas. Supone reconocer que no hay transición justa sin transición feminista e inclusiva, y que la energía no es neutra: reproduce o corrige desigualdades según cómo se gestione.

Gobernanza democrática y participación real

La estrategia propone por primera vez una Comisión Interministerial y procesos participativos sistemáticos: consultas públicas, talleres técnicos, coordinación con comunidades autónomas, entidades locales y tercer sector. Esto rompe con el modelo verticalista anterior y abre la política energética a la co-creación con la sociedad civil, reconociendo al tercer sector como actor clave en detección, acompañamiento y mediación. El Observatorio Nacional funcionará también como espacio de evaluación participativa y rendición de cuentas, consolidando la transparencia como norma.

Salud y clima como vectores de justicia

La pobreza energética deja de ser un asunto limitado a la factura de luz para integrarse en la agenda de salud pública y adaptación climática. Con la incorporación de refugios climáticos, monitorización de olas de calor e integración de protocolos sanitarios, España se acerca a modelos europeos en los que energía y salud se tratan de forma conjunta, reconociendo que la temperatura del hogar determina calidad y esperanza de vida y es un indicador de equidad. Esta perspectiva se refuerza con el Plan Nacional de Adaptación al Cambio Climático y el PNIEC 2023–2030, estableciendo un puente entre transición energética y resiliencia climática.

Una transición que crea valor colectivo

La rehabilitación energética y la expansión de comunidades energéticas inclusivas generan empleo local, reducen emisiones y fortalecen redes vecinales. Los agentes comunitarios de energía acercan la transición a la vida cotidiana, traduciendo las políticas macro en cambios tangibles para cada hogar. Esta infraestructura de proximidad es también una infraestructura democrática, porque amplía la capacidad de decisión de las personas sobre su entorno y potencia la innovación local.

De la estrategia al compromiso político

La Estrategia 2026–2030 no puede ser un catálogo de buenas intenciones ni una política de mínimos. Debe ser un contrato social renovado que reconozca la energía como derecho y coloque la justicia energética en el centro de la transición ecológica. Esta perspectiva conecta directamente con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS7, ODS10 y ODS13), el Pacto Verde Europeo, el Pilar Europeo de Derechos Sociales y el PNIEC 2023–2030, alineando a España con la Directiva de Eficiencia Energética revisada y con los fondos europeos para rehabilitación y transición justa.

En síntesis, la visión integral y transformadora de la ENPE 2026–2030 implica:

  • Basar la política en datos sólidos y observación permanente.
  • Garantizar derechos mediante protección automática y mínima vital energética.
  • Implementar medidas estructurales con equidad territorial y perspectiva de salud y clima.
  • Construir gobernanza democrática y participación real.
  • Reconocer la energía como un bien común y no como un privilegio.

Si este enfoque se implementa con recursos suficientes y voluntad política, España puede pasar de gestionar la pobreza energética como problema técnico a superarla como hito democrático, situando la energía en el corazón del pacto social del siglo XXI.

5.7. Propuestas para la Estrategia Nacional contra la Pobreza Energética 2025–2030

El borrador de la ENPE 2026–2030 supone un avance decisivo, pero su potencial transformador solo se materializará si se amplían y concretan las herramientas de intervención. Las siguientes propuestas se inspiran en las lecciones aprendidas del ciclo 2019–2024 y en las mejores prácticas europeas, y buscan reforzar el enfoque preventivo y estructural, alineando la estrategia española con los Objetivos de Desarrollo Sostenible, el Pacto Verde Europeo y la Directiva de Eficiencia Energética revisada.

  1. Fondo estatal de emergencia climática y energética: de la reacción a la prevención

El cambio climático multiplica episodios de calor extremo, frío intenso y crisis energéticas. Las familias vulnerables son las primeras en sufrir cortes de suministro, deshidratación o empeoramiento de enfermedades crónicas. Crear un Fondo Estatal de Emergencia Climática y Energética permitiría activar recursos extraordinarios de forma rápida y descentralizada, garantizando:

  • Transporte a refugios climáticos para personas con movilidad reducida.
  • Reparto de equipos de climatización portátil o kits de emergencia para hogares vulnerables.
  • Subsidios temporales para cubrir sobrecostes energéticos en situaciones extremas.

Este fondo convertiría la improvisación en respuesta planificada, integrando protección civil, servicios sociales y sanidad y dotando de coherencia al enfoque preventivo de la ENPE.

  1. Etiqueta “hogar vulnerable” y protocolos sanitarios: visibilidad administrativa y respuesta integrada

Uno de los problemas detectados en la ENPE 2019–2024 fue la invisibilidad administrativa de muchos hogares vulnerables. Una certificación sencilla —“hogar vulnerable energético”—, inspirada en modelos de salud pública, permitiría que centros de salud, servicios sociales, ayuntamientos y compañías energéticas identifiquen rápidamente a las familias con mayor riesgo y las prioricen en:

  • Bonos y ayudas automáticas.
  • Atención domiciliaria en periodos críticos.
  • Programas de rehabilitación y asistencia técnica.

Integrada en la historia clínica electrónica o en registros municipales, esta etiqueta facilitaría una respuesta intersectorial y proactiva, reforzando la cooperación entre energía, sanidad y servicios sociales.

  1. Plan nacional de pobreza energética infantil: proteger hoy para no perpetuar desigualdades mañana

La pobreza energética infantil tiene consecuencias de por vida: menor rendimiento escolar, problemas respiratorios, estrés tóxico familiar. Un Plan Nacional específico debería incluir:

  • Subvenciones directas para climatización segura en hogares con menores.
  • Protocolos de detección desde pediatría, enfermería escolar y trabajo social.
  • Coordinación con servicios de protección a la infancia y programas de alimentación saludable.

Así se cumpliría el mandato del borrador ENPE de visibilizar y priorizar a la infancia como grupo de especial protección, transformando las políticas energéticas en políticas de cuidado intergeneracional.

  1. Incentivos a municipios climáticamente responsables: innovación local y equidad territorial

Los ayuntamientos son la primera línea de respuesta ante la pobreza energética. Se propone crear un sistema de incentivos financieros y técnicos para premiar a los municipios que:

  • Instalen y mantengan refugios climáticos en verano.
  • Desarrollen programas de rehabilitación inclusiva y accesible.
  • Promuevan comunidades energéticas con criterios de equidad.

Este modelo de “municipio climáticamente responsable” fomentaría la innovación local y la competencia positiva entre territorios, integrando transición energética con desarrollo territorial y empleo verde.

  1. Alianzas con universidades y centros de investigación: conocimiento como infraestructura pública

La pobreza energética es también un problema de conocimiento. Integrar a universidades y centros de investigación en el Observatorio Nacional permitiría:

  • Producir conocimiento aplicado y evaluaciones de impacto con rigor científico.
  • Desarrollar modelos predictivos de vulnerabilidad energética y riesgos sanitarios.
  • Formar a una nueva generación de profesionales especializados en justicia energética.

Así se crearía un ecosistema público-académico de innovación que mejore la calidad, la rapidez y la eficacia de las políticas públicas.

  1. Cláusulas sociales en la contratación pública energética: orientar el mercado con el poder del Estado

El Estado, como gran consumidor de energía, puede orientar el mercado mediante cláusulas sociales. Condicionar la compra pública de energía y servicios energéticos a proveedores que cumplan estándares de inclusión, sostenibilidad y atención a la vulnerabilidad tendría tres efectos:

  • Incentivar prácticas empresariales responsables.
  • Garantizar que las inversiones públicas no reproduzcan desigualdades.
  • Fortalecer la coherencia entre política energética y políticas sociales.

Se trata de utilizar el poder de compra pública como palanca de cambio sistémico, impulsando un sector energético más justo y transparente.

  1. Medición de co-beneficios y bienestar: demostrar con datos la justicia energética

La ENPE debe ir más allá de medir kilovatios ahorrados o emisiones reducidas. Proponemos incluir indicadores de salud pública, bienestar psicológico, equidad de género y participación comunitaria para evaluar el éxito de la estrategia. Estos indicadores de co-beneficios permitirán demostrar, con datos, que invertir en justicia energética no solo mejora el confort térmico, sino que reduce hospitalizaciones, mejora la calidad de vida y fortalece la cohesión social.

Una estrategia preventiva, participativa y transformadora
En suma, estas propuestas adicionales refuerzan el cambio de paradigma iniciado en el borrador ENPE 2026–2030: pasar de políticas reactivas a políticas transformadoras, preventivas y participativas, donde la energía se conciba no como mercancía, sino como infraestructura de cuidado colectivo. Si se acompañan de estos instrumentos, España podría situarse a la vanguardia europea en justicia energética, integrando la transición ecológica con la protección social y la salud pública y cumpliendo con los compromisos internacionales en materia de clima, derechos humanos y cohesión territorial.

ENPE 2019–2024 y ENPE 2026–2030

Dimensión ENPE 2019–2024 (ciclo anterior) ENPE 2026–2030 (borrador)
Marco conceptual Primera estrategia nacional; cuatro indicadores oficiales (gasto desproporcionado, renta residual, incapacidad para mantener temperatura adecuada, retrasos en pago); definición inicial de consumidor vulnerable. Amplía definiciones (hogar vulnerable, pobreza energética estival); incorpora determinantes sociales de la salud y perspectiva climática; Observatorio Nacional con datos armonizados y predicción de vulnerabilidades.
Foco principal Medidas paliativas (bono social eléctrico y térmico); primeras menciones a rehabilitación energética y gobernanza compartida. De paliativo a estructural: mínimo vital energético, automatización de ayudas, rehabilitación masiva con equidad territorial, comunidades energéticas inclusivas y refugios climáticos.
Protección de consumidores Bono social limitado, tramitación compleja, sin automatización ni consumo mínimo vital garantizado. Bono social progresivo y automático, mínimo vital energético garantizado, incorporación de perfiles invisibilizados (jóvenes inquilinos, autónomos precarios, electrodependientes).
Dimensión sanitaria y climática Enfoque casi ausente; pobreza energética vista sobre todo como cuestión económica. Reconocimiento explícito como determinante social de la salud; creación de refugios climáticos, protocolos desde atención primaria, integración con políticas de adaptación al cambio climático.
Rehabilitación energética Previsión inicial sin recursos suficientes ni criterios de equidad; baja ejecución. Programa de rehabilitación 100% financiado para hogares vulnerables, priorización territorial y medidas anti-gentrificación verde; alineación con Directiva (UE) 2024/1275 y PNIEC.
Gobernanza Comité interinstitucional previsto pero irregular; escasa coordinación interministerial; ausencia de fondos finalistas. Comisión Interministerial, participación sistemática de CCAA, entidades locales y tercer sector; fondo estatal estable y finalista; evaluación participativa y rendición de cuentas como norma.
Perspectiva de género e interseccionalidad Reconocimiento parcial de colectivos prioritarios, sin políticas diferenciadas. Perspectiva de género transversal, pobreza energética infantil, programas específicos para hogares monomarentales y personas mayores; datos desagregados y medidas diferenciadas.
Territorio y comunidades Medidas homogéneas, sin apenas adaptación territorial ni apoyo comunitario. Incentivos a municipios climáticamente responsables, agentes comunitarios de energía, comunidades energéticas inclusivas y mediación vecinal (programa Red-Actúa).
Indicadores y evaluación Sin Observatorio Nacional ni sistema de indicadores en tiempo real; evaluación limitada. Observatorio Nacional con datos abiertos, indicadores armonizados y capacidad predictiva; medición de co-beneficios en salud, equidad y cohesión social.
Visión política Estrategia pionera pero fragmentaria, con ejecución parcial (21 % medidas activadas). Estrategia integral y transformadora: energía como derecho humano, infraestructura de cuidado colectivo y pilar del pacto social del siglo XXI.

6. Análisis comparado internacional

Frente al carácter estructural y persistente de la pobreza energética, diferentes países han implementado políticas específicas que, con distintos niveles de ambición y éxito, buscan garantizar el acceso justo, asequible y seguro a la energía. Este capítulo presenta un análisis comparado de algunos de los modelos más relevantes a escala internacional, que pueden ofrecer aprendizajes útiles para España.

6.1. Francia: bono energético y regulación de ‘passoires thermiques’

Francia ha desplegado en los últimos años un enfoque dual frente a la pobreza energética, combinando medidas de apoyo directo a los hogares con una fuerte regulación del parque inmobiliario ineficiente. En 2018 creó el chèque énergie: un bono energético anual que se concede de forma automática a los hogares más vulnerables, sin necesidad de solicitud. En 2023, el cheque alcanzó a más de 5,8 millones de hogares, con una cuantía media de entre 100 y 277 euros, aplicable al pago de facturas o a la compra de electrodomésticos eficientes.

En paralelo, la legislación francesa ha sido pionera en la lucha contra las passoires thermiques (viviendas térmicamente ineficientes), imponiendo desde 2023 restricciones progresivas al alquiler de inmuebles que no alcancen determinadas calificaciones energéticas. La Ley Clima y Resiliencia prohíbe el alquiler de viviendas con etiqueta energética F o G, salvo que se realicen obras de mejora. Esto convierte al derecho a la eficiencia energética en una obligación legal y social, trasladando parte de la responsabilidad al propietario.

Este modelo francés es relevante para España por su automatismo en las ayudas, su fuerte regulación del parque de alquiler y su visión articulada entre pobreza energética y derechos habitacionales.

6.2. Escocia: Warm Homes Act y objetivos vinculantes

Escocia ha desarrollado una de las legislaciones más ambiciosas en materia de pobreza energética dentro de Europa. En 2019, el Parlamento escocés aprobó la Warm Homes and Energy Efficiency Act, que establece objetivos legalmente vinculantes para erradicar la pobreza energética antes de 2040.

El plan escocés combina:

  • Diagnóstico territorial detallado, con mapas de vulnerabilidad energética a escala local.
  • Rehabilitación gratuita de viviendas vulnerables, financiada con fondos públicos y ejecutada por administraciones locales.
  • Ayudas automáticas para facturas energéticas a través del Winter Fuel Payment y el Cold Weather Payment, focalizadas en personas mayores y en situación de dependencia.

Además, Escocia ha establecido un sistema de reporting parlamentario obligatorio, por el cual el Gobierno debe presentar anualmente los avances en la lucha contra la pobreza energética. Esta estrategia no solo es técnica, sino también jurídicamente exigible y socialmente transparente.

6.3. Estados Unidos: LIHEAP y Weatherization Assistance

En Estados Unidos, el combate contra la pobreza energética se estructura principalmente en torno a dos programas federales complementarios:

  • El LIHEAP (Low Income Home Energy Assistance Program), que proporciona transferencias monetarias a hogares con bajos ingresos para pagar facturas de calefacción o refrigeración. En 2023, el programa benefició a más de 5,5 millones de hogares, con un presupuesto de 4.000 millones de dólares.
  • El Weatherization Assistance Program (WAP), centrado en la rehabilitación energética gratuita de viviendas vulnerables. Desde su creación en 1976, ha mejorado más de 7 millones de viviendas, con impactos medibles en ahorro energético, salud y confort.

Ambos programas son gestionados por los estados y organizaciones sin ánimo de lucro, lo que ha permitido una cierta adaptación local. Aunque presentan limitaciones en cobertura y financiación, destacan por su consolidación institucional, longevidad y articulación de ayudas estructurales y de emergencia.

6.4. Modelos emergentes en América Latina, África y Asia

En el Sur Global, donde la pobreza energética adopta formas más extremas —desde la falta de acceso hasta el uso de combustibles contaminantes—, han surgido iniciativas innovadoras que combinan energías renovables, tecnologías descentralizadas y enfoque comunitario.

  • En América Latina, proyectos como Litro de luz” (Colombia) o las cooperativas solares rurales en Argentina y Brasil han demostrado que es posible crear soluciones de bajo coste, autogestionadas y resilientes. En México, el programa Sembrando Vida incorpora eficiencia energética y acceso renovable como parte de un modelo agroecológico integral.
  • En África oriental (Ruanda, Uganda, Kenia), las empresas sociales de pago por uso (pay-as-you-go) han expandido el acceso a kits solares domésticos, permitiendo a millones de hogares disponer de iluminación, carga de móviles y radios sin necesidad de conexión a red.
  • En Asia, India ha liderado la electrificación rural con el programa Saubhagya, que electrificó más de 26 millones de hogares. Bangladesh y Nepal han impulsado microredes y minihidroeléctricas gestionadas por comunidades.

Estos modelos, aunque en contextos diferentes, comparten una lógica: tecnologías apropiadas, participación local, equidad territorial y alianzas público-comunitarias. Ponen sobre la mesa que la erradicación de la pobreza energética no requiere necesariamente grandes infraestructuras, sino visión política, compromiso social y voluntad redistributiva.

7. Recomendaciones transversales

Superar la pobreza energética en España —y en el mundo— no depende exclusivamente de ampliar ayudas o reducir facturas: requiere un cambio de enfoque estructural, sostenido y transformador. Las medidas paliativas, aunque necesarias, no bastan si no se abordan las causas profundas del problema: la precariedad habitacional, las desigualdades de renta, la desregulación del mercado energético, la brecha territorial y la falta de una visión ecosocial de conjunto. Este capítulo propone cinco recomendaciones transversales que deberían guiar la Estrategia Nacional contra la Pobreza Energética 2025–2030 y las políticas públicas asociadas.

7.1. Enfoque estructural vs paliativo

El primer paso imprescindible es abandonar la lógica exclusivamente asistencialista. Las ayudas económicas puntuales —bonos, transferencias, moratorias— pueden aliviar temporalmente el sufrimiento, pero no modifican las condiciones estructurales que reproducen la pobreza energética. Por eso, es esencial construir un enfoque que combine medidas de urgencia con transformaciones de fondo: rehabilitación masiva de viviendas, regulación del mercado de alquiler, tarificación progresiva de la energía, electrificación distribuida, y protección de las personas vulnerables como sujetos de derecho, no como beneficiarios pasivos.

7.2. Automatización y eficiencia en ayudas

Muchas de las ayudas existentes en España —como el bono social— presentan barreras administrativas que impiden que lleguen a quienes más las necesitan. El sistema actual es ineficiente, lento y excluyente, basado en solicitudes complejas, pruebas de renta y escasa interoperabilidad entre organismos.

La solución pasa por automatizar los mecanismos de protección energética, utilizando bases de datos existentes (renta, vivienda, dependencia, familia, prestaciones sociales) para conceder de oficio las ayudas a quienes cumplan los criterios, sin necesidad de solicitarlo. Además, debe garantizarse la continuidad de las ayudas mientras persista la situación de vulnerabilidad, evitando renovaciones periódicas absurdas que penalizan la pobreza persistente.

7.3. Convergencia con políticas de vivienda, salud y clima

La pobreza energética no es un problema sectorial: está en la intersección de la política energética, la vivienda, la salud pública, la igualdad de género y la justicia climática. Por ello, cualquier estrategia eficaz debe integrar de forma coordinada estos ámbitos.

La rehabilitación energética debe ir de la mano con el derecho a la vivienda; las ayudas térmicas deben vincularse a la salud preventiva; la electrificación del transporte y la digitalización deben tener en cuenta el acceso equitativo a la energía. Solo una visión ecosocial e intersectorial puede responder con eficacia a los retos múltiples de la pobreza energética.

7.4. Participación comunitaria e innovación social

Los hogares no son solo consumidores: son sujetos políticos, sociales y culturales. Por eso, es imprescindible fortalecer la participación ciudadana en el diseño, seguimiento y evaluación de las políticas públicas energéticas. Esto implica incluir a asociaciones vecinales, entidades sociales, cooperativas energéticas, plataformas feministas y movimientos por el derecho a la vivienda en los espacios de gobernanza.

También debe fomentarse la innovación social y territorial: comunidades energéticas, redes de apoyo vecinal, agentes energéticos locales, cooperativas de autoconsumo, bancos de tecnología, mediadores interculturales. Estas iniciativas no solo empoderan a las personas, sino que democratizan la energía y generan confianza en la transición ecológica.

7.5. Marco de financiación y legislación sólido

Finalmente, ninguna estrategia será viable si no cuenta con recursos económicos suficientes y sostenibles. Se requiere un fondo estatal específico y estable, con aportaciones anuales vinculadas a los Presupuestos Generales del Estado, reforzado por fondos europeos y autonómicos, y protegido de recortes políticos coyunturales. Este fondo debe estar destinado exclusivamente a combatir la pobreza energética mediante ayudas, rehabilitación, apoyo técnico, formación y gestión pública transparente.

Asimismo, debe consolidarse un marco legal de protección energética, que incluya el reconocimiento del derecho a la energía, la prohibición de cortes de suministro sin alternativa, la obligación de rehabilitación en el alquiler privado, y la supervisión democrática del sector energético. Solo con leyes claras, recursos estables y voluntad política podrá construirse una estrategia que no se quede en el papel.

7.6. Hoja de ruta estratégica en cinco etapas (2025–2030)

Para garantizar la erradicación progresiva de la pobreza energética en España, la Estrategia 2025–2030 debería articularse en torno a una hoja de ruta de cinco fases complementarias y escalonadas, con metas claras, cronograma definido y recursos garantizados:

Etapa Eje estratégico Objetivo central Medidas clave
1. Legal (2025) Marco jurídico Reconocer el acceso a la energía como derecho fundamental Reformar la legislación estatal; incorporar la energía en la Ley de Servicios Sociales; blindaje legal contra cortes
2. Protección efectiva (2025–2026) Automatización y garantías mínimas Garantizar el mínimo vital energético y automatizar ayudas Reformar el bono social; sistemas automáticos de adjudicación; interoperabilidad entre administraciones
3. Rehabilitación prioritaria (2025–2028) Vivienda y eficiencia Mejorar el parque residencial de los hogares más vulnerables Financiación del 100 % en rehabilitación térmica; coordinación con políticas de vivienda y salud; evitar gentrificación
4. Democratización energética (2026–2029) Participación comunitaria y autoconsumo Descentralizar el acceso y empoderar a los territorios Apoyar comunidades energéticas, cooperativas locales, agentes de barrio y mediadores energéticos
5. Evaluación e institucionalización (2027–2030) Monitoreo y gobernanza Consolidar un sistema estable, transparente y equitativo Crear una comisión interministerial permanente; rendición de cuentas anual; revisión normativa y ajustes adaptativos

En suma, combatir la pobreza energética no es solo una cuestión de políticas públicas eficaces: es una decisión de país, una apuesta ética y política por una sociedad donde nadie tenga que elegir entre calentar su casa o comer, donde la energía esté al servicio de la vida y no del mercado, y donde el confort térmico y la seguridad energética dejen de ser un privilegio para convertirse en un derecho.

8. El papel del tercer sector y la sociedad civil en la lucha contra la pobreza energética

8.1. Introducción: un actor clave y aún subestimado

El tercer sector —formado por organizaciones no gubernamentales, entidades sociales, fundaciones, cooperativas, plataformas vecinales y redes comunitarias— ha desempeñado un papel fundamental, aunque a menudo subestimado, en la respuesta a la pobreza energética tanto en España como a escala internacional. Allí donde las políticas públicas han llegado tarde, de forma parcial o excesivamente burocratizada, estas organizaciones han actuado como interfaz esencial entre los derechos formales y la vida cotidiana de los hogares vulnerables.

Lejos de limitarse a una lógica asistencial, su labor ha evolucionado hacia funciones complejas y estructurales: innovación social, mediación territorial, denuncia de vulneraciones de derechos, educación energética, construcción de comunidades energéticas y generación de conocimiento contextualizado. En muchos casos, han sido las primeras en detectar la pobreza energética como fenómeno sistémico, mucho antes de su reconocimiento institucional.

Además, el tercer sector aporta algo que el aparato público o el mercado no pueden ofrecer con la misma cercanía: confianza social, continuidad relacional, conocimiento situado y capacidad de adaptación flexible. Su actuación no solo responde a urgencias inmediatas, sino que contribuye a crear tejido social, conciencia ciudadana y capacidades colectivas para una transición energética más justa.

Este capítulo reivindica, por tanto, la contribución indispensable del tercer sector en la lucha contra la pobreza energética, sistematiza sus formas de intervención y propone medidas para consolidar su papel estratégico en la Estrategia Nacional contra la Pobreza Energética 2025–2030. Reforzar su participación no es solo una cuestión de reconocimiento: es una condición necesaria para que ninguna persona quede fuera de la transición energética.

8.2. Tipologías de intervención del tercer sector

La contribución del tercer sector frente a la pobreza energética es heterogénea, diversa en escalas, metodologías y objetivos. Sin embargo, puede sistematizarse en cinco grandes funciones complementarias, que abarcan desde la atención directa hasta la transformación estructural del sistema energético y social. Estas funciones no operan de forma aislada: se solapan, se refuerzan y forman parte de un ecosistema de acción colectiva con alto potencial transformador.

  1. Atención directa a personas vulnerables

Muchas organizaciones actúan como puerta de entrada y apoyo inmediato para personas que enfrentan dificultades energéticas. Realizan tareas esenciales como la lectura y comprensión de facturas, el acompañamiento en cambios de tarifa, la tramitación del bono social, la entrega de kits de eficiencia (bombillas, estores, mantas térmicas) y la intermediación con compañías eléctricas para evitar cortes o gestionar deudas.

Estas acciones no solo resuelven problemas puntuales, sino que reducen barreras de acceso, generan confianza y dignifican la relación con el sistema energético. Ejemplos destacados: Cruz Roja Española, Cáritas, Fundación La Caixa.

  1. Educación y alfabetización energética

Otra línea clave de acción consiste en promover la formación ciudadana sobre derechos, consumo responsable y eficiencia energética, con especial atención a colectivos vulnerables. Esta tarea va más allá de la simple información: implica generar capacidades, empoderar a los usuarios y transformar prácticas cotidianas.

Se desarrollan talleres en barrios, materiales en varios idiomas, infografías sencillas, sesiones en escuelas, centros de mayores o espacios comunitarios. En muchas ocasiones, esta formación está vinculada a itinerarios de inserción sociolaboral o mejora de la habitabilidad. Ejemplos: ECODES, Fundación Naturgy, Ecoserveis.

  1. Innovación social y comunitaria

Varias organizaciones apuestan por crear modelos alternativos al sistema energético dominante, basados en el autoconsumo, la cooperación vecinal y la gobernanza democrática. Estas iniciativas incluyen la creación de comunidades energéticas inclusivas, bancos de equipamiento eficiente reacondicionado, cooperativas de energía renovable o microredes urbanas y rurales.

Más allá del impacto técnico, estas experiencias son laboratorios de ciudadanía energética, donde se ensaya una transición justa desde abajo. Ejemplos: Som Energia, Comunidad Ceres, Fundación Renovables.

  1. Incidencia política y jurídica

El tercer sector también cumple un rol crucial como vigilante crítico y generador de propuestas. Muchas organizaciones elaboran informes independientes, denuncian prácticas abusivas, participan en observatorios públicos, formulan propuestas legislativas o impulsan campañas para visibilizar la pobreza energética como una violación de derechos humanos.

En algunos casos, también acompañan jurídicamente a personas frente a cortes ilegales o situaciones de desprotección administrativa. Ejemplos: Alianza contra la Pobreza Energética (APE), EAPN España, Plataformas ciudadanas por el derecho a la energía.

  1. Construcción de redes territoriales

Finalmente, el tercer sector destaca por su capacidad para articular actores diversos en el territorio, generando ecosistemas de colaboración entre ayuntamientos, universidades, servicios sociales, colegios profesionales y ciudadanía organizada. A través de mesas de trabajo, convenios, grupos motores o espacios comunitarios, estas redes facilitan soluciones integrales, sostenibles y adaptadas al contexto local.

La lógica es clara: nadie resuelve solo la pobreza energética, pero con alianzas inteligentes se multiplica la eficacia. Ejemplos: Oficinas de la Energía municipales, plataformas de barrio, proyectos de transición ecosocial local.

8.3. Contribuciones diferenciadas frente al enfoque público

A diferencia del enfoque predominantemente normativo, estandarizado y jerárquico que caracteriza muchas de las respuestas institucionales, el tercer sector aporta elementos cualitativos y relacionales que resultan esenciales para abordar la pobreza energética desde una perspectiva transformadora. Su capacidad de actuar desde la cercanía, la flexibilidad y el conocimiento situado no sustituye al Estado, pero sí lo complementa, lo tensiona y lo enriquece.

Entre sus principales aportaciones diferenciadas destacan:

  • Proximidad y confianza. Muchas personas en situación de pobreza energética no acceden a los recursos públicos por miedo, vergüenza, desinformación o experiencias previas de trato discriminatorio. Las entidades del tercer sector actúan como espacios de escucha, cuidado y legitimación, convirtiéndose en el primer punto de contacto para quienes han sido expulsados simbólicamente del sistema.
  • Flexibilidad y creatividad. Las organizaciones sociales tienen mayor capacidad para adaptar sus respuestas a contextos cambiantes, a realidades complejas o a vacíos administrativos. Allí donde la norma no llega o tarda, el tercer sector encuentra soluciones: desde acompañamientos personalizados hasta microproyectos comunitarios que luego pueden escalarse.
  • Diagnóstico territorial fino. Su inserción en el territorio y el contacto directo con colectivos diversos les permite construir un mapa vivo y actualizado de necesidades, obstáculos, barreras y oportunidades que difícilmente puede captarse desde una oficina central o un formulario estandarizado. Esta inteligencia social es clave para una planificación energética equitativa.
  • Empoderamiento y ciudadanía energética. A diferencia de los enfoques asistencialistas, muchas de estas organizaciones trabajan desde una lógica de derechos y emancipación, promoviendo que las personas vulnerables no sean solo receptoras de ayudas, sino sujetos activos de cambio: usuarios informados, vecinos organizados, participantes en comunidades energéticas o interlocutores legítimos ante las instituciones.

Estas contribuciones no son accesorios. Son ingredientes indispensables de una estrategia nacional eficaz, justa y sostenible. Lejos de competir con el Estado, el tercer sector ensancha su alcance, refuerza su legitimidad y aumenta su capacidad de impacto. No aprovecharlo plenamente sería —además de ineficiente— un error político y ético.

8.4. Obstáculos y demandas del sector

A pesar de su impacto positivo, el tercer sector sigue operando en condiciones de alta precariedad y escaso reconocimiento institucional, lo que limita su capacidad de actuación y sostenibilidad a medio plazo. Muchas de las organizaciones sociales que luchan contra la pobreza energética enfrentan barreras estructurales persistentes que dificultan su consolidación como actor estratégico dentro de las políticas públicas energéticas.

Entre los principales obstáculos destacan:

  • Falta de financiación estable y plurianual. Buena parte de las entidades dependen de convocatorias anuales, competitivas y condicionadas, lo que impide planificar con horizonte temporal, consolidar equipos técnicos o escalar buenas prácticas.
  • Sobrecarga burocrática en la gestión de ayudas. La tramitación de subvenciones públicas exige procedimientos administrativos complejos y poco adaptados a la realidad operativa del sector, lo que genera ineficiencia y desgaste organizativo, especialmente en entidades pequeñas o locales.
  • Escasa participación real en espacios de gobernanza energética. Aunque en muchos casos son invitadas a foros o mesas técnicas, su rol es consultivo, decorativo o poco incidente en la toma de decisiones estratégicas. Falta una participación vinculante, continua y reconocida.
  • Invisibilidad en los marcos normativos y presupuestarios. Las leyes, reglamentos y estrategias nacionales rara vez incluyen al tercer sector como actor necesario o receptor directo de fondos, lo que refuerza su marginalidad institucional y lo sitúa en una posición subalterna dentro del ecosistema energético.

Frente a estos déficits, desde el tercer sector se plantean demandas claras y viables, que deben incorporarse a la Estrategia Nacional contra la Pobreza Energética 2025–2030 como compromisos explícitos:

  • Reconocimiento legal explícito de su papel en la estrategia nacional, incluyendo su mención en los marcos normativos y presupuestarios como agente clave.
  • Acceso prioritario y simplificado a fondos públicos, especialmente para proyectos de innovación social, autoconsumo colectivo, formación energética y atención a colectivos en situación de exclusión.
  • Participación vinculante en los espacios de diseño, implementación y evaluación de políticas públicas energéticas, asegurando su voz en las comisiones interministeriales, observatorios o planes territoriales.
  • Refuerzo de la cooperación multinivel, mediante convenios estables entre organizaciones sociales, servicios sociales municipales, comunidades autónomas y el Estado, para compartir información, construir indicadores y co-diseñar soluciones contextualizadas.

Atender estas demandas no implica delegar la responsabilidad pública, sino reconocer que la garantía del derecho a la energía es una tarea compartida, donde el Estado lidera, pero la sociedad civil contribuye con inteligencia, legitimidad y capacidad transformadora.

8.5. Propuestas para fortalecer su papel en la Estrategia 2025–2030

Reconocer el papel del tercer sector en la lucha contra la pobreza energética no puede limitarse a gestos simbólicos o menciones retóricas. Requiere mecanismos institucionales, financieros y operativos concretos que garanticen su participación efectiva, su sostenibilidad organizativa y su capacidad de innovación transformadora.

A continuación, se plantean cinco propuestas clave, alineadas con los principios de la Estrategia 2025–2030 y con las demandas históricas de las entidades sociales:

  1. Crear un fondo estatal para innovación social energética. Diseñar un fondo público específico, dotado con recursos estables, destinado a financiar proyectos de entidades del tercer sector centrados en:
  • comunidades energéticas inclusivas,
  • autoconsumo compartido en vivienda social,
  • rehabilitación con enfoque social,
  • educación energética,
  • acompañamiento vecinal,
  • tecnologías apropiadas para colectivos vulnerables.
    El fondo debe gestionarse con criterios de impacto social y participación comunitaria, y permitir modalidades de cofinanciación con ayuntamientos y gobiernos autonómicos.
  1. Establecer convenios marco con redes de ONG y plataformas ciudadanas. Superar el modelo de subvención puntual mediante convenios plurianuales de colaboración estratégica, que reconozcan a las entidades como aliadas institucionales y garanticen su estabilidad económica. Estos convenios pueden incluir indicadores compartidos, formación conjunta y co-creación de materiales divulgativos.
  2. Formar y contratar agentes energéticos de proximidad. Impulsar programas de empleo social que permitan formar y contratar a personas del entorno local, a través de entidades sociales, como agentes energéticos de barrio, con funciones de:
  • acompañamiento a hogares,
  • mediación con empresas,
  • divulgación,
  • identificación de casos ocultos de pobreza energética.
    Estos perfiles deben estar integrados en los ecosistemas comunitarios y reconocidos como recurso estratégico.
  1. Reservar cuotas de proyectos piloto a organizaciones sin ánimo de lucro. Incluir cláusulas específicas en convocatorias públicas de proyectos piloto (comunidades energéticas, rehabilitación, digitalización justa…) que reserven un porcentaje para entidades del tercer sector, priorizando aquellas con trayectoria acreditada, arraigo territorial y enfoque de justicia social.
  2. Integrar formalmente al tercer sector en los órganos de gobernanza estatal. Garantizar su participación estable, deliberativa y vinculante en la Comisión Interministerial contra la Pobreza Energética, los futuros observatorios y los comités de evaluación de la Estrategia. Esta integración debe garantizar pluralidad, transparencia, rotación representativa y capacidad real de influencia.

Estas medidas permitirían pasar de un modelo de colaboración informal y fragmentario a una alianza estructurada entre Estado y sociedad civil, capaz de responder a los desafíos energéticos desde la cercanía, la equidad y la justicia. El tercer sector no pide protagonismo: exige reconocimiento, recursos y espacio para seguir cuidando donde el sistema a veces no llega.

8.6. Hacia una alianza Estado–sociedad civil por la justicia energética

Erradicar la pobreza energética en España no será posible únicamente desde los despachos ni desde el despliegue tecnológico. El acceso justo, seguro y digno a la energía requiere de una alianza estratégica entre lo público, lo comunitario y lo ciudadano, donde cada actor asuma su papel sin solapamientos ni exclusiones, pero con corresponsabilidad y confianza mutua.

El tercer sector debe ser reconocido como actor puente entre las instituciones y los hogares vulnerables, como vigía ético frente a las derivas burocráticas o mercantilistas, y como constructor activo de soluciones que emergen del territorio, la experiencia y el cuidado cotidiano. No como suplente de lo público, sino como parte estructural de un ecosistema de justicia energética que se sostiene en la pluralidad de saberes, formas de hacer y escalas de acción.

No se trata de delegar responsabilidades estatales en manos de la filantropía ni de externalizar políticas sociales bajo la retórica de la colaboración. Se trata, más bien, de reconocer que la transición energética solo será justa si incorpora la dimensión relacional y comunitaria del derecho a la energía. Cuidar la energía es también cuidar a quienes acompañan, orientan, median, traducen y sostienen ese derecho en los márgenes donde el Estado a veces no llega.

Por ello, la Estrategia Nacional contra la Pobreza Energética 2025–2030 no debe limitarse a incluir al tercer sector: debe contar con él como aliado estructural, dotarlo de recursos, integrarlo en la gobernanza, y aprender de su trayectoria. No hay justicia energética sin justicia organizativa. Y no hay transición justa si se deja fuera a quienes llevan años haciendo posible, en silencio, que muchas vidas puedan seguir encendidas.

9. Conclusión

9.1. Resumen de hallazgos globales y posición de España

La pobreza energética es una de las expresiones más persistentes, dolorosas y silenciadas de la desigualdad global. Afecta a más de mil millones de personas en el mundo, ya sea por falta de acceso a electricidad, por la dependencia de combustibles contaminantes, o por la imposibilidad de mantener condiciones térmicas adecuadas sin sacrificar otros derechos básicos. Aunque el discurso internacional ha avanzado en su conceptualización y visibilidad, las respuestas estructurales siguen siendo insuficientes, fragmentadas y desiguales.

En este panorama, España ocupa una posición ambivalente. Cuenta con recursos, infraestructura y capacidad técnica suficientes para erradicar la pobreza energética, pero no ha logrado transformar esa potencialidad en una política eficaz, justa y sostenida. La Estrategia 2019–2024 representó un paso necesario, pero su implementación parcial y su escasa orientación estructural han impedido avances reales. La situación sigue siendo alarmante: más del 20 % de la población vive en pobreza energética estructural, con especial impacto en mujeres, infancia, personas mayores y entornos rurales.

9.2. Llamado a estrategia integral para 2025–2030

De cara a la nueva Estrategia Nacional contra la Pobreza Energética 2025–2030, se impone un cambio de rumbo. No se trata de ampliar ayudas fragmentarias, sino de diseñar una política integral, transformadora y coherente que aborde la pobreza energética como lo que es: una injusticia social y ambiental de primera magnitud.

Esta nueva estrategia debe:

  • Reconocer la energía como un derecho, no como una mercancía.
  • Garantizar un mínimo vital universal y automatizar las ayudas.
  • Rehabilitar masivamente viviendas con financiación pública prioritaria para los más vulnerables.
  • Establecer tarifas progresivas y fiscalidad justa.
  • Fortalecer la gobernanza pública e interministerial con participación comunitaria.
  • Apostar por el autoconsumo compartido y los agentes energéticos de proximidad.
  • Incorporar de forma transversal la perspectiva de género, infancia y territorio.
  • Vincular la pobreza energética con la justicia climática y la transición ecológica justa.

La pobreza energética no es un fallo técnico. Es el síntoma de una estructura económica y política que permite que millones vivan en la penumbra térmica mientras otros acumulan beneficios energéticos. Superarla exige visión, valentía y voluntad redistributiva.

9.3. Proyección futura y agenda de investigación/política

De cara al futuro, la erradicación de la pobreza energética debe convertirse en una prioridad estratégica de país y en una referencia para el conjunto de la Unión Europea. Es necesario articular una agenda de investigación y acción que incorpore:

  • Indicadores más finos y desagregados (género, edad, ruralidad, vivienda).
  • Estudios longitudinales sobre salud, educación y bienestar ligados al confort térmico.
  • Evaluaciones independientes del impacto de las políticas públicas energéticas.
  • Análisis interseccionales sobre pobreza energética y discriminaciones múltiples.
  • Diálogos globales Sur–Norte que permitan intercambiar experiencias y soluciones contextualizadas.

En un siglo atravesado por crisis ecológicas, tensiones geopolíticas e incertidumbres tecnológicas, la garantía del acceso justo, universal y sostenible a la energía será uno de los principales ejes de equidad, dignidad y democracia. España tiene la oportunidad de ser parte activa de esa transición, no como un espectador, sino como un país que pone en el centro la vida, los cuidados y la justicia energética.

10. Bibliografía y fuentes

10.1. Agencias internacionales

  • IEA – International Energy Agency. Publicaciones anuales como World Energy Outlook o SDG7: Data and Projections aportan los datos más actualizados sobre acceso a energía, inversión en renovables y transición energética mundial. https://www.iea.org
  • UNDP – United Nations Development Programme. Desarrolla indicadores de pobreza energética y marcos de justicia energética desde una perspectiva de desarrollo humano. Destaca el informe Energy for Development (2022). https://www.undp.org
  • WHO – World Health Organization. Ha documentado ampliamente los impactos sanitarios de la pobreza energética, especialmente en el uso de combustibles nocivos para cocinar. https://www.who.int
  • NDMC – National Disaster Management Centre (Sudáfrica). Integra la pobreza energética como variable de riesgo climático y vulnerabilidad sistémica en planes de resiliencia. https://www.ndmc.gov.za

10.2. Entidades españolas y ONG

  • EAPN España (Red Europea de Lucha contra la Pobreza). Publica el Informe Anual sobre el Estado de la Pobreza, con datos desagregados sobre pobreza energética y su evolución en distintos colectivos.  https://www.eapn.es
  • Cruz Roja Española. Realiza diagnósticos propios de pobreza energética y desarrolla programas de atención directa, con enfoque de género y proximidad territorial. https://www2.cruzroja.es
  • INE – Instituto Nacional de Estadística. Fuente oficial de microdatos y encuestas como la ECV (Encuesta de Condiciones de Vida), esenciales para análisis cuantitativos. https://www.ine.es
  • Ecodes. Impulsa investigaciones y proyectos sobre eficiencia, comunidades energéticas y pobreza energética desde una visión ambiental y social. https://ecodes.org
  • Fundación FOESSA. Aborda el vínculo entre exclusión social y energía en sus informes sobre la realidad social en España. https://www.foessa.es

10.3. Academia y literatura especializada

  • Bouzarovski, S. (2014–2022). Autor clave en el estudio de la pobreza energética en Europa. Destacan sus conceptos de “geografías de exclusión energética” y “justicia energética”. Energy Poverty: (Dis)Assembling Europe’s Infrastructural Divide, Palgrave Macmillan.
  • Thomson, H. y Snell, C. (2013–2019). Investigaciones sobre impactos en salud, infancia y políticas públicas. Muy influyentes en el diseño de indicadores europeos.
  • Boardman, B. (1991). Pionera en la conceptualización de la pobreza energética en Reino Unido con su obra Fuel Poverty: From Cold Homes to Affordable Warmth.
  • Energy Policy Journal. Revista académica de referencia en análisis técnico y político de pobreza energética, eficiencia y transición justa.
    https://www.sciencedirect.com/journal/energy-policy
  • EsadeEcPol (2021–2024). Informes breves y rigurosos sobre pobreza energética en España, automatización de ayudas y efectos sobre la salud y la desigualdad. https://www.esade.edu/ecpol
  • Arxiv.org y ResearchGate. Repositorios abiertos de estudios actualizados sobre pobreza energética global, cocina limpia, desigualdad energética y enfoques sistémicos. https://arxiv.org, https://www.researchgate.net

10.4. Webgrafía

  1. Agencias internacionales y datos globales
  • International Energy Agency (IEA) https://www.iea.org Sitio central para el seguimiento de indicadores energéticos globales. Ofrece informes como World Energy Outlook y estadísticas sobre acceso, inversión y emisiones. Útil para dimensionar la pobreza energética a escala mundial.
  • United Nations Development Programme (UNDP) https://www.undp.org Promueve un enfoque de justicia energética en el marco de los ODS. Contiene estudios sobre pobreza energética en el Sur Global y acceso equitativo a servicios básicos.
  • World Health Organization (WHO) https://www.who.int Proporciona datos sobre los impactos de la pobreza energética en la salud, especialmente por el uso de combustibles contaminantes para cocinar. Esencial para vincular energía con salud pública.
  • World Bank Energy Data  https://data.worldbank.org/indicator/EG.ELC.ACCS.ZS Ofrece datos comparables sobre acceso a electricidad, energía limpia y consumo per cápita. Útil para análisis cuantitativo y comparado.
  1. España: datos y políticas públicas
  • EAPN España – Estado de la Pobreza https://www.eapn.es/estadodepobreza Publicaciones anuales con cifras actualizadas sobre pobreza energética en España, desglosadas por edad, género, tipología de hogar y territorio.
  • MITECO – Estrategia Nacional contra la Pobreza Energética https://www.miteco.gob.es/es/ministerio/planes-estrategias/estrategia-pobreza-energetica Página oficial de la Estrategia 2019–2024. Incluye definiciones, objetivos e indicadores. Referencia clave para el análisis institucional.
  • INE – Encuesta de Condiciones de Vida https://www.ine.es Base de datos oficial sobre pobreza, ingresos y condiciones del hogar. Fuente primaria para evaluar pobreza energética mediante renta residual, retrasos en facturas, etc.
  • Cruz Roja Española – Pobreza energética https://www2.cruzroja.es/web/ahora/-/pobreza-energetica Programas específicos de intervención, con informes sobre impacto en mujeres y mayores, mapas territoriales y buenas prácticas.
  • Esade EcPol – Informes sobre energía y desigualdad https://www.esade.edu/ecpol Think tank académico con análisis claros y accesibles sobre bonos sociales, automatización de ayudas y costes sociales de la pobreza energética.
  1. Sociedad civil, innovación y transición justa
  • Ecodes – Fundación Ecología y Desarrollo https://www.ecodes.org Trabaja en eficiencia, comunidades energéticas y rehabilitación desde una visión ecosocial. Referencia clave para propuestas transformadoras en España.
  • Comunidad Ceres – Justicia energética local https://comunidadceres.es Iniciativa ciudadana que promueve la transición energética justa, el autoconsumo, y la protección frente a la pobreza energética desde lo local.
  • Fundación Renovables https://fundacionrenovables.org Propuestas legislativas y diagnósticos sobre política energética con enfoque en derechos, participación ciudadana y descentralización.
  • ODILO – Observatorio de Derecho a la Energía (UNED) https://www.uned.es/universidad/institutos-iudeco/observatorios/derecho-a-la-energia.html Proyectos académicos y jurídicos sobre derecho a la energía en el contexto europeo, útil para análisis normativo y estratégico.
  1. Comparación internacional
  • EU Energy Poverty Observatory (EPOV) https://www.energypoverty.eu Plataforma europea para compartir datos, indicadores y buenas prácticas. Aunque cerrado en 2023, su repositorio sigue siendo clave.
  • Energy Transition – Alemania / UE https://energytransition.org Blog y análisis sobre políticas de transición energética justa en Europa. Útil para comparar marcos regulatorios y soluciones estructurales.
  • LIHEAP Clearinghouse (EE. UU.) https://liheapch.acf.hhs.gov Sitio oficial del programa de asistencia energética en Estados Unidos. Incluye datos, evaluaciones e historia normativa.
  • IRENA – International Renewable Energy Agency https://www.irena.org Portal global sobre energías limpias y empleo verde. Aporta enfoque de oportunidades para el Sur Global desde la descentralización.

11. Glosario

A

Acceso universal a la energía: Derecho de toda persona a disponer de electricidad y fuentes de energía limpias, seguras y asequibles, como condición básica para una vida digna.

Autoconsumo energético: Producción de energía por parte de un hogar o comunidad para su propio consumo, generalmente a través de sistemas solares fotovoltaicos.

B

Bono social eléctrico/térmico: Descuento aplicado a las facturas de electricidad y calefacción para hogares considerados vulnerables según criterios legales.

Biomasa contaminante: Materia orgánica (leña, estiércol, carbón vegetal) usada como combustible, especialmente en zonas rurales del Sur Global, que genera emisiones nocivas.

C

Carga energética (energy burden): Porcentaje de los ingresos del hogar dedicado al gasto energético. Umbrales altos indican mayor vulnerabilidad.

Cocinas limpias: Equipos que permiten cocinar sin emitir contaminantes peligrosos dentro del hogar, clave para la salud en contextos rurales.

Comunidad energética: Entidad legal formada por ciudadanos, empresas u organizaciones que producen, consumen y gestionan energía localmente con fines sociales o ambientales.

D

Desigualdad energética: Diferencias injustas en el acceso, calidad y coste de la energía entre personas, regiones o países, ligadas a factores socioeconómicos o territoriales.

Digitalización energética: Uso de tecnologías digitales (apps, sensores, contadores inteligentes) para gestionar el consumo, la generación o el acceso a energía.

E

Eficiencia energética: Capacidad de usar menos energía para realizar la misma función. Mejora la sostenibilidad y reduce costes.

Electrodependencia: Situación de personas que necesitan energía eléctrica continua por razones médicas (respiradores, bombas de oxígeno, etc.).

Exclusión energética: Incapacidad de un hogar o persona para acceder, pagar o utilizar adecuadamente los servicios energéticos esenciales.

G

Gentrificación verde: Fenómeno por el cual la mejora ecológica de barrios (por ejemplo, con rehabilitación energética) genera aumento de precios y desplazamiento de residentes vulnerables.

Gobernanza energética: Conjunto de actores, normas e instituciones que definen cómo se gestiona, distribuye y accede a la energía.

I

Indicador LIHC (Low Income High Costs): Métrica que identifica pobreza energética combinando ingresos bajos y altos costes relativos de energía.

Inseguridad energética: Estado de inestabilidad o vulnerabilidad en el acceso a energía, que puede implicar cortes, sobrecostes o consumo insuficiente.

M

Mínimo vital energético: Cantidad mínima de energía que debe garantizarse por persona y mes, como parte del derecho a una vida digna.

Microredes: Sistemas eléctricos locales y descentralizados, conectados o no a la red principal, que permiten el acceso energético en zonas remotas.

P

Pobreza energética estructural: Situación persistente y multidimensional en la que un hogar no puede cubrir sus necesidades energéticas por causas no coyunturales (bajos ingresos, mala vivienda, tarifas injustas…).

Privación energética oculta: Situación en la que un hogar reduce voluntariamente su consumo por miedo al coste, aunque no figure como vulnerable en estadísticas.

R

Rehabilitación energética: Mejora estructural de edificios o viviendas para reducir el consumo de energía, aumentar el confort térmico y mejorar la eficiencia.

Renovables descentralizadas: Energías limpias generadas cerca del punto de consumo (solar, minihidráulica, eólica local), sin grandes infraestructuras.

T

Tarifa progresiva: Sistema de facturación energética donde quienes consumen menos o tienen menos ingresos pagan menos por unidad de energía.

Transición energética justa: Proceso de transformación del sistema energético hacia modelos sostenibles, democráticos y equitativos, que no deje a nadie atrás.

 

 

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