En las últimas semanas hemos vuelto a ser testigos de un nuevo caso de corrupción en la contratación pública, que salpica a altos cargos y exresponsables ministeriales. No es una excepción ni una rareza. Casos como este —con nombres que cambian, pero una lógica que se repite— se han convertido en una lamentable constante: adjudicaciones opacas, redes de intermediación, comisiones ilegales y un uso patrimonialista del dinero público. El último escándalo, protagonizado por Koldo, Cerdán y Ábalos, con su sistema para amañar contratos de obra pública durante años, se suma a una larga lista en la que figuran siglas de todos los colores: PP, Convergencia y administraciones de diferentes tamaños.
Desde el ámbito del tercer sector, asistimos a estos episodios con una mezcla de incredulidad, frustración y resignación. ¿Cómo es posible que estructuras fraudulentas de semejante magnitud hayan operado con tanta impunidad? ¿Cómo se explica que nadie detectara durante tanto tiempo lo que ahora parece evidente? Una lectura posible es que sus promotores fueran criminales extraordinariamente sofisticados. Pero basta con leer el informe de la UCO para intuir que no estamos ante mentes brillantes del delito. La otra explicación, más verosímil, es que la normativa en materia de contratación pública no somete a estos actores al mismo nivel de exigencia que sufrimos quienes gestionamos subvenciones desde las ONG.
Como bien señala Isaac Rosa en su artículo Haciendo facturas, en España los autónomos viven sometidos a un sistema de justificación constante, casi paranoico. En el tercer sector lo sabemos aún mejor: no solo se nos exige acreditar el destino de cada euro público recibido, sino hacerlo bajo plazos rígidos, con formularios complejos y con un nivel de precisión documental que convierte la gestión en una auténtica carrera de obstáculos.
La Ley 38/2003, General de Subvenciones establece un marco legal minucioso que regula no solo la concesión de ayudas, sino también su ejecución, justificación, control financiero y posible reintegro. Es una ley necesaria, que tiene como fin garantizar el uso correcto de los fondos públicos. Pero su aplicación práctica —especialmente en proyectos de pequeña escala o en territorios rurales— termina generando una burocracia desproporcionada, que compromete incluso la viabilidad de muchas entidades.
La realidad es que numerosas ONG se ven obligadas a dedicar más recursos a justificar los proyectos que a llevarlos a cabo. Elaboración de memorias técnicas, recopilación de facturas, desglose contable por partidas y elaboración de indicadores ocupan una parte sustancial del tiempo y del personal. No hablamos de fraude, ni siquiera de mala gestión: hablamos de errores técnicos, retrasos administrativos o malentendidos interpretativos que pueden derivar en la devolución íntegra de una subvención, incluso aunque el proyecto se haya ejecutado correctamente y con resultados sociales contrastados.
Este exceso de celo —que parte de una presunción de desconfianza estructural hacia las entidades sin ánimo de lucro— no solo obstaculiza el trabajo cotidiano, sino que deteriora el vínculo entre ONG y administraciones públicas. Las organizaciones sociales no deberían ser tratadas como simples ejecutoras subordinadas, sino como socias estratégicas en la construcción del Estado social, sobre todo en contextos de desigualdad, exclusión o crisis.
Es urgente repensar el modelo de relación entre administraciones y tercer sector. No se trata de renunciar a los principios de control y transparencia, sino de equilibrarlos con proporcionalidad, confianza, continuidad y corresponsabilidad. Las entidades sociales no pueden seguir funcionando con convocatorias anuales, presupuestos limitados, mecanismos de justificación inabarcables y un sistema que penaliza el error técnico, pero tolera la opacidad en otras esferas.
Quizás convendría observar un modelo que ya existe. Uno que no se somete a concurrencia competitiva, que no exige memorias ni declaraciones responsables, y cuya rendición de cuentas se canaliza de forma simplificada: el de la financiación de la Iglesia Católica a través del IRPF. Cada año, quienes marcan esa casilla destinan el 0,7% de sus impuestos a una transferencia directa a la Conferencia Episcopal Española, sin convocatorias ni evaluaciones de impacto. Nadie discute que parte de esos fondos se destinen también a fines sociales, pero sí llama la atención que el nivel de exigencia administrativa sea incomparable al que se aplica a una asociación vecinal, una entidad dedicada a la discapacidad o una ONG feminista.
¿Es ese el modelo ideal? No necesariamente. Pero es un espejo que refleja un trato diferencial basado en la confianza. Esa misma confianza es la que muchas entidades sociales llevan años reclamando: la de poder trabajar con independencia crítica, con continuidad, con vocación de colaboración, sin sentirse vigiladas como sospechosas de entrada. La confianza de saberse parte del sistema público de protección social, no un apéndice externo al que se mira con lupa.
Porque sí: la rendición de cuentas es innegociable. Pero también lo es la sostenibilidad de quienes están en primera línea del compromiso social. En un tiempo de crisis e incertidumbre, fortalecer la alianza público-social no es solo una cuestión técnica: es una exigencia democrática. Se viene manifestando y estableciendo por norma en diferentes sectores la colaboración público-privada y en este caso, esto pasa por cambiar el enfoque: no ver a las ONG como subordinadas, sino como aliadas. No como amenazas, sino como parte imprescindible del pacto democrático para defender a quienes más lo necesitan.