🔍 ¿Puede una sola persona dañar una organización entera?
Sí. Y no por lo que hace, sino por lo que el sistema le permite hacer.
Ese es el núcleo del Efecto Sutton: el impacto sistémico que tiene la presencia tolerada de personas tóxicas en entornos laborales, especialmente cuando ostentan poder.
💥 En este ensayo analizo cómo este fenómeno afecta no solo a empresas, sino también a ONGs, fundaciones, cooperativas y espacios de voluntariado. Lugares que nacen para cuidar, pero que a veces descuidan profundamente a quienes los sostienen.
🧩 A través de marcos teóricos (Gilligan, Arendt, Bauman, Mbembe, Honneth…), casos reales y propuestas concretas, el texto ofrece claves para comprender, prevenir y transformar estas dinámicas desde el cuidado, la responsabilidad colectiva y la ética institucional.
🛑 No basta con detectar el daño: hay que desmontar las estructuras que lo reproducen.
📘 Si trabajas en organizaciones del tercer sector, lideras equipos o te preocupa la salud relacional de tu entorno profesional, este texto puede ser una herramienta útil.
1.1. ¿Por qué importa hablar del Efecto Sutton hoy?
1.2. Objetivos del ensayo y enfoque analítico
1.3. Breve panorama sobre el coste humano y económico de la toxicidad laboral
2.1. Robert I. Sutton y The No Asshole Rule
2.2. Del comportamiento individual a la dimensión sistémica: una lectura estructural
2.3. Conexiones con el liderazgo destructivo y el mobbing organizacional
2.4. Enfoques complementarios y marcos teóricos afines
3.1. «Kiss up, kick down«: adular hacia arriba, maltratar hacia abajo
3.2. Tipos de comportamientos tóxicos: abusivos, pasivo-agresivos, narcisistas
3.3. El agresor premiado: por qué las organizaciones a veces lo refuerzan
4.1. Datos globales sobre acoso, mal liderazgo y sufrimiento
4.2. Microviolencias cotidianas y formas encubiertas de maltrato
4.3. Casos emblemáticos en empresas tecnológicas, universidades y sector público
4.4. Fuga de talento: cuando las mejores personas se van
4.5. Clima laboral tóxico y desaparición de la seguridad psicológica
4.6. Costes económicos reales: rotación, bajas, errores, litigios y reputación
4.7. Efectos acumulativos: estrés, burnout, ansiedad y trauma organizacional
5.1. Cuando la estructura tolera: políticas, jerarquías, silencios y complicidades
5.2. El rol ambivalente de RRHH: mediador, cómplice o neutralizador
5.3. Cultura del miedo y banalización del daño: cuando el maltrato se vuelve norma
6.1. De la excepción al hábito: señales de institucionalización
6.2. Ejemplos de reproducción sistémica
6.3. El modelo de reproducción del Efecto Sutton
6.4. La línea entre la omisión y la complicidad
7.1. Contratación ética y sistemas de alerta temprana
7.2. Seguridad psicológica: claves para construirla desde la dirección
7.3. Políticas de tolerancia cero con consecuencias visibles
7.4. Indicadores para detectar toxicidad y liderazgo destructivo
7.5. Formación interna y accountability: de la cultura al comportamiento
8.1. El daño en los espacios que cuidan
8.2. Factores de riesgo específicos en el tercer sector
8.3. Ejemplos emblemáticos: entre lo público y lo íntimo
8.4. Entre la militancia y el cuidado: tensiones sin resolver
8.5. Propuestas desde el cuidado radical
8.6. Cuidar el cuidado: una urgencia política
9.1. Más allá de los “imbéciles”: responsabilidad estructural y colectiva
9.2. Cómo evitar que la toxicidad se normalice bajo la máscara del “éxito”
8.3. Hacia culturas del cuidado, la escucha y el coraje institucional
10.1. Psicología organizacional
10.2. Estudios de gestión y liderazgo
10.3. Ensayos críticos y literatura aplicada
10.4. Informes internacionales y estudios de caso
10.5. Teorías y enfoques relacionados
- Anexos
- Cuadro comparativo de tipos de comportamientos tóxicos
- Lista de verificación de seguridad psicológica en equipos
- Ejercicios prácticos para identificar y desactivar dinámicas nocivas
- Guía para implementar una “Política Sutton” en tu organización
- Test de alerta rápida para equipos
- Glosario crítico de términos clave
1. Introducción
1.1. ¿Por qué importa hablar del Efecto Sutton hoy?
En un mundo obsesionado con el talento, la innovación y la eficiencia, resulta paradójico que una de las principales amenazas para el rendimiento organizacional no provenga de la escasez de recursos ni del bajo desempeño, sino del comportamiento destructivo de ciertas personas. No hablamos de ineptitud, sino de toxicidad relacional con poder: líderes que humillan, profesionales que sabotean a sus pares, directivos que gobiernan mediante el miedo y la desconfianza. El Efecto Sutton —denominado así por el profesor de Stanford Robert I. Sutton— sintetiza una de las dinámicas más insidiosas, frecuentes e infravaloradas del entorno laboral contemporáneo: el modo en que una sola persona tóxica, cuando es protegida o promovida, puede generar un impacto sistémico sobre la salud emocional, la productividad y la cultura de toda una organización.
Este fenómeno no es una anécdota ni un problema de carácter. Es un síntoma estructural. Estudios recientes en psicología organizacional, sociología del trabajo y economía conductual coinciden: el daño que causa un solo “imbécil con poder” no reside únicamente en lo que hace, sino en lo que autoriza, normaliza y silencia a su alrededor. Sus actos se vuelven contagiosos cuando la estructura no actúa, cuando la cultura lo justifica y cuando el miedo al conflicto pesa más que la responsabilidad institucional.
Hablar hoy del Efecto Sutton es hablar de una enfermedad crónica con síntomas visibles —desmotivación, rotación, absentismo, burnout— y causas invisibles: estructuras que premian la agresión, culturas que desincentivan la denuncia, marcos normativos sin aplicación real y liderazgos que aún confunden firmeza con crueldad. En un contexto de aceleración productiva, precariedad emocional y erosión de las fronteras entre lo profesional y lo personal, este fenómeno se vuelve cada vez más difícil de detectar y más urgente de transformar.
A ello se suma un contexto jurídico y ético cambiante. Normativas como la ISO 45003 sobre salud psicológica en el trabajo, el Convenio 190 de la OIT sobre violencia y acoso laboral o las nuevas leyes sobre canales internos de denuncia (como la Ley 2/2023) comienzan a reconocer que el cuidado emocional y relacional no es un extra, sino una obligación institucional. Las organizaciones que no asumen esta transformación están no solo quedando atrás, sino arriesgando su sostenibilidad, su reputación y su capacidad de atraer talento.
En este escenario, comprender y neutralizar el Efecto Sutton no es simplemente una opción ética o un acto de buena gestión: es una necesidad estratégica, normativa y cultural. Porque no se trata solo de identificar a las personas tóxicas, sino de preguntarnos qué tipo de sistemas permiten que prosperen. Porque en última instancia, el verdadero rendimiento no se mide por lo que una persona logra, sino por cómo lo logra y qué deja a su paso.
1.2. Objetivos del ensayo y enfoque analítico
Este post se propone analizar el Efecto Sutton como un fenómeno sistémico, no meramente individual. Lejos de reducirse a una “mala persona”, este efecto es el resultado de una ecuación tóxica entre poder, permisividad estructural y cultura organizacional.
Los objetivos centrales del ensayo son:
- Describir el origen y los fundamentos del concepto desarrollado por Robert I. Sutton.
- Analizar cómo la toxicidad individual se convierte en una lógica sistémica cuando no se neutraliza a tiempo.
- Explorar las manifestaciones concretas de este efecto en distintos contextos laborales.
- Cuantificar —en la medida de lo posible— sus consecuencias económicas, humanas y culturales.
- Proponer estrategias de prevención, detección y transformación desde una perspectiva organizacional comprometida con la salud psicológica colectiva.
El enfoque será transdisciplinar y crítico, combinando estudios de psicología organizacional, teoría del liderazgo, sociología del trabajo, ética empresarial y análisis de casos reales. A su vez, se integrará una perspectiva internacional y multilingüe para enriquecer la comprensión del fenómeno más allá de contextos anglosajones, y se mantendrá un tono accesible pero riguroso que permita su uso tanto en entornos académicos como profesionales.
1.3. Breve panorama sobre el coste humano y económico de la toxicidad laboral
El coste del Efecto Sutton no es abstracto ni simbólico: es medible, sostenido y devastador. Se manifiesta en la rotación acelerada de personal, en bajas médicas por ansiedad o agotamiento, en la fuga de talento crítico, en errores estratégicos, litigios laborales, absentismo, reducción del rendimiento y en un daño reputacional que las organizaciones tardan años en revertir —si es que lo consiguen.
Según estimaciones de Robert I. Sutton y estudios posteriores replicados por Harvard Business Review, el impacto económico medio que puede generar un solo empleado tóxico con poder supera los 160.000 dólares anuales, considerando costes directos como reemplazos, errores operativos, pérdida de productividad, quejas internas y horas de baja por enfermedad. Pero lo más preocupante es que esta cifra no incluye los daños intangibles pero esenciales: la confianza rota, la motivación paralizada, la creatividad silenciada, la cohesión desgastada.
Más allá de lo económico, el coste humano es profundo, cotidiano y acumulativo: ansiedad anticipatoria, desgaste emocional, retraimiento, pérdida de autoestima, dificultad para confiar, miedo a hablar, bloqueo creativo, pérdida del sentido del trabajo. La toxicidad organizacional no solo enferma a las personas: enferma a las estructuras que la toleran. Y lo hace de forma lenta pero irreversible, como una humedad que se filtra por las grietas de los silencios institucionales y las complicidades jerárquicas.
Los estudios de Amy Edmondson sobre seguridad psicológica, los análisis sobre liderazgo destructivo de Einarsen, y los informes globales sobre workplace bullying y estrés laboral (WBI, EU-OSHA, Gallup) confirman lo que muchas personas ya saben por experiencia: un mal liderazgo tolerado hace más daño que cualquier recorte presupuestario. Una cultura organizacional basada en el respeto, la equidad y la confianza no solo mejora el rendimiento: es un blindaje emocional colectivo que favorece la innovación, la permanencia y la calidad del trabajo. Por el contrario, un entorno que permite el abuso, lo minimiza o lo normaliza, acaba por desfondar incluso al proyecto empresarial más brillante.
Pero este post no pretende ser solo una denuncia. Su propósito es ser herramienta y guía: para comprender el fenómeno con profundidad, para visibilizar lo que muchas veces se calla, para diseñar estrategias de prevención que vayan más allá del parche, y para ofrecer horizontes de transformación real. Porque la pregunta no es solo quién hace daño, sino qué cultura organizacional permite que el daño sea rentable. Y la respuesta no puede ser señalar culpables individuales, sino construir sistemas donde el cuidado, la escucha y la justicia relacional sean norma, no excepción.
2. Origen del concepto y evolución teórica
2.1. Robert I. Sutton y The No Asshole Rule
El concepto de Efecto Sutton tiene su origen en la obra pionera del profesor Robert I. Sutton, de la Universidad de Stanford, quien publicó en 2007 el provocador y ya clásico The No Asshole Rule: Building a Civilized Workplace and Surviving One That Isn’t. A través de un enfoque directo, documentado y sin eufemismos, Sutton puso nombre a una realidad tan habitual como silenciada en el mundo del trabajo: la existencia de personas que, por su comportamiento hostil, humillante, arrogante o abusivo, degradan sistemáticamente la confianza, la motivación y la dignidad de sus compañeros y subordinados.
Lo original de la propuesta de Sutton no es solo el lenguaje desenfadado ni la anécdota —aunque ambas abundan en el texto—, sino su argumento estratégico: permitir que una persona tóxica con poder permanezca en la organización tiene consecuencias económicas, culturales y humanas concretas y cuantificables. El autor se apoya en más de 5.000 testimonios, estudios de caso y métricas de impacto para demostrar que estos individuos no solo degradan el clima interno, sino que provocan una reacción en cadena que afecta al rendimiento, a la innovación y a la retención de talento. Cita estimaciones según las cuales el coste anual medio por tolerar a un agresor funcional puede superar los 160.000 dólares en una empresa mediana, entre bajas, rotación, errores, quejas, tiempo perdido y daño reputacional.
El eje de su planteamiento es claro: “Las organizaciones deberían regirse por una regla sencilla: no contratar imbéciles, no ascender imbéciles, no tolerar imbéciles.” Pero Sutton no se limita al eslogan. Su propuesta va más allá de la caricatura o la catarsis: promueve la creación de culturas organizacionales basadas en el respeto mutuo, la cortesía, la responsabilidad ética y la decencia como política interna. Rechaza la falsa dicotomía entre liderazgo exigente y autoritarismo destructivo, e insiste en que no hay justificación estratégica, económica ni moral para proteger a personas que causan daño sistemático a su entorno.
Aunque el libro generó cierta polémica por el uso del término asshole (imbécil) y su estilo desenfadado, fue ampliamente citado en círculos empresariales, académicos y de coaching organizacional. Se convirtió en un punto de partida para pensar el problema de la toxicidad más allá del plano moral, y sobre todo, para vincular el comportamiento individual con su permisividad estructural. Ese es, precisamente, el giro que este ensayo asume como centro: el problema no es la persona tóxica en sí, sino el sistema que la sostiene.
En este marco, el Efecto Sutton no designa solo a un perfil nocivo, sino al daño acumulado que produce su permanencia en una estructura que lo premia, lo excusa o lo normaliza. Y esa es, quizá, su mayor aportación: transformar una queja individualizada en un llamado colectivo a repensar el modo en que entendemos el liderazgo, el éxito y la convivencia en las organizaciones.
2.2. Del comportamiento individual a la dimensión sistémica: una lectura estructural
Con el paso del tiempo, y gracias al avance de investigaciones en liderazgo destructivo, gestión de personas, análisis organizacional y psicología del trabajo, el enfoque del Efecto Sutton ha dejado de centrarse exclusivamente en el comportamiento individual para incorporar una dimensión mucho más profunda y compleja: la estructura que permite, reproduce o incluso premia la toxicidad.
Ya no basta con señalar a “la persona imbécil” como la causa del mal clima. La pregunta verdaderamente relevante se desplaza:
¿Por qué esa persona tiene poder? ¿Qué sistema le permite actuar así? ¿Por qué sus actos no solo se toleran, sino que a menudo se justifican o se encubren?
Esta evolución teórica es clave. El Efecto Sutton no es un fenómeno moral o interpersonal aislado. Es un fenómeno sistémico que se produce cuando los valores, los incentivos, las políticas, los liderazgos y los silencios institucionales de una organización permiten que ciertas personas —por su rendimiento cuantitativo, su cercanía al poder o su capital simbólico— ejerzan violencia emocional, simbólica o profesional sin consecuencias reales. El problema no es la toxicidad puntual, sino su institucionalización silenciosa y funcional.
El paso del plano individual al estructural obliga a repensar múltiples niveles de la vida organizacional:
- Las políticas de selección y promoción, que pueden favorecer perfiles narcisistas o autoritarios si se centran únicamente en “resultados duros”.
- Los sistemas de denuncia, que con frecuencia están diseñados para proteger la estabilidad más que la justicia.
- Los valores operativos reales (los que se premian en la práctica, más allá del código ético formal), que a menudo confunden agresividad con liderazgo u obediencia con eficacia.
- Las relaciones jerárquicas, donde la crítica horizontal es penalizada y el miedo actúa como tecnología de control.
En muchas organizaciones, el agresor funcional —aquel que logra resultados mientras daña sistemáticamente a su entorno— no solo es tolerado, sino celebrado. Se le justifica con frases como “es duro, pero eficaz”, “así consigue lo que otros no pueden” o “sin él, esto no funciona”. Esta visión cortoplacista e instrumental ignora el coste profundo que genera: desafección, rotación, parálisis creativa, clima de miedo, y sobre todo, la pérdida de las personas más valiosas, que se marchan en silencio.
Como plantea Sutton con claridad, “una organización que protege a sus peores miembros está condenada a perder a los mejores”. Y a veces, a perder también su propósito.
Esta lectura estructural se refuerza en contextos marcados por el individualismo competitivo, la opacidad jerárquica y la cultura del miedo como mecanismo de disciplina interna. Allí donde no hay confianza ni escucha, donde no existen mecanismos horizontales de control o reparación, los comportamientos abusivos no solo proliferan: se convierten en parte del ADN institucional. Lo que comenzó como una excepción se convierte en costumbre. Lo que parecía una personalidad difícil se transforma en cultura organizacional tóxica.
De ahí que la clave para prevenir el Efecto Sutton no esté solo en evaluar mejor a las personas, sino en transformar las estructuras que hacen rentable su comportamiento. La toxicidad no se desactiva con una charla de sensibilización: se desactiva cuestionando las lógicas de poder, las métricas de éxito y los silencios que sostienen el daño.
2.3. Conexiones con el liderazgo destructivo y el mobbing organizacional
El Efecto Sutton no surge en el vacío. Se encuentra profundamente conectado con dos fenómenos ampliamente estudiados en la literatura científica sobre comportamiento organizacional: el liderazgo destructivo y el mobbing organizacional o acoso psicológico en el trabajo. Comprender estos vínculos permite enriquecer la dimensión estructural del fenómeno y situarlo dentro de una genealogía de violencias invisibles pero institucionalizadas.
El liderazgo destructivo, según la definición de Ståle Einarsen, Anders Skogstad y otros autores clave, se refiere a un estilo de dirección que, lejos de inspirar o desarrollar a los equipos, genera entornos laborales emocionalmente dañinos, erosionando la confianza, inhibiendo la autonomía y promoviendo la sumisión mediante el miedo. Estos líderes no siempre vulneran normas explícitas: operan a través de la dominación sutil, el chantaje emocional, el castigo informal, la sobreexigencia y el aislamiento. Son figuras que aparentan competencia, pero que deterioran lenta y profundamente el clima relacional.
Este tipo de liderazgo puede adoptar formas diversas: autoritaria, narcisista, manipuladora, pasivo-agresiva o “bipolar” (amable en público, cruel en privado). Lo común entre todas ellas es su impacto: la degradación progresiva de la seguridad psicológica y la consolidación del miedo como tecnología de control.
Por su parte, el mobbing organizacional —conceptualizado por Heinz Leymann en los años 90 y ampliado por Marie-France Hirigoyen y otros autores— describe un conjunto de comportamientos hostiles y repetidos dirigidos contra una o varias personas, con el objetivo (explícito o no) de desestabilizarlas, aislarlas o forzarlas a abandonar el entorno laboral. Aunque suele entenderse como una dinámica entre individuos, el mobbing puede institucionalizarse cuando:
- Los canales de denuncia son ineficaces o inexistentes.
- El poder jerárquico actúa como barrera protectora para el agresor.
- La cultura interna valora más la obediencia o la competitividad salvaje que el cuidado o la justicia relacional.
- Las personas afectadas son silenciadas, desacreditadas o reemplazadas sin explicaciones.
Cuando esto ocurre, el mobbing deja de ser un conflicto interpersonal y se convierte en una forma sistémica de violencia laboral normalizada por la estructura. No se trata de un error organizacional, sino de un patrón funcional.
El Efecto Sutton comparte con estos fenómenos una lógica de fondo: el daño psicosocial no es un accidente ni un exceso ocasional, sino una forma específica de operar, sostenida por la cultura del silencio, la permisividad jerárquica y la naturalización de la violencia cotidiana en nombre del rendimiento o la autoridad. Lo que debería ser excepcional se vuelve práctica habitual; lo que debería provocar alarma se convierte en paisaje.
La novedad del enfoque de Sutton —y lo que lo hace especialmente potente para el análisis contemporáneo— radica en su capacidad de nombrar con crudeza lo que muchas veces se justifica, disfraza o minimiza. Al hablar directamente de “imbéciles con poder que destruyen entornos laborales”, Sutton rompe el velo de corrección política que ha silenciado este problema durante décadas, y abre un espacio de reflexión urgente sobre lo que significa liderar, cuidar y trabajar en el siglo XXI.
Su mayor aportación no es solo denunciar la toxicidad, sino mostrar que tolerarla no es una debilidad moral, sino un fracaso estructural. En este sentido, el Efecto Sutton actúa como diagnóstico y como advertencia: revela lo que ocurre cuando el poder se ejerce sin ética, y cuando el miedo sustituye al sentido.
Liderazgo destructivo, Mobbing y Efecto Sutton
| Criterio | Liderazgo destructivo | Mobbing organizacional | Efecto Sutton |
| Definición central | Estilo de liderazgo que genera daño psicosocial sostenido al equipo | Acoso psicológico sistemático y prolongado hacia una o varias personas | Impacto sistémico de una persona tóxica protegida o promovida por la estructura |
| Agente principal | Persona en posición formal de liderazgo | Uno o varios agresores (pares, superiores o subordinados) | Individuo tóxico con poder, legitimado por la organización |
| Forma de violencia | Autoritarismo, manipulación, control emocional, castigo informal | Humillaciones, aislamiento, rumores, desprestigio, bloqueo | Combinación de violencia directa y simbólica, con efectos estructurales |
| Frecuencia/intención | Puede ser persistente, a veces no consciente | Repetitiva, intencionada o institucionalmente tolerada | A veces no es intencional, pero produce efectos sostenidos y generalizados |
| Relación con la estructura | Alta: suele estar protegida por el poder jerárquico | Variable: puede ser horizontal o vertical, pero se agrava si la estructura lo permite | Es un síntoma estructural: la organización permite, excusa o premia su presencia |
| Nivel de impacto | Principalmente grupal y organizacional | Individual y grupal (víctimas concretas + clima general) | Organizacional completo (personas, clima, cultura, reputación, productividad) |
| Reacción típica de la organización | Negación o justificación por rendimiento | Minimización, falta de respuesta o culpabilización de la víctima | Inacción, recompensa al agresor o desplazamiento de las víctimas |
| Concepto clave asociado | Dominación jerárquica | Violencia psicológica prolongada | Permisividad estructural y contagio cultural del daño |
| Ejemplo típico | Directivo que lidera por miedo, humilla pero “da resultados” | Trabajadora excluida del equipo, objeto de burlas, aislada y deslegitimada | Jefe que insulta a su equipo, es temido pero promocionado y legitimado |
2.4. Enfoques complementarios y marcos teóricos afines
El Efecto Sutton no emerge en el vacío: se inscribe en un campo más amplio de estudios sobre el poder, el liderazgo, la violencia simbólica y la cultura organizacional. Aunque el término haya sido acuñado en clave provocadora por Robert I. Sutton, muchas tradiciones teóricas venían alertando —desde distintas disciplinas— sobre el daño institucional que puede producirse cuando el maltrato se normaliza y el control emocional sustituye al respeto.
Ética del cuidado y liderazgo relacional
La tradición del ethics of care, desarrollada por Carol Gilligan, Nel Noddings, Joan Tronto y otras autoras feministas, ha cuestionado los modelos tradicionales de liderazgo centrados en la autonomía, la jerarquía y el individualismo competitivo. En su lugar, propone una ética relacional que valora la interdependencia, la responsabilidad mutua y la escucha activa.
Desde esta mirada, el buen liderazgo no se define por el control, sino por la capacidad de generar confianza, sostener vínculos y cuidar los procesos humanos tanto como los resultados. Un entorno laboral ético es aquel donde las personas no tienen que endurecerse para sobrevivir ni callar para permanecer.
Esta perspectiva ofrece una alternativa concreta a los liderazgos destructivos: liderazgos cuidadosos, donde la vulnerabilidad, la empatía y la atención al otro no son debilidades, sino competencias centrales.
Violencia estructural y banalidad del mal
Hannah Arendt acuñó el concepto de banalidad del mal para explicar cómo el daño puede perpetrarse no por odio personal, sino por obediencia, burocracia y desresponsabilización moral. Zygmunt Bauman amplió esta idea al mostrar cómo las organizaciones modernas pueden generar violencia sin necesidad de violencia explícita.
Michel Crozier, desde una perspectiva más pragmática, analizó cómo la burocracia genera zonas de inmunidad estructural, donde nadie parece responsable del sufrimiento que se produce. El abuso se difumina entre reglas, procedimientos y jerarquías que diluyen la responsabilidad.
En el ámbito laboral, Johan Galtung aporta el concepto de violencia estructural: formas de daño que no se ejercen con un golpe, pero que producen sufrimiento sistemático mediante desigualdades, exclusiones, silencios y arbitrariedades.
Desde esta óptica, el Efecto Sutton no es la patología de una persona: es el producto de una estructura que ha aprendido a mirar para otro lado. Y ese mirar es también una forma de agredir.
Reconocimiento, exclusión y daño simbólico
Axel Honneth y Charles Taylor han insistido en que el reconocimiento es una necesidad básica para el desarrollo de la identidad. Cuando una organización ignora, invisibiliza o humilla a quienes la integran, no solo está vulnerando un derecho: está lesionando subjetividades.
El daño simbólico no siempre grita. A veces se manifiesta en el desdén, la ironía hiriente, la apropiación del trabajo ajeno o la exclusión deliberada de espacios significativos. Estos gestos, aunque pequeños, erosionan la autoestima y la pertenencia.
El Efecto Sutton puede entenderse también como un fallo estructural del reconocimiento: cuando solo se valida al agresor funcional y se invisibiliza a quienes cuidan, cooperan o disienten.
El poder en red y la necropolítica laboral
Desde Michel Foucault hasta Achille Mbembe, la teoría del poder ha evolucionado desde una concepción centralizada y represiva hacia una lectura más sutil: el poder como red, como normalización, como control difuso que atraviesa cuerpos, tiempos y discursos.
En contextos organizacionales, esto implica que el poder no siempre se ejerce desde un cargo formal, sino desde la capacidad de establecer las normas de lo decible, lo deseable y lo funcional. Lo tóxico no necesita gritar: le basta con estar naturalizado.
Achille Mbembe, por su parte, ha desarrollado la idea de necropolítica: el poder de decidir quién puede vivir y quién puede ser descartado. Aunque su enfoque es geopolítico, puede extrapolarse al mundo del trabajo: quién tiene derecho a existir emocionalmente en la organización, y quién debe adaptarse, disolverse o irse.
Cultura organizacional y dinámicas de grupo
El Tavistock Institute, Edgar Schein y Margaret Heffernan han contribuido a entender cómo las dinámicas de grupo, las normas tácitas y las alianzas invisibles configuran la cultura organizacional más allá de lo formal.
Schein distingue entre lo que una organización dice que es, lo que cree que es y lo que realmente hace. En ese desajuste puede crecer la cultura del miedo. Heffernan, por su parte, habla de wilful blindness: la ceguera voluntaria que muchas instituciones ejercen para no ver lo que ya saben.
Sara Ahmed, desde una lectura crítica feminista, ha descrito cómo las instituciones pueden convertirse en “maquinarias de diversidad” que neutralizan las quejas: en lugar de resolver el daño, lo encapsulan, lo proceduralizan o lo instrumentalizan como imagen.
Desde estos enfoques, el Efecto Sutton se reproduce no porque nadie lo note, sino porque confrontarlo tendría un coste político o simbólico demasiado alto.
Psicología comunitaria y ecología organizacional del afecto
La psicología comunitaria —con autoras como Maritza Montero o Isaac Prilleltensky— aporta una lectura del malestar organizacional como expresión de desequilibrios de poder, injusticia relacional y falta de sentido compartido.
Desde esta perspectiva, las organizaciones no deben centrarse solo en la eficacia operativa, sino en su capacidad de cuidar los vínculos, distribuir el reconocimiento y construir espacios seguros de participación. Lo que se daña en una cultura laboral tóxica no es solo la productividad: es la identidad colectiva, la salud emocional y el sentido de pertenencia.
Cultura del carisma y liderazgo performativo
Geraldine de Bastion y Simon Western han analizado cómo las culturas organizacionales contemporáneas tienden a celebrar al líder carismático como figura salvadora, que combina autoridad simbólica, impacto comunicativo y aura personal.
Esta figura —frecuente en el tercer sector, las start-ups o las universidades— puede concentrar poder sin control, silenciar el disenso y perpetuar abusos bajo la estética de la inspiración.
Western lo denomina eco-liderazgo narcisista: liderazgos que, desde el relato del bien común, acumulan reconocimiento a costa del resto.
Este conjunto de enfoques permite ir más allá del individuo tóxico para analizar el ecosistema que lo hace posible. Desde la ética del cuidado hasta la necropolítica, pasando por la teoría del reconocimiento, la burocracia inmunitaria, la psicología comunitaria y la cultura del carisma, emerge una misma conclusión: las organizaciones no cambian por castigo. Cambian cuando modifican sus reglas relacionales.
3. El origen del daño: figuras y tácticas tóxicas
3.1. «Kiss up, kick down«: adular hacia arriba, maltratar hacia abajo
Una de las estrategias más frecuentes —y más eficaces— del agresor funcional es el conocido patrón del kiss up, kick down: mostrarse encantador, sumiso o incluso adulador con quienes ostentan poder, mientras ejerce abuso, desprecio, control o presión sobre aquellas personas con menor jerarquía, visibilidad o capacidad de defensa. Esta táctica, que combina oportunismo vertical con violencia horizontal, construye un doble rostro relacional que protege al agresor de cualquier consecuencia.
El éxito de esta estrategia se basa en una asimetría estructural de percepción y poder. Las figuras superiores —directivos, líderes, mandos intermedios— suelen interpretar el comportamiento del agresor como eficiencia, firmeza o lealtad. Lo ven como alguien que “sabe presionar cuando hay que hacerlo” o “pone orden”. En cambio, quienes están por debajo y sufren directamente su toxicidad, carecen muchas veces de canales de denuncia confidenciales, de legitimidad política o de espacios seguros para expresarse sin ser etiquetados como conflictivos o “emocionalmente frágiles”.
Esto genera un efecto de distorsión institucional: la organización premia a quien daña, y castiga a quien denuncia. En un entorno así, el silencio se convierte en norma de autoprotección colectiva, y el agresor —blindado por su eficacia superficial— se consolida como figura “intocable”. Nadie quiere ser la siguiente víctima. Nadie quiere ser el primero en hablar.
El patrón kiss up, kick down no es simplemente una cuestión de personalidad disfuncional. Es, en realidad, una técnica de supervivencia perversa en culturas que valoran más la obediencia vertical que la ética relacional, y donde el liderazgo se evalúa más por indicadores cuantitativos que por el cuidado de los equipos. Este tipo de comportamiento florece allí donde la presión por resultados desplaza toda dimensión ética, y donde el carisma superficial ante los superiores pesa más que la legitimidad moral ante los pares.
Lo más preocupante de esta lógica es que funciona. Mientras las métricas de evaluación profesional se centren en resultados inmediatos —ventas, entregas, objetivos duros— y no incluyan la calidad de las relaciones, el impacto en el clima laboral o la salud emocional de los equipos, esta estrategia seguirá siendo rentable para quienes la practican. Es una forma de escalar sin cuidar, de avanzar sin respetar, de sobrevivir sin rendir cuentas.
Además, en culturas organizacionales autoritarias o hipercompetitivas, esta táctica puede incluso convertirse en modelo aspiracional informal: se aprende que para ascender hay que adaptarse a los de arriba y dominar a los de abajo. Lo que comenzó como un mecanismo individual de manipulación emocional, termina convirtiéndose en cultura organizacional: un ecosistema de miedo, sumisión y cinismo.
En este contexto, desenmascarar el patrón kiss up, kick down no es solo una cuestión de justicia interpersonal. Es un paso imprescindible para romper la cadena de reproducción del Efecto Sutton y construir organizaciones donde la ética relacional tenga más valor que la docilidad jerárquica.
3.2. Tipos de comportamientos tóxicos: abusivos, pasivo-agresivos, narcisistas
La toxicidad organizacional no adopta una única forma. Se manifiesta a través de comportamientos relacionales disfuncionales que pueden ser visibles o sutiles, explosivos o pasivos, directos o simbólicamente encubiertos. Lo que los une no es su forma, sino su efecto: erosionan la seguridad psicológica, degradan el respeto mutuo y convierten el trabajo en un espacio de desgaste emocional.
Aunque pueden presentarse muchas variantes, la literatura organizacional ha identificado tres perfiles dominantes en los entornos tóxicos: el agresor abusivo o autoritario, el pasivo-agresivo, y el narcisista o manipulador. No se trata de categorías clínicas, sino de estilos relacionales recurrentes que pueden observarse en diferentes niveles jerárquicos.
Agresor abusivo o autoritario
Se caracteriza por ejercer violencia directa y explícita. Humilla en público, grita, interrumpe, ridiculiza ideas, señala errores sin filtro, exige metas inalcanzables o castiga el desacuerdo con represalias emocionales o profesionales. Su estilo de liderazgo se basa en el miedo, el control rígido y la intimidación permanente.
Ejemplos típicos:
- Un gerente que descalifica en reuniones a su equipo, cuestionando su capacidad sin ofrecer alternativas.
- Un jefe de departamento que utiliza correos agresivos o amenazas veladas como método de presión.
Su impacto es inmediato y reconocible: ansiedad, retraimiento, deterioro del rendimiento, fuga de talento. Sin embargo, en algunas culturas organizacionales, este perfil es interpretado como “duro pero justo”, especialmente si consigue resultados a corto plazo.
Agresor pasivo-agresivo
Evita el conflicto abierto, pero ejerce hostilidad encubierta. Recurren al sarcasmo, la ironía hiriente, el doble mensaje, la omisión estratégica de información, el aislamiento relacional o el sabotaje discreto. Desestabiliza sin dejar huella visible, lo que dificulta su detección y denuncia.
Ejemplos típicos:
- Un coordinador que “olvida” incluir a una persona en reuniones clave o no responde correos urgentes de forma sistemática.
- Un compañero que felicita con ironía (“no estuvo tan mal esta vez”) o critica con aparente humor.
El efecto de este perfil es igual de dañino, pero mucho más difícil de demostrar. Se infiltra lentamente en la dinámica de equipo, genera desconfianza generalizada y mina la autoestima del entorno.
Agresor narcisista o manipulador
Posee una imagen inflada de sí mismo, necesita validación constante y suele actuar en función de su propio interés, instrumentalizando a las personas como recursos. Aunque puede simular empatía o cooperación, su conducta se basa en el cálculo reputacional y la manipulación emocional. No tolera la crítica, se apropia del mérito ajeno y tiende a castigar la autonomía o la disidencia.
Ejemplos típicos:
- Un líder que visibiliza sus logros como propios, pero invisibiliza los aportes del equipo.
- Una figura “estrella” que exige trato especial y actúa con impunidad por ser “estratégicamente valioso”.
Este tipo de perfil suele ser reforzado por la organización cuando está asociado a resultados, imagen pública o influencia externa, lo que lo convierte en un agresor funcional altamente protegido.
Estos perfiles no son mutuamente excluyentes. De hecho, es frecuente encontrar agresores funcionales que alternan entre estas modalidades según el contexto, el interlocutor y el objetivo. Su rasgo común no es solo el desprecio por el otro como sujeto digno, sino la utilización instrumental del poder para someter, invisibilizar o controlar.
En todos los casos, su conducta se vuelve más peligrosa cuando la estructura organizacional no la frena, sino que la excusa, la neutraliza o la premia. Por eso, no basta con identificarlos: hay que entender cómo, dónde y por qué prosperan.
Tipos de comportamiento tóxico en entornos organizacionales
| Tipo de agresor | Características clave | Mecanismos de acción | Efectos principales en el equipo y la organización |
| Abusivo o autoritario
Retraimiento Fuga de talento Clima de miedo |
Violento, intimidante, humillante, control mediante el miedo | Gritos, humillación pública, imposición de objetivos inalcanzables, castigos simbólicos | Ansiedad crónica |
| Pasivo-agresivo
Confusión emocional Aislamiento relacional Dificultad para denunciar |
Hostilidad encubierta, sabotaje indirecto, agresividad relacional sutil | Ironía hiriente, exclusión silenciosa, dobles mensajes, retención de información | Clima de desconfianza |
| Narcisista o manipulador
Cultura del miedo al error Injusticia percibida Protección estructural del agresor |
Egocentrismo, necesidad de validación, uso estratégico del entorno | Apropiación de logros, desprecio a la crítica, castigo a la autonomía, seducción jerárquica | Erosión del mérito |
3.3. El agresor premiado: por qué las organizaciones a veces lo refuerzan
Una de las paradojas más alarmantes del Efecto Sutton es que, lejos de ser sancionado, el agresor funcional suele ser promovido, protegido o legitimado dentro de la organización. En lugar de ser identificado como un riesgo, se le otorgan más responsabilidades, se le exime de ciertas normas o se le premia por su aparente eficacia. Así, su conducta no solo se tolera: se institucionaliza como parte del sistema de éxito organizacional.
¿Por qué sucede esto? Las razones son estructurales y profundamente enraizadas en muchas culturas corporativas, institucionales y académicas. A continuación, se describen los mecanismos más frecuentes de refuerzo organizacional:
Rendimiento cuantitativo como único criterio
En contextos centrados exclusivamente en los resultados numéricos —ventas, entregas, cifras de eficiencia— el agresor funcional puede destacar como una persona que “saca adelante los proyectos”, “impulsa al equipo” o “consigue resultados que otros no logran”. Esta visión reduccionista ignora el coste humano, emocional y cultural de esos logros. Lo que parece éxito es, muchas veces, rendimiento tóxico sostenido por la explotación emocional del entorno.
Visibilidad jerárquica sesgada
Los superiores suelen observar solo la versión que el agresor proyecta hacia arriba: lealtad, eficacia, disponibilidad, control. No suelen ver —ni buscan ver— el daño colateral que genera hacia abajo o hacia los pares. El patrón kiss up, kick down se despliega con tal habilidad que la percepción jerárquica se convierte en escudo protector.
Estructura vertical, opaca y sin escucha horizontal
En culturas autoritarias o fuertemente jerarquizadas, donde la palabra del superior tiene más valor que la experiencia del equipo, los comportamientos abusivos se ocultan con facilidad. No existen canales reales de retroalimentación, las denuncias no son confidenciales o tienen represalias, y el miedo al conflicto bloquea cualquier posibilidad de corrección interna.
Temor institucional a conflictos o escándalos
Reconocer a un agresor con poder implica, muchas veces, reconocer un error estructural o de liderazgo. Supone asumir que se le protegió, se le ascendió o se le ignoró durante demasiado tiempo. Por eso, algunas organizaciones optan por soluciones evasivas: traslado lateral, jubilación anticipada, cambios sin explicaciones. El silencio se convierte en estrategia, aunque el daño continúe.
Cultura del “talento estrella” o del “genio difícil”
En sectores donde se mitifican las figuras “brillantes” —ventas, tecnología, política, investigación, medios— se justifica cualquier comportamiento en nombre del supuesto genio, carisma o “valor estratégico” de la persona. El relato de lo “insustituible” bloquea cualquier acción correctiva. Se olvida que, incluso si una persona genera logros espectaculares, el daño colectivo que produce puede ser más duradero y costoso que sus beneficios inmediatos.
En todos estos casos, el agresor funcional no sobrevive por mérito propio, sino porque la organización lo permite, lo necesita o lo teme. Su éxito no es prueba de competencia, sino síntoma de un ecosistema que prioriza el control sobre el cuidado, la obediencia sobre la dignidad, y los resultados sobre la justicia relacional.
Reconocer este patrón no es solo un ejercicio de conciencia ética. Es el primer paso para romper la lógica que convierte el daño en mérito y el maltrato en modelo de liderazgo. Allí donde el poder se ejerce sin rendición de cuentas, y el cuidado se considera debilidad, el Efecto Sutton no es una excepción: es una consecuencia lógica.
4. Cuando la toxicidad impacta: síntomas y consecuencias
El Efecto Sutton no se manifiesta solo en comportamientos individuales. Deja huellas en las relaciones, en las emociones, en los cuerpos y en la propia lógica organizativa. Este capítulo recorre los síntomas visibles y las consecuencias profundas que genera la presencia tolerada de personas tóxicas: desde microviolencias cotidianas hasta traumas laborales duraderos, pasando por fuga de talento, coste económico, silencio institucional y pérdida de confianza.
4.1. Datos globales sobre acoso, mal liderazgo y sufrimiento
El Efecto Sutton no es un fenómeno anecdótico ni marginal. Las cifras internacionales lo demuestran con contundencia: la toxicidad laboral es un problema estructural, extendido y normalizado en múltiples culturas organizacionales. No se trata de “casos aislados”, sino de una epidemia silenciosa que afecta al bienestar emocional, la cohesión de los equipos y la sostenibilidad del trabajo como experiencia vital digna.
Diversas fuentes internacionales revelan la magnitud del problema:
- Workplace Bullying Institute (EE. UU.): El 30% de los trabajadores declara haber sido víctima directa de acoso laboral, y otro 20% ha sido testigo. Es decir, la mitad de la fuerza laboral ha estado expuesta al daño de forma directa o indirecta. Además, en la mayoría de los casos, el agresor ocupa una posición jerárquica superior.
- Gallup (2023): En un estudio con más de 150 países, solo el 21% de los empleados afirma que su opinión cuenta en el lugar de trabajo. Este indicador refleja una alarmante falta de seguridad psicológica, que inhibe la innovación, la confianza y el compromiso a largo plazo.
- European Agency for Safety and Health at Work (EU-OSHA): Entre el 12% y el 20% de los trabajadores europeos declara haber sufrido conductas hostiles sistemáticas en el trabajo. Los informes identifican al liderazgo autoritario como uno de los factores psicosociales de mayor riesgo, junto con la sobrecarga, la ambigüedad de rol y la falta de reconocimiento.
- Japón: el fenómeno del karōshi: La “muerte por exceso de trabajo” —ya sea por infarto, derrame cerebral o suicidio— ha sido reconocida legalmente en Japón desde 1987. Estos casos extremos ponen en evidencia cómo la presión sistémica, el control extremo y la humillación jerárquica pueden destruir literalmente vidas humanas, y no solo carreras.
- Harvard Business Review: Estudios recientes muestran que el 50% de los empleados que trabaja junto a una persona tóxica reduce su esfuerzo voluntario, y el 38% reduce deliberadamente la calidad de su trabajo como forma de autoprotección. Este deterioro no es individual: se vuelve viral. La productividad sufre, pero también la ética relacional y el propósito colectivo del equipo.
Estos datos revelan una conclusión insoslayable: la toxicidad en el trabajo no es una desviación, es un síntoma estructural. El Efecto Sutton no ocurre porque “alguien se porta mal”, sino porque los entornos lo permiten, lo legitiman o lo silencian. Lo que debería generar alarma institucional se convierte, con el tiempo, en ruido de fondo. Lo que debería corregirse se aprende a soportar.
Nombrar este patrón no es solo un ejercicio analítico: es un acto político y organizacional. Porque mientras no se reconozca la dimensión estructural del daño, toda política de bienestar será decorativa. Y toda cultura institucional seguirá expuesta a la lógica del maltrato rentable.
4.2. Microviolencias cotidianas y formas encubiertas de maltrato
El Efecto Sutton rara vez se manifiesta de forma espectacular o escandalosa. Más bien opera desde lo cotidiano, lo pequeño, lo aparentemente inofensivo. Es en ese espacio ambiguo donde se instalan las microviolencias organizacionales: gestos, omisiones, tonos y prácticas sutiles que, acumulados en el tiempo, erosionan la dignidad, la seguridad psicológica y el sentido de pertenencia de quienes las sufren.
El término microviolencia —tomado de los estudios feministas, interseccionales y decoloniales— designa formas encubiertas de descalificación, exclusión o manipulación que no siempre rompen normas explícitas, pero que vulneran la integridad de las personas. Su poder no está en la intensidad, sino en la frecuencia, la ambigüedad y la impunidad con la que se reproducen.
Algunos ejemplos frecuentes de microviolencias laborales incluyen:
- Interrumpir sistemáticamente a una persona en reuniones o ignorar sus aportaciones, incluso cuando son pertinentes.
- Apropiarse del mérito ajeno, invisibilizar colaboraciones o minimizar ideas con bromas o ironías (“estás demasiado sensible”, “eso ya lo habíamos pensado”).
- Excluir deliberadamente a alguien de espacios de decisión o de información clave.
- Sobrecontrolar: cambiar instrucciones sin previo aviso, generar tareas urgentes de forma reiterada fuera de horario, o crear ambigüedad deliberada para inducir al error.
- Dobles mensajes: pedir resultados contradictorios y luego reprochar cualquiera de las decisiones tomadas.
- Invalidación emocional encubierta: reaccionar con sarcasmo o desdén ante expresiones de malestar (“no es para tanto”, “esto es el mundo real”).
Estas dinámicas no suelen ser explícitamente sancionadas por los códigos éticos. De hecho, en muchos contextos son normalizadas como “estilo de liderazgo”, “presión normal” o “forma de ser directa”. Sin embargo, sus efectos son acumulativos y profundos: ansiedad, retraimiento, confusión, hiperalerta, desgaste emocional, pérdida de confianza en el equipo y en uno mismo.
Como afirma la psicóloga organizacional Catherine Sandler, “no hace falta que te griten para saber que no estás a salvo”. La inseguridad psicológica no siempre viene de un insulto, sino de una atmósfera relacional que erosiona poco a poco el derecho a existir sin miedo.
Estas formas de maltrato no son aleatorias. En muchas ocasiones, funcionan como mecanismos de control jerárquico, especialmente contra personas consideradas “incómodas”: por cuestionar, por pensar diferente, por visibilizar problemas o por no ajustarse a los códigos implícitos de sumisión emocional. Son formas de castigo suave, pero persistente.
Cuando una organización carece de mecanismos claros para detectar y frenar estas prácticas —ya sea por falta de herramientas, por indiferencia o por complicidad—, las microviolencias se convierten en cultura. No hace falta que haya gritos para que el entorno sea tóxico: el miedo sutil, la duda constante y la desigualdad simbólica pueden ser igual de devastadores.
Lo más peligroso es que las microviolencias no sólo dañan a quienes las sufren directamente: se convierten en pedagogía informal. Enseñan que hablar tiene consecuencias, que lo emocional no es legítimo, que el abuso silencioso es parte del juego. Son, por tanto, uno de los pilares invisibles del Efecto Sutton.
Tipos de microviolencias organizacionales
| Tipo de microviolencia | Forma habitual | Efectos en la persona o el equipo | Ejemplos concretos en el entorno laboral |
| Interrupción sistemática | Cortar la palabra, ignorar intervenciones, cambiar de tema sin escuchar | Sensación de invisibilidad, pérdida de confianza, autocensura | Una persona propone algo en una reunión y es ignorada, mientras que su idea es retomada luego por otra. |
| Apropiación o invisibilización | Atribuirse el mérito ajeno, omitir reconocimientos, eliminar nombres de informes | Desmoralización, injusticia percibida, retraimiento creativo | Un jefe presenta un informe hecho por el equipo como si fuera propio, sin citar contribuciones. |
| Exclusión relacional o informativa | No invitar a reuniones, no compartir datos relevantes, excluir de decisiones | Aislamiento, pérdida de agencia, ansiedad social | Se deja fuera de una lista de correo interno a una persona clave “por error”, de forma repetida. |
| Sobrecontrol y presión ambigua | Instrucciones contradictorias, cambios constantes, tareas urgentes sin aviso | Desgaste emocional, desorientación, miedo a fallar | Se le pide algo urgente fuera de horario, pero luego se critica por no seguir el procedimiento previo. |
| Ironía, sarcasmo o burla sutil | Comentarios con doble sentido, “chistes” denigrantes, bromas excluyentes | Duda sobre el propio juicio, sensación de humillación, clima relacional tenso | “Para ser tú, no está tan mal” o “Claro, tú siempre tienes otra opinión”. |
| Negación del malestar o la queja | Minimizar emociones, ridiculizar la sensibilidad, invalidar preocupaciones | Silencio emocional, retraimiento, desconfianza hacia la estructura | “No exageres, esto es trabajo”, “Estás demasiado sensible últimamente”, “Eso no es para tanto”. |
4.3. Casos emblemáticos en empresas tecnológicas, universidades y sector público
El Efecto Sutton no distingue sector, país ni nivel educativo. Sin embargo, su visibilización ha sido especialmente frecuente —y alarmante— en tres ámbitos donde el poder simbólico, la presión por resultados o la inercia institucional lo hacen particularmente resistente: el sector tecnológico, las instituciones académicas y el sector público. En estos espacios, la toxicidad no solo se tolera: con frecuencia, se reviste de exigencia, se justifica como eficacia o se camufla como neutralidad.
Empresas tecnológicas: velocidad, productividad y cinismo estructural
En el sector tecnológico, empresas como Uber, Amazon, Tesla o Meta han sido señaladas en múltiples ocasiones por fomentar culturas corporativas centradas en la hiperexigencia, la competitividad extrema y la obediencia silenciosa, donde el liderazgo tóxico se instrumentaliza como palanca de rendimiento.
En el caso de Uber, una investigación interna en 2017 —derivada de una carta abierta de la ingeniera Susan Fowler— reveló numerosos casos de acoso sexual, represalias contra denunciantes y encubrimiento sistemático por parte de altos directivos. El escándalo forzó la salida del CEO y puso en evidencia cómo la cultura institucional había normalizado el abuso como parte del “éxito disruptivo”.
En Amazon, informes de trabajadores han documentado prácticas como el “despido silencioso” (presión sostenida hasta que la persona renuncie voluntariamente), monitorización extrema, jornadas de más de 60 horas semanales y discriminación sistemática hacia quienes cuestionan el modelo. Todo ello bajo el manto de una retórica de excelencia, liderazgo fuerte y meritocracia.
En general, el sector tiende a premiar perfiles narcisistas, visionarios o implacables, lo que convierte al agresor funcional en una figura protegida por su supuesta “brillantez” o “valor estratégico”. La falta de límites éticos no se percibe como problema, sino como precio del éxito.
Universidades y centros de investigación: el prestigio como escudo
Las universidades, pese a su imagen ilustrada y democrática, son también espacios de poder vertical, elitismo simbólico y dependencia estructural, donde el Efecto Sutton puede camuflarse bajo la apariencia de exigencia académica, liderazgo intelectual o libertad de cátedra.
En Reino Unido, un informe del sindicato University and College Union reveló que más del 40% del personal académico había sufrido acoso o intimidación, muchas veces por parte de superiores o colegas en posiciones de poder, especialmente en facultades competitivas y de alto prestigio.
En Francia, universidades como Sciences Po o la Sorbona han enfrentado denuncias por proteger a docentes acusados de abuso psicológico o conductas misóginas, amparándose en su producción científica o conexiones políticas.
En América Latina, casos documentados en Argentina, México y Colombia muestran cómo los sistemas de evaluación, las redes clientelares y la falta de mecanismos eficaces de denuncia permiten la reproducción de liderazgos autoritarios, discriminación estructural hacia mujeres jóvenes e instrumentalización del conocimiento como forma de control.
El problema no es individual: la cultura de culto al mérito, la precariedad de las carreras académicas y la débil cultura organizacional del cuidado permiten que el agresor funcional se instale como figura respetada y temida a la vez.
Sector público: estabilidad laboral, opacidad jerárquica y blindajes informales
En las administraciones públicas —locales, autonómicas, estatales o internacionales— el Efecto Sutton puede adquirir formas especialmente resistentes debido a la estabilidad del empleo, la verticalidad institucional y las redes informales de protección interna.
Han sido reportados casos de acoso institucional en hospitales, centros educativos, ayuntamientos, ministerios y cuerpos de seguridad. En muchos de ellos, el agresor se perpetúa gracias a sindicatos complacientes, superiores que prefieren evitar el conflicto o procedimientos internos disuasorios para las víctimas.
Las personas afectadas, al no poder cambiar de entorno fácilmente, suelen recurrir a bajas médicas prolongadas, traslados forzados o silencios protectores. En ocasiones, la única “salida” es marcharse, mientras el agresor asciende o permanece gracias a su antigüedad o alianzas internas.
La supuesta neutralidad técnica del sector público dificulta el abordaje emocional o relacional del daño, y se tiende a individualizar el conflicto, despolitizando su raíz estructural.
En todos estos casos —tecnología, academia, administración— el patrón se repite: el agresor funcional no solo sobrevive, sino que se integra en el modelo de éxito dominante. Su poder se refuerza con cada ascenso, con cada silencio, con cada testigo que opta por mirar hacia otro lado para protegerse.
Estos contextos nos muestran que el Efecto Sutton no depende de una personalidad problemática: es una lógica sistémica que opera allí donde el rendimiento se impone al cuidado, y donde el poder se ejerce sin límites éticos ni escucha horizontal. Visibilizar estos casos no es una simple denuncia: es una advertencia institucional sobre lo que ocurre cuando el miedo sustituye al propósito compartido.
4.4. Fuga de talento: cuando las mejores personas se van
Las personas más valiosas para una organización —aquellas que son creativas, cooperativas, empáticas, éticamente comprometidas o emocionalmente disponibles— suelen ser también las más sensibles y vulnerables a los entornos tóxicos. No toleran el maltrato sistemático, la arbitrariedad relacional, el castigo indirecto ni el silenciamiento emocional. No aceptan como “normal” lo que, en realidad, es una forma de violencia institucional.
Por eso, cuando el Efecto Sutton se instala, los primeros en marcharse no son los menos aptos, sino los más íntegros. Se van quienes aún conservan la brújula interna para reconocer el daño, y la autonomía suficiente para no aceptarlo como condición laboral inevitable. Se van quienes podrían haber sido referentes éticos, mediadores naturales o impulsores de cambio.
Según un estudio de MIT Sloan Management Review (2022), basado en el análisis de más de un millón de perfiles laborales, la cultura tóxica es el principal predictor de rotación voluntaria, por encima de factores como el salario, el equilibrio vida-trabajo o las oportunidades de ascenso. Es decir: las personas no dejan empleos por falta de beneficios. Dejan culturas que les dañan.
Esta pérdida no es neutra. Cuando quienes se marchan son las personas más cuidadosas, colaborativas o creativas, el daño se multiplica:
- Se debilitan los vínculos horizontales, la confianza relacional y la capacidad de aprender colectivamente.
- Se consolida la percepción de que “quienes no toleran la violencia se van”, mientras que “quienes la ejercen o ignoran permanecen”.
- Se genera una cultura de resignación defensiva entre quienes se quedan: bajan las expectativas, se reduce el compromiso y se normaliza el silencio.
- La reputación externa de la organización se deteriora: se filtran relatos, se reduce el atractivo para nuevos talentos, y se instala el escepticismo hacia cualquier discurso oficial de valores o bienestar.
Este proceso no ocurre de forma inmediata, pero es profundamente corrosivo. La organización sigue funcionando —cumple objetivos, mantiene su imagen pública, aparenta estabilidad—, pero pierde calidad humana, profundidad ética y creatividad relacional. Lo que queda es un cuerpo institucional que sobrevive, pero que ya no inspira ni transforma.
En definitiva, la fuga de talento en contextos tóxicos no es un efecto colateral: es uno de los signos más claros del fracaso estructural de una cultura organizacional. Y, paradójicamente, es también una señal de salud en quienes se van: salir es una forma de autocuidado y resistencia silenciosa. Lo que queda por resolver es por qué, a quienes cuidan, no se les cuida.
4.5. Clima laboral tóxico y desaparición de la seguridad psicológica
Uno de los efectos más graves —y más silenciosos— del Efecto Sutton es la destrucción progresiva de la seguridad psicológica, es decir, la percepción compartida de que en un equipo es posible expresarse con franqueza, tomar riesgos relacionales, reconocer errores o proponer ideas sin temor a represalias, humillaciones o descalificaciones.
La investigadora de Harvard Amy Edmondson, pionera en el estudio de este concepto, ha demostrado que los equipos con alta seguridad psicológica innovan más, cometen menos errores críticos, aprenden más rápido y presentan un desempeño sostenido en el tiempo. Su ausencia, en cambio, produce conformismo, inhibición, falta de iniciativa y deterioro progresivo de la cooperación.
Cuando la seguridad psicológica desaparece, el silencio deja de ser una elección y se convierte en una estrategia de supervivencia. Las personas no dejan de hablar porque no tengan nada que aportar: dejan de hablar porque hacerlo se ha vuelto peligroso. Porque toda iniciativa puede ser vista como desafío, toda crítica como amenaza, todo error como debilidad. El equipo entra en modo defensivo, y en ese estado, el trabajo se vuelve puramente instrumental.
En estos entornos, se instala una cultura emocional de:
- Sospecha: nadie sabe quién escucha ni cómo será interpretado lo que diga.
- Autocensura: se eliminan matices, se evitan propuestas, se silencia el conflicto legítimo.
- Inmovilidad creativa: la innovación requiere vulnerabilidad, pero el miedo impide el riesgo.
- Individualismo pragmático: las personas se protegen desconectándose afectivamente del proyecto común.
El clima organizacional se vuelve hostil sin necesidad de gritos ni sanciones formales. Basta con la posibilidad de una mirada despectiva, de una evaluación sesgada, de un castigo simbólico. Se produce un fenómeno de “desafección preventiva”, donde los equipos aprenden a limitar su compromiso para no exponerse.
Además, la falta de seguridad psicológica no sólo daña la productividad: daña el sentido del trabajo. La gente deja de sentirse parte de algo, de confiar en el proceso, de identificarse con el propósito. Se rompe el vínculo simbólico que convierte un grupo de personas en comunidad laboral.
Lo más alarmante es que muchas organizaciones confunden esta parálisis con estabilidad: interpretan el silencio como clima tranquilo, la falta de conflicto como cohesión, la obediencia como compromiso. Pero debajo de esa aparente calma, se ha instalado el miedo como norma y el retraimiento como única forma de protección.
Y donde hay miedo sostenido, no puede haber ni aprendizaje profundo, ni colaboración genuina, ni salud organizacional. Por eso, la seguridad psicológica no es un lujo emocional: es un indicador estructural de justicia relacional y de sostenibilidad colectiva.
4.6. Costes económicos reales: rotación, bajas, errores, litigios y reputación
Aunque a menudo se considera un problema “blando”, la toxicidad organizacional tiene consecuencias económicas duras, cuantificables y estructurales. No se trata solo de clima laboral deteriorado o de malestar individual: el Efecto Sutton compromete la sostenibilidad financiera, jurídica y reputacional de cualquier organización que lo ignore.
Los principales vectores de impacto económico son los siguientes:
Rotación voluntaria y pérdida de talento
Sustituir a un empleado cualificado puede costar entre el 20% y el 150% de su salario anual, dependiendo del puesto y del sector (Center for American Progress, 2012). A esto se suman los costes ocultos: pérdida de conocimiento tácito, desconexión con el equipo, retrasos en los proyectos, impacto emocional en los compañeros y deterioro del sentido de continuidad.
Cuando la rotación se convierte en patrón —especialmente en ciertas unidades, bajo ciertos liderazgos— el problema deja de ser personal y se convierte en síntoma estructural de disfunción organizacional.
Bajas médicas, absentismo y deterioro de la salud laboral
El estrés crónico, el acoso y la inseguridad psicológica sostenida están reconocidos como factores de riesgo psicosocial por la Organización Mundial de la Salud. Estos factores incrementan significativamente las bajas laborales por ansiedad, depresión, burnout o trastornos psicosomáticos, lo que se traduce en costes directos (incapacidades, coberturas médicas) e indirectos (baja productividad, reestructuración temporal, sobrecarga de equipos).
En muchos casos, las personas no se marchan: se rompen por dentro y siguen trabajando, disminuyendo su implicación como forma de defensa.
Errores operativos, sabotaje pasivo y calidad deteriorada
En climas laborales tóxicos, la motivación decrece, la comunicación se fragmenta y la creatividad desaparece. Esto provoca fallos de coordinación, errores críticos no corregidos a tiempo y sabotaje pasivo (bajar el ritmo, cumplir lo mínimo, ocultar problemas). Según estudios de Harvard Business Review, los empleados que trabajan con personas tóxicas tienden a reducir voluntariamente la calidad de su trabajo (38%) y su esfuerzo (50%) como forma de autoprotección.
El precio de esta inercia no se mide solo en dinero: se mide en oportunidades perdidas, innovación frustrada y deterioro del propósito compartido.
Costes legales, litigios y daño reputacional
Demandas por acoso, procedimientos disciplinarios, investigaciones internas, sanciones públicas o escándalos mediáticos pueden costar millones en sanciones, honorarios legales y pérdida de contratos o subvenciones. Pero incluso sin llegar a la vía judicial, el daño reputacional puede comprometer gravemente la confianza de usuarios, financiadores, clientes, alumnado o futuros empleados.
En el mundo digital actual, una denuncia en redes sociales o una filtración de un conflicto puede tener más impacto que una auditoría. La reputación relacional es un activo vulnerable y difícil de restaurar.
Robert Sutton calculó que una persona tóxica con poder puede generar costes superiores a 160.000 dólares anuales en una empresa mediana. Pero lo más grave no es ese coste puntual: lo más grave es que, cuando se le permite permanecer, este daño se incorpora al presupuesto como si fuera inevitable. Se convierte en parte de la estructura de costes invisibles de la organización: lo que no se ve, pero se paga. Lo que no se reconoce, pero desgasta. Lo que no se mide, pero impide crecer con sentido.
En definitiva, el problema no es solo cuánto cuesta el daño, sino cuánto se deja de construir cuando el miedo sustituye al cuidado. Y ninguna cuenta de resultados puede compensar la pérdida de humanidad institucionalizada.
4.7. Efectos acumulativos: estrés, burnout, ansiedad y trauma organizacional
El Efecto Sutton no solo compromete el funcionamiento organizativo: enferma a las personas, vulnera su dignidad y deja huellas psíquicas que, en muchos casos, se extienden más allá del puesto de trabajo. El impacto psicológico de convivir con liderazgos tóxicos, agresores funcionales o dinámicas de microviolencia cotidiana es profundo, progresivo y acumulativo. No se manifiesta necesariamente en crisis espectaculares, sino en síntomas silenciosos que se intensifican con el tiempo.
Entre los efectos más documentados se encuentran:
Estrés crónico
La exposición constante a contextos de inseguridad emocional, ambigüedad hostil o vigilancia autoritaria genera niveles sostenidos de cortisol, con consecuencias tanto físicas (insomnio, tensión muscular, problemas digestivos, taquicardias) como cognitivas (bloqueo, hipervigilancia, dificultad para concentrarse, fallos de memoria). Lo más devastador no es el estrés puntual, sino la normalización del malestar como condición permanente de trabajo.
Burnout (síndrome de agotamiento profesional)
Reconocido como síndrome laboral por la Organización Mundial de la Salud en 2019, el burnout se caracteriza por tres elementos:
- Agotamiento emocional crónico
- Despersonalización o desconexión afectiva del entorno
- Sensación de ineficacia o fracaso permanente
El burnout no aparece de la nada: es el resultado lógico de contextos donde se exige mucho, se cuida poco y se castiga lo humano como debilidad.
Ansiedad anticipatoria
Es el miedo preventivo que se activa incluso antes de que ocurra algo negativo. Quien la sufre reacciona con alerta excesiva ante correos, reuniones, miradas o silencios. Vive en constante interpretación de señales, buscando anticiparse al daño, protegerse o desaparecer. El cuerpo trabaja a tiempo completo para gestionar un entorno emocionalmente inseguro.
Este estado sostenido afecta la creatividad, la toma de decisiones, la salud física y la capacidad de confiar. La persona no solo se desgasta: empieza a dudar de su propio juicio, de su legitimidad y de su valor.
Trauma relacional
Quienes han vivido experiencias laborales marcadas por abuso, humillación o injusticia repetida pueden desarrollar lo que algunos autores llaman trauma relacional: una forma de daño psíquico que afecta la capacidad de confiar en cualquier figura de autoridad, estructura jerárquica o incluso en la idea misma de trabajo compartido.
Este trauma no es solo psicológico o relacional. Como han señalado Bessel van der Kolk (2021) y Judith Herman (2022), el trauma complejo afecta el cuerpo, la memoria emocional y la capacidad de confianza futura. En contextos organizacionales, esto implica que algunas personas no solo se marchan: quedan marcadas profundamente, con síntomas de ansiedad, disociación o evitación vinculadas a experiencias prolongadas de desprotección institucional.
El trauma no termina cuando la persona deja el empleo: persiste en su memoria corporal, en su autoimagen, en sus vínculos futuros. Muchas personas afectadas tardan años en recuperar su autoestima, su deseo de colaborar o su capacidad de expresar malestar sin miedo.
Y cuando el entorno institucional niega, minimiza o trivializa esa experiencia, el daño se duplica: se convierte en invisibilización secundaria. No solo se sufrió, sino que no se reconoce como sufrimiento legítimo.
Trauma organizacional
También existen organizaciones traumatizadas: instituciones que, tras años de dinámicas abusivas, pierden cohesión interna, sentido compartido y capacidad de regeneración. Son entornos marcados por la desconfianza, la rigidez defensiva, la rotación constante y la pérdida de propósito. Aunque cambien las personas, el daño permanece en la cultura, los ritos y las narrativas colectivas. Nadie confía. Nadie dice lo que piensa. Nadie cree que algo vaya a cambiar.
El impacto del Efecto Sutton es, por tanto, total: económico, emocional, simbólico, operativo y cultural. Pero lo más devastador no es solo lo que destruye visiblemente, sino lo que impide que florezca: la innovación, la creatividad, la escucha mutua, la dignidad, el sentido. Cuando una cultura organizacional convierte la supervivencia emocional en una competencia tácita, lo que fracasa no es solo el liderazgo, sino el proyecto humano del trabajo.
Lo más grave del Efecto Sutton no es únicamente lo que destruye de forma inmediata, sino lo que impide que florezca: la creatividad, la cohesión, la escucha y el sentido. Una organización dañada no solo pierde productividad: pierde su alma colectiva. Y si no se actúa sobre las causas estructurales, este daño se convierte en cultura.
Efectos acumulativos del Efecto Sutton
| Efecto psicológico | Síntomas en la persona | Duración típica | Impacto organizacional |
| Estrés crónico | Insomnio, fatiga, irritabilidad, tensión física, hipervigilancia, dificultad para pensar | Semanas a meses (puede volverse crónico) | Aumento de bajas, deterioro en la comunicación, errores por falta de concentración |
| Burnout | Agotamiento emocional, desapego, cinismo, sensación de ineficacia o inutilidad | Meses a años si no se interviene | Caída sostenida en la productividad, desmotivación, desconexión de los equipos |
| Ansiedad anticipatoria | Miedo constante, alerta exagerada, evitación de reuniones, autocensura, hiperconformismo | Permanente mientras persista el contexto | Inhibición de ideas, parálisis creativa, sumisión defensiva, ruptura de la confianza grupal |
| Trauma relacional | Desconfianza generalizada, retraimiento, reactividad emocional, dificultad para vincularse | De largo plazo (incluso tras dejar el empleo) | Pérdida de cohesión, conflictos no resueltos, imposibilidad de construir relaciones sanas |
| Trauma organizacional | Cultura del miedo, resignación colectiva, falta de sentido, inmovilismo institucional | Crónico, si no hay renovación profunda | Clima tóxico persistente, fuga de talento, reputación dañada, parálisis en procesos clave |
5. El sistema que permite: cultura, jerarquía y complicidades
El Efecto Sutton no surge de forma espontánea ni se sostiene únicamente por la personalidad de un individuo. Para que la toxicidad prospere, necesita un ecosistema que la alimente, la tolere o la premie. En esta sección analizamos cómo las estructuras formales e informales —políticas internas, jerarquías, cultura organizacional, silencios institucionales— actúan como vectores de reproducción del daño, convirtiendo lo excepcional en norma.
5.1. Cuando la estructura tolera: políticas, jerarquías, silencios y complicidades
Una de las claves más importantes para comprender el Efecto Sutton es que no depende únicamente de lo que el agresor hace, sino de lo que la organización permite, legitima o necesita que ocurra. La toxicidad no brota en el vacío: se enraíza y florece en estructuras que la albergan, la reproducen o se benefician de ella.
La estructura organizacional —sus normas formales e informales, su diseño jerárquico, sus mecanismos de escucha, sus métricas de éxito— puede actuar como incubadora del daño. Y cuando lo hace, el problema deja de ser individual: se convierte en sistémico.
Los principales mecanismos de tolerancia estructural al comportamiento tóxico incluyen:
Políticas ambiguas, inexistentes o puramente decorativas
Cuando no existe una definición clara de qué constituye maltrato, violencia simbólica o daño emocional, todo comportamiento abusivo puede relativizarse o quedar impune. Peor aún: cuando sí existen políticas, pero no se aplican, se refuerza la idea de que las normas son retóricas y que la impunidad es práctica.
La ausencia de consecuencias reales —o su aplicación selectiva— convierte la ética institucional en un mero enunciado. Como señala el Convenio 190 de la OIT, la violencia laboral no solo debe prohibirse: debe poder denunciarse y sancionarse con garantías.
Jerarquías rígidas y verticales
En entornos donde la autoridad no se cuestiona, donde “el jefe siempre tiene razón” y donde la crítica hacia arriba se penaliza, los comportamientos tóxicos se protegen por defecto. La asimetría de poder crea zonas de impunidad: quienes agreden desde arriba rara vez son corregidos, y quienes sufren desde abajo temen hablar.
En estos sistemas, la dominación se institucionaliza como liderazgo, y el miedo se convierte en lubricante de funcionamiento.
Cultura del rendimiento sin ética
Cuando el único criterio de valor es el resultado medible (ventas, entregas, cumplimiento de KPIs), se construye un entorno donde el “cómo” importa menos que el “cuánto”. En estas culturas, los agresores funcionales prosperan porque sus daños no entran en la contabilidad oficial.
Se toleran comportamientos destructivos porque generan beneficios a corto plazo, sin medir el coste humano, reputacional o organizacional que producen a mediano y largo plazo. Así, la toxicidad se vuelve rentable.
Silencios institucionales
El silencio es una de las formas más poderosas de complicidad. Se expresa en testigos que no intervienen, en direcciones que miran hacia otro lado, en personas que callan para protegerse o “no meterse en líos”.
Estos silencios no son solo individuales: son estructurales cuando se repiten, se aprenden y se esperan. Se convierten en cultura de neutralidad forzada. La organización se protege a sí misma… negando la experiencia de quienes sufren.
Complicidades funcionales y redes de protección
Muchas veces, los agresores funcionales forman parte de redes informales de poder: son aliados del liderazgo, confidentes de personas clave, miembros de clanes internos. No se les protege “a pesar de lo que hacen”, sino precisamente porque lo hacen.
Su utilidad táctica —para controlar equipos, imponer disciplina o sostener jerarquías— los convierte en piezas estratégicas. Y cuando el daño es funcional al orden, el orden se impone al cuidado.
Estas condiciones configuran un ecosistema tóxico autorregenerativo. El agresor ya no necesita defenderse: la estructura lo hace por él. El entorno lo justifica, lo minimiza, lo ampara o lo premia. Lo que empieza como un “comportamiento individual inapropiado” se convierte, con el tiempo, en una forma admitida y silenciosa de operar.
En estos sistemas, el maltrato no es un accidente: es una política no escrita. Y desmontarlo no requiere únicamente formar personas: requiere transformar reglas, cuestionar jerarquías, redistribuir poder y romper el silencio institucional.
5.2. El rol ambivalente de RRHH: mediador, cómplice o neutralizador
Los departamentos de Recursos Humanos ocupan una posición estratégica en toda organización. En teoría, son los garantes del bienestar de las personas, el desarrollo profesional y la resolución justa de los conflictos. Sin embargo, en la práctica, su rol frente al Efecto Sutton es profundamente ambivalente: pueden actuar como mediadores éticos, cómplices funcionales o actores neutralizados.
Esta ambivalencia no se debe solo a la voluntad individual de quienes trabajan en RRHH, sino a su posición política dentro del sistema de poder institucional: ¿responden al cuidado de las personas o a la protección de la dirección? ¿Tienen autonomía real o son un apéndice formal del control jerárquico?
Podemos identificar al menos tres figuras tipo:
RRHH como mediador activo
Es el rol ideal y transformador. En este caso, el área de RRHH asume una función ética, preventiva y estructural, con capacidad real de intervenir ante situaciones de abuso o deterioro del clima laboral. Actúa con sensibilidad, escucha las señales antes de que estallen los conflictos, y protege activamente a las personas afectadas.
Sus funciones incluyen:
- Promover protocolos claros y accesibles sobre acoso, violencia simbólica y seguridad psicológica.
- Garantizar canales confidenciales y protegidos para denunciar sin miedo.
- Formar a liderazgos y mandos intermedios en prevención, comunicación y ética relacional.
- Rendir cuentas hacia abajo y hacia arriba, no solo hacia la dirección.
En este modelo, RRHH no es un ente neutro: es un actor con agencia ética y política.
RRHH como cómplice estructural
En muchas organizaciones, RRHH actúa como escudo institucional, no como espacio de cuidado. Su función se centra en proteger la imagen de la organización, minimizar los conflictos, evitar litigios o filtrar la información que llega a los niveles superiores. A veces, incluso desincentiva formalmente las denuncias o penaliza indirectamente a quien alza la voz.
Este perfil se manifiesta cuando:
- Se archivan denuncias sin seguimiento real.
- Se recomienda el traslado de la persona afectada, pero no se interviene sobre el agresor.
- Se interpreta el malestar como un problema de “ajuste cultural” o “fragilidad personal”.
- Se prioriza “la estabilidad institucional” sobre la reparación del daño.
Aquí, RRHH no es neutral: es funcional a la reproducción del daño.
RRHH como actor neutralizado
En este escenario, el departamento de RRHH carece de poder real. Sus decisiones están supeditadas a la dirección general, sus funciones son mayoritariamente administrativas, y no puede intervenir frente a figuras con poder político, reputacional o jerárquico dentro de la organización.
Es común en:
- Estructuras con alta concentración de poder en una o dos personas.
- Culturas autoritarias donde la “voz de RRHH” no tiene peso estratégico.
- Entornos donde RRHH está subcontratado, desprofesionalizado o sin formación específica.
Aquí, incluso si existen personas bienintencionadas, el rol institucional está neutralizado por diseño.
Cuando RRHH es débil o cómplice, las personas aprenden una lección cruel pero persistente: hablar no sirve de nada. Este mensaje simbólico refuerza el ciclo del miedo, valida el poder del agresor y deteriora profundamente la confianza organizacional. No importa cuántos documentos de valores existan: si el canal de protección falla, la cultura del silencio se impone.
Por eso, no basta con tener un “departamento de personas” como casilla cumplida en el organigrama. Es necesario que RRHH tenga legitimidad, autonomía, formación ética, mandato claro y voluntad política para actuar. De lo contrario, deja de ser garante de derechos para convertirse en garante del statu quo.
Y en ese caso, el Efecto Sutton deja de ser tolerado: es gestionado como parte del sistema.
5.3. Cultura del miedo y banalización del daño: cuando el maltrato se vuelve norma
El mayor peligro del Efecto Sutton no es el grito ocasional, el correo agresivo o la descalificación puntual. Esos actos son visibles, identificables y —en teoría— sancionables. El verdadero riesgo aparece cuando el maltrato se vuelve paisaje, cuando se instala una cultura del miedo normalizado, y el daño deja de ser excepción para convertirse en norma relacional.
Lo que antes era inaceptable se vuelve cotidiano. La violencia simbólica se disfraza de exigencia. El control emocional se vende como rigor profesional. La exclusión se enmarca como “gestión del talento”. El problema ya no es solo lo que ocurre, sino la forma en que se interpreta, se justifica o se trivializa.
Esta cultura del miedo se caracteriza por múltiples signos fácilmente reconocibles:
- Las personas evitan hablar en reuniones por temor a represalias, ridiculización o marginación.
- El mantra compartido es “así son las cosas aquí”, expresión que naturaliza lo intolerable.
- Se celebra públicamente a figuras autoritarias como “líderes fuertes”, “eficientes” o “necesarios”, aunque generen daño relacional sostenido.
- Las víctimas son cuestionadas, invisibilizadas o culpabilizadas por “exageradas”, “sensibles” o “poco resilientes”.
- Se premia la obediencia acrítica y se castiga la disidencia respetuosa, desactivando cualquier posibilidad de mejora estructural.
Los estudios sobre justicia organizacional (Greenberg, 1990; Colquitt, 2001–2023) muestran que la percepción de equidad no se limita al reparto de tareas o recompensas, sino que incluye cómo se toman las decisiones, cómo se comunican, y cómo se trata a las personas en situaciones de conflicto o daño. Esta teoría distingue entre justicia distributiva (qué se reparte), procedimental (cómo se decide), relacional (cómo se trata a las personas) e informacional (cómo se explica lo que se hace).
En estos entornos, la creatividad se bloquea, el sentido del trabajo se diluye, la rotación se vuelve silenciosa (y estratégica) y el compromiso se transforma en pura supervivencia emocional. Las personas dejan de trabajar para construir y empiezan a trabajar para no ser vistas, no ser señaladas, no ser castigadas.
El daño ya no es solo interpersonal: es cultural, institucional y simbólico. Y como bien saben los estudios organizacionales, la cultura es más difícil de cambiar que una persona. Porque no se trata solo de sustituir a quien maltrata, sino de desaprender colectivamente lo que el sistema ha convertido en costumbre.
La banalización del daño: cuando ya no sorprende
Uno de los signos más peligrosos del deterioro cultural es la banalización del daño. Ocurre cuando:
- “Es normal que te hablen así”.
- “Aquí todo el mundo está estresado, no te lo tomes personal”.
- “Mejor no levantes la voz, no vale la pena”.
- “Esa jefa es dura, pero consigue resultados”.
En ese punto, la violencia ya no necesita justificarse: se vuelve invisible, funcional y rentable. Y el daño, lejos de generar rechazo, se integra en las narrativas de éxito, exigencia y profesionalismo.
Así, la toxicidad deja de ser una disfunción puntual para convertirse en identidad organizacional. No es algo que pasa en la empresa: es parte de lo que la empresa es.
Cuando una estructura se pliega al abuso, el problema ya no es quién agrede. El problema es quién sostiene al agresor, lo habilita o lo necesita. Y ese “quién” casi siempre es un “cómo”: un modelo de poder, una forma de liderazgo, una cultura empresarial que valora más el control que el cuidado.
Por eso, el verdadero desafío no es identificar al tóxico individual, sino desmontar los sistemas que hacen que su toxicidad sea útil, deseable o invisible. Porque mientras el miedo sea la herramienta de gestión dominante, no habrá innovación sostenible ni dignidad compartida. Solo silencio, desgaste y fuga.
6. De la tolerancia a la reproducción: cómo se institucionaliza el daño
El Efecto Sutton rara vez se impone con violencia desde el primer momento. Su instalación es progresiva, sigilosa, estratégica. Comienza con una persona —el agresor funcional—, se manifiesta en síntomas de malestar, y se perpetúa cuando la organización no actúa o actúa tarde.
Tolerar el daño es el primer paso hacia su normalización. Pero el proceso no termina ahí. Cuando no hay límites claros, ni sanciones, ni reparación, el comportamiento tóxico deja de ser una anomalía para convertirse en parte del paisaje institucional. Es entonces cuando lo disfuncional se vuelve norma y lo inaceptable se vuelve rentable.
6.1. De la excepción al hábito: señales de institucionalización
El Efecto Sutton no se instala de golpe: se cultiva. Lo que comienza como un comportamiento disruptivo y dañino se convierte, con el tiempo, en hábito organizacional cuando las estructuras fallan en su rol protector. Esta institucionalización del daño no solo perpetúa la violencia relacional: reconfigura la cultura interna, debilitando los valores éticos, las prácticas de cuidado y el sentido compartido del trabajo.
Las organizaciones donde el daño ha dejado de ser una excepción y se ha convertido en parte del funcionamiento cotidiano suelen compartir al menos cuatro patrones estructurales:
Desconfianza estructural
Nadie dice lo que piensa. Nadie cree que hablar sirva para algo. Los protocolos existen —en manuales, en intranets, en comités— pero no se usan, o se perciben como ineficaces, burocráticos o punitivos. Los equipos operan en modo autodefensa, con máscaras, silencios estratégicos y emociones contenidas.
Los espacios de diálogo dejan de ser seguros: las reuniones se convierten en vitrinas de cautela, y las conversaciones informales se cargan de resignación. En lugar de cultivar confianza, la organización aprende a sobrevivir bajo amenaza difusa.
Protección sistémica del agresor
El daño se conoce —a veces incluso se comenta entre pasillos o en evaluaciones confidenciales—, pero no se actúa. Las figuras agresoras son protegidas por jerarquías superiores, redes informales de poder, dependencia económica o capital simbólico acumulado. Se dice que son “imprescindibles”, “muy valiosos”, “duros pero eficaces”.
Este patrón instala una narrativa perversa: quien daña no solo queda impune, sino que es recompensado. Y al ser recompensado, su comportamiento se convierte en modelo a seguir. El sistema deja de sancionar el abuso y pasa a legitimarlo.
Deslegitimación de la queja
Cuando alguien denuncia o expresa malestar, no se activa la escucha: se activa la sospecha. La persona que señala el daño es tachada de conflictiva, exagerada, emocionalmente inestable o incapaz de trabajar en equipo. Se invierte la carga de prueba: no hay que demostrar que alguien ha dañado, sino justificar que alguien se ha sentido dañado “sin razón suficiente”.
Se instala así una lógica de doble castigo: quien sufre el daño primero lo vive, y luego debe defenderse por haberlo nombrado. En muchos casos, esta dinámica lleva a la autocensura, al abandono o al aislamiento, mientras el agresor sigue escalando posiciones.
Degradación del umbral ético
Con el tiempo, las organizaciones que normalizan la toxicidad ven deteriorarse su propio umbral moral. Lo que antes generaba alarma, ahora apenas incomoda. Se naturalizan las ironías hirientes, los gritos en privado, las exclusiones sutiles, las amenazas veladas. Se pierde sensibilidad frente al sufrimiento ajeno. El maltrato se vuelve forma de gestión; la violencia relacional, técnica de liderazgo.
El daño deja de ser visible porque ya no se percibe como tal. En ese punto, la organización ha perdido algo más que su salud: ha perdido su brújula ética.
Una cultura que normaliza el daño
La ausencia de consecuencias reales envía un mensaje claro y devastador:
En esta organización, lo importante no es cómo trates a las personas, sino que produzcas resultados, obedezcas jerarquías o protejas la reputación.
La calidad del vínculo no importa. La dignidad, tampoco. Lo que cuenta es el rendimiento, la lealtad al poder, o la capacidad de callar.
Esta lógica no solo institucionaliza el Efecto Sutton: reproduce un modelo de organización donde el control se impone sobre el cuidado, y la obediencia reemplaza a la justicia.
6.2. Ejemplos de reproducción sistémica
La institucionalización del daño no es un fenómeno abstracto: ocurre en organizaciones reales, con nombres, trayectorias y propósitos reconocidos públicamente. Y lo más inquietante es que no siempre se produce por malicia deliberada, sino por una combinación de cegueras estructurales, miedos compartidos y lealtades mal entendidas.
A continuación, se presentan tres ejemplos representativos que ilustran distintas formas de reproducción sistémica del Efecto Sutton. Lo que los une no es la identidad del agresor, sino la complicidad del sistema que lo sostiene:
Fundación educativa: el agresor que “consigue resultados”
En una prestigiosa fundación educativa, el director general acumula desde hace años denuncias internas por humillaciones reiteradas, gritos en reuniones, desdén hacia subordinados y decisiones autoritarias. El personal más joven permanece menos de un año. Nadie se atreve a dar feedback en público. El ambiente está marcado por la desconfianza.
Sin embargo, la junta directiva lo respalda sistemáticamente, con frases como: “sí, es difícil, pero trae mucho dinero”, o “tiene buenos contactos en la administración”. Las denuncias se archivan, las evaluaciones se maquilan, y quienes se van son tachados de “débiles” o “poco adaptados”.
Resultado: se pierde talento, se perpetúa el miedo, y la cultura de innovación queda reducida a fachada. La organización sigue existiendo, pero ha dejado de cuidarse a sí misma.
Red de cooperación internacional: el capital simbólico que silencia
En una red de ONGs de cooperación internacional, una figura histórica —presente desde la fundación— usa su autoridad moral y su capital político para controlar los relatos internos, excluir a voces críticas y desactivar cualquier intento de coevaluación o alternancia.
Habla el lenguaje del compromiso, de los derechos humanos, de la transformación social. Pero internamente, descalifica, ridiculiza o ignora a quienes cuestionan su estilo de liderazgo. Las personas nuevas, especialmente mujeres jóvenes o técnicos con formación crítica, son rotuladas como “inmaduras” o “ideologizadas”.
El equipo, agotado, opta por el silencio o la salida. El consejo rector elige no intervenir, por temor a dividir el proyecto o deslegitimar su legado. El daño se hereda generación tras generación.
ONG comunitaria: sororidad como mecanismo de control afectivo
En una organización de base comunitaria con fuerte identidad feminista, la coordinadora general —una mujer con discurso sólido y presencia pública— ejerce un liderazgo basado en el control emocional y la dependencia afectiva. Decide funciones, autoriza proyectos, administra tensiones, distribuye reconocimientos.
Cuando alguien plantea un desacuerdo, activa mecanismos de sororidad forzada: apela al compañerismo, al contexto hostil, a la importancia de no generar “dramas internos”. Quien insiste es percibida como “desleal”, “individualista” o “colonizada por el patriarcado emocional”.
El miedo se enmascara como lealtad, y muchas integrantes acaban desvinculándose con una mezcla de tristeza, culpa y frustración. Nadie sabe cómo detener la maquinaria afectiva sin parecer enemiga del proyecto.
Una constante: el sistema protege a quien daña
En todos estos casos, el patrón es el mismo: el problema no es solo el agresor, sino la estructura que lo valida. La falta de intervención no es neutralidad: es una forma de continuidad.
El Efecto Sutton se reproduce cuando el poder simbólico, la reputación externa o la eficacia operativa valen más que la salud relacional, la escucha o la justicia interna.
Y cuando eso ocurre, la organización deja de ser espacio de transformación para convertirse en espacio de reproducción del trauma.
6.3. El modelo de reproducción del Efecto Sutton
Podemos sintetizar el proceso en cinco etapas:
| Etapa | Dinámica clave | Resultado |
| 1. Aparición | Una persona despliega conductas tóxicas encubiertas (microviolencias, manipulación, maltrato emocional) | Daño inicial a vínculos, confianza y seguridad |
| 2. Ambigüedad estructural | La organización no sabe, no quiere o no puede intervenir a tiempo | Silencio, confusión, miedo |
| 3. Justificación | Se minimiza el daño: “es su carácter”, “hay que entender el contexto”, “también aporta mucho” | El agresor gana legitimidad |
| 4. Normalización | La conducta se repite sin consecuencias. Se convierte en estilo de liderazgo o “forma de ser aquí” | Cultura de tolerancia al daño |
| 5. Reproducción | Nuevas figuras aprenden que el abuso funciona. El ecosistema premia al agresor funcional | Institucionalización de la toxicidad |
6.4. La línea entre la omisión y la complicidad
Cuando una estructura tolera la violencia relacional, ya no se trata solo de falta de actuación: se ha convertido en agente activo de reproducción del daño. La omisión sistemática no es neutralidad: es complicidad funcional. Y cuando una organización elige no cuidar, está eligiendo —consciente o inconscientemente— sostener una forma de violencia institucionalizada.
Muchas veces esa complicidad no se expresa con apoyo explícito al agresor. Se manifiesta en el archivo de las denuncias, la falta de seguimiento, la mirada que se desvía, el cambio de tema en las reuniones, la promoción del silencio como prudencia. Y poco a poco, el entorno se adapta: quienes nombran el malestar son etiquetados como problemáticos, y quienes lo generan, como “exigentes”, “fuertes” o “necesarios”.
La línea entre tolerar y proteger es delgada, pero ética y políticamente contundente. Lo que no se enfrenta, se avala. Lo que no se nombra con claridad, se diluye en ambigüedad. Y esa ambigüedad siempre favorece al poder que daña, nunca al cuerpo que sufre.
“Las estructuras no necesitan gritar para violentar. Basta con que callen cuando deberían cuidar.”
Por eso, nombrar no es suficiente. Es necesario actuar. Y actuar no solo contra la persona agresora, sino contra las condiciones estructurales que la blindan. No basta con desplazar al “imbécil con poder” si no se modifican los protocolos, los incentivos, las reglas informales, las alianzas tácitas que lo mantuvieron en pie.
Del castigo a la transformación
Las organizaciones no cambian porque se sancione a alguien. Cambian cuando revisan sus propias reglas relacionales, cuando se atreven a preguntarse:
- ¿Cómo decidimos quién asciende?
- ¿Qué tipo de liderazgo estamos premiando?
- ¿Qué señales no quisimos ver?
- ¿A qué le llamamos lealtad, y a qué le llamamos traición?
Cambian cuando dejan de penalizar la incomodidad y comienzan a valorarla como señal de cuidado. Cuando sustituyen la cultura de la supervivencia por una cultura de la escucha estructural.
Cambian cuando entienden que cuidar no es protegerse del conflicto, sino habitarlo con dignidad.
El reto es relacional, no solo disciplinario
El verdadero reto no es “deshacerse” de quien daña, sino transformar las lógicas que permiten que dañar sea rentable, reproducible y premiado.
Es repensar cómo se construye el poder, cómo se ejerce la autoridad y cómo se entiende la pertenencia.
Y ese reto es también una oportunidad: la de construir organizaciones donde el cuidado no sea un extra, sino una estructura. Donde lo que se protege no sea la reputación, sino la relación.
Porque no hay misión ética sin ética relacional. Y no hay transformación sin incomodidad política.
Autoevaluación organizacional: ¿Estamos reproduciendo el Efecto Sutton?
Instrucciones:
Lee cada pregunta y responde con una de las siguientes opciones:
✅ Sí ⚠️ A veces ❌ No
| ETAPA | PREGUNTA CLAVE | RESPUESTA |
| 1. Aparición | ¿Hemos detectado comportamientos que generan malestar (interrupciones constantes, desprecios, ironía, aislamiento, control excesivo)? | … |
| ¿Alguien del equipo ha expresado sentirse humillado, inseguro o silenciado? | … | |
| 2. Ambigüedad estructural | ¿Tenemos protocolos claros y accesibles para actuar frente a estas situaciones? | … |
| ¿Sabemos a quién acudir si se detecta un caso de agresión funcional o maltrato sutil? | … | |
| 3. Justificación | ¿Hemos escuchado o dicho frases como “es su forma de ser” o “también hace muchas cosas buenas”? | … |
| ¿Se relativiza el daño si la persona tiene poder, trayectoria o contactos externos? | … | |
| 4. Normalización | ¿Hay patrones de comportamiento tóxico que se repiten sin consecuencias visibles? | … |
| ¿La gente evita hablar, proponer o pedir ayuda por miedo a represalias o juicios? | … | |
| 5. Reproducción | ¿Nuevas personas están aprendiendo que ser agresivo, dominante o controlador es útil o aceptado? | … |
| ¿Se ha convertido el miedo en parte normal del funcionamiento cotidiano? | … |
Resultados orientativos:
- Mayoría de “Sí” en etapas 1-2: Atención temprana. Hay señales que requieren respuesta inmediata antes de que se estructuren.
- “Sí” o “A veces” en etapas 3-4: Riesgo de normalización. Urge intervenir con medidas culturales y de liderazgo.
- “Sí” en etapa 5: Reproducción activa. Hay un problema estructural. Se requiere cambio organizacional profundo.
Recomendaciones de uso:
- Puede completarse de forma anónima y luego debatirse en sesión facilitada.
- También puede usarse como base para diseñar indicadores de cuidado y seguridad psicológica en evaluaciones internas.
- Se recomienda repetir cada 6-12 meses como parte de procesos de aprendizaje institucional.
7. Prevención y transformación organizacional
Transformar una cultura tóxica no es solo una cuestión de buenas intenciones: requiere estrategia, coherencia, liderazgo comprometido y estructuras que respalden los valores del cuidado, el respeto y la equidad. Prevenir el Efecto Sutton implica actuar en tres planos simultáneos: individual, organizacional y cultural. Este capítulo presenta herramientas clave para ello.
7.1. Contratación ética y sistemas de alerta temprana
El primer filtro para evitar la reproducción estructural del Efecto Sutton no está en las sanciones tardías, sino en los procesos de entrada. No se trata solo de contratar a los más “capaces” desde una perspectiva técnica, sino de incorporar personas que sean competentes sin dañar, brillantes sin despreciar, firmes sin maltratar.
Una cultura organizacional saludable no se construye únicamente con formación interna: comienza en el momento en que se decide quién entra y bajo qué criterios.
Algunas estrategias clave para promover una contratación ética, relacional y preventiva incluyen:
- Incluir criterios éticos y relacionales en las entrevistas
No basta con evaluar competencias técnicas. Es imprescindible observar:
- Cómo la persona habla de antiguos compañeros y jefaturas.
- Cómo reacciona ante preguntas sobre conflictos o desacuerdos.
- Qué rol adopta en dinámicas de poder: ¿tiende a la colaboración o al control?
- ¿Reconoce errores pasados con madurez o deriva culpas?
El lenguaje y las actitudes proyectadas en la entrevista pueden anticipar patrones relacionales futuros.
- Evaluar la humildad profesional y la disposición a aprender
El talento que desprecia o compite destructivamente no es talento: es riesgo institucional. Las señales de arrogancia temprana, sobreconfianza, invisibilización de equipos o autodefinición como “líder natural” deben leerse con atención.
- Simulaciones grupales como espejo del comportamiento relacional
Los ejercicios colaborativos, especialmente en contextos ambiguos o de presión leve, permiten detectar:
- Actitudes dominantes o acaparadoras
- Competitividad improductiva
- Desprecio sutil hacia el ritmo o las ideas de otras personas
- Incapacidad para escuchar o para construir en colectivo
Lo que emerge en un entorno simulado tiende a reproducirse en el entorno real si no se aborda.
- Consultar referencias éticas, no solo de rendimiento
Las referencias deben ir más allá de la eficacia técnica. Es fundamental preguntar por:
- Relación con equipos anteriores
- Estilo de liderazgo o colaboración
- Manejo de conflictos y disidencias
- Capacidad de pedir ayuda o rectificar
Una persona que genera daño relacional de forma sistemática deja señales en sus contextos previos.
Sistemas de alerta temprana: detectar antes de que estalle
Más allá de la selección, es necesario implementar mecanismos internos de detección temprana, que permitan identificar patrones tóxicos antes de que se cronifiquen. Algunas herramientas clave:
- Buzones confidenciales de consulta o alerta, gestionados por instancias neutrales y con respuesta garantizada.
- Entrevistas de salida sistemáticas, con foco no solo en motivos técnicos, sino en clima, dinámicas relacionales y motivos de malestar.
- Encuestas periódicas de clima laboral que incluyan ítems sobre seguridad psicológica, percepción de justicia, posibilidad de expresarse y valoración del liderazgo.
- Protocolos de actuación rápida ante señales de alarma, que incluyan revisión, acompañamiento y, si procede, suspensión preventiva.
Estos sistemas solo funcionan si van acompañados de voluntad institucional, recursos asignados y transparencia en la gestión. De lo contrario, se convierten en rituales vacíos que desacreditan aún más la posibilidad de protección real.
Prevenir el Efecto Sutton no es solo cuestión de elegir bien a las personas: es apostar por un modelo de organización que valore el cuidado como criterio de excelencia. Porque el verdadero liderazgo no comienza cuando se asciende, sino cuando se selecciona con responsabilidad. Y el primer indicador de futuro no está en el currículum, sino en la ética relacional.
7.2. Seguridad psicológica: claves para construirla desde la dirección
La seguridad psicológica no es una consecuencia espontánea ni un privilegio de culturas “amables”: es una decisión estratégica que se construye —o se destruye— desde el ejercicio cotidiano del poder. Es, ante todo, una responsabilidad de quienes lideran, porque solo desde posiciones jerárquicas puede garantizarse que nadie será castigado por hablar, dudar, disentir o errar.
Como ha demostrado Amy Edmondson, sin seguridad psicológica no hay innovación, aprendizaje ni confianza sostenida. Los equipos que no pueden expresarse con libertad no se cuidan: se adaptan, se callan o se van.
En esta línea, autores como Michael West (2021) han desarrollado el concepto de compassionate leadership, que propone una forma de liderazgo basada en la atención activa, la empatía y la respuesta cuidadosa al sufrimiento. Lejos de ser un modelo blando, este enfoque mejora el rendimiento, la retención y el bienestar. Su articulación con la seguridad psicológica, tal como plantea Edmondson, permite pasar de culturas del miedo a culturas de confianza sostenida.
Otros enfoques, como el mindful leadership (K. Kerns, D. Rock, C. Germer), subrayan la importancia de la conciencia emocional, la presencia activa y la autorregulación afectiva como competencias centrales del liderazgo ético. En todos estos modelos, liderar no significa imponer, sino sostener emocionalmente los procesos colectivos, abrir espacio al error, y cuidar sin infantilizar.
Para construir entornos donde las personas puedan ser, aportar y equivocarse sin miedo, se requieren algunas claves fundamentales:
Liderazgos vulnerables y honestos
La seguridad psicológica comienza cuando quienes dirigen se muestran humanos: reconocen sus errores, abren espacios de conversación incómoda, y no reaccionan con hostilidad ante la crítica. Un líder que nunca se equivoca o que impone miedo simbólico no genera respeto: genera sumisión.
La vulnerabilidad no es debilidad: es una forma madura de autoridad emocional.
Reuniones emocionalmente seguras
Las reuniones deben tener reglas explícitas de respeto, escucha activa y participación equitativa. Es necesario evitar que siempre hablen los mismos, que la interrupción se normalice o que las ideas diferentes se ridiculicen.
Un equipo que no puede hablar con franqueza en una reunión ya no es un equipo: es una estructura de obediencia.
Reconocimiento explícito del valor de la crítica
Criticar no es atacar. Cuando se promueve una cultura donde las objeciones, las alertas y las propuestas de mejora se interpretan como cuidado colectivo, se fortalece la corresponsabilidad. Pero si la crítica se castiga o se interpreta como amenaza, se destruye el vínculo entre persona y propósito.
Las ideas florecen donde disentir no pone en peligro la posición de quien disiente.
Protocolos reales frente al maltrato
Toda organización necesita contar con protocolos claros, accesibles y con consecuencias verificables cuando se vulnera la seguridad psicológica de alguien. Si no hay respuesta institucional, el daño se naturaliza y la confianza se disuelve.
La impunidad es el antónimo de la seguridad. Y sin consecuencias, no hay protección.
La seguridad psicológica no es buenismo, ni una moda pasajera del lenguaje corporativo: es un prerrequisito de toda cultura organizacional que quiera perdurar, innovar y cuidar sin quebrarse.
Es la diferencia entre un grupo que sobrevive en silencio, y uno que crea, cuestiona y se reconstruye colectivamente.
7.3. Políticas de tolerancia cero con consecuencias visibles
Tener normas no basta. Lo que cuenta no es lo que está escrito en los manuales, sino lo que ocurre cuando se vulneran los principios. Una política de “tolerancia cero” frente al maltrato solo es creíble si se aplica con coherencia, celeridad y consecuencias visibles. De lo contrario, se convierte en una promesa vacía, en un ritual de autoimagen institucional sin efecto real.
Una política efectiva de tolerancia cero frente a la violencia organizacional —simbólica o explícita— debe cumplir con cuatro pilares esenciales:
Definición clara y operativa del daño
Es imprescindible que la organización tipifique con precisión los comportamientos inaceptables. Esto incluye no solo las agresiones explícitas, sino también:
- Microviolencias reiteradas (interrupciones sistemáticas, invisibilización, sarcasmo humillante)
- Abuso de poder jerárquico (imposición, descalificación pública, sobrecontrol emocional)
- Ironías o burlas que degradan el valor subjetivo del otro
- Exclusión deliberada de espacios de decisión o circulación de información relevante
Lo que no se nombra, no se protege. Lo que se ambigua, se normaliza.
Canales accesibles, confidenciales y confiables
No basta con tener un buzón o una dirección de correo institucional. Se requiere:
- Múltiples vías de reporte, adaptadas a diferentes niveles de exposición
- Protección efectiva contra represalias
- Acompañamiento profesional a quien denuncia
- Claridad sobre qué ocurrirá después: qué pasos se siguen, quién los gestiona y en qué plazos
Si los canales existen, pero no son creíbles, se convierten en una vía muerta. La confianza en la estructura depende de su capacidad real de contener, no solo de registrar.
Actuación rápida, transparente y sin relativización
La celeridad y la transparencia proporcional son clave para restaurar la confianza. Las investigaciones no pueden alargarse indefinidamente ni operar con opacidad total. El proceso debe equilibrar:
- Presunción de inocencia y derecho a defensa
- Reparación simbólica y emocional a quien fue vulnerado
- Comunicación institucional proporcional (al menos hacia el equipo afectado)
Demorar, minimizar o burocratizar el dolor es otra forma de violencia institucional.
Aplicación visible y proporcional de consecuencias
No puede haber “tolerancia cero” sin consecuencias reales y visibles. El agresor debe saber que su comportamiento tiene un coste; el equipo debe ver que la organización se posiciona sin ambigüedades.
Las consecuencias pueden ir desde:
- Disculpas públicas o privadas, con reconocimiento explícito del daño
- Planes de mejora obligatorios con seguimiento externo
- Sanciones proporcionales según el código interno
- Desvinculación contractual, en casos de daño grave o sistemático
Lo esencial es que haya coherencia entre discurso y acción. Porque si quien daña es protegido y quien habla es penalizado, el mensaje real de la organización es claro: el abuso es rentable y el cuidado, marginal.
La tolerancia cero no es un eslogan. Es un compromiso práctico, ético y político. No se trata de castigar más, sino de prevenir mejor, cuidar antes y actuar cuando el límite se cruza.
Una organización que aplica sus principios solo cuando conviene, no tiene valores: tiene marketing. Y ninguna cultura sostenible se construye desde la incoherencia.
7.4. Indicadores para detectar toxicidad y liderazgo destructivo
El Efecto Sutton muchas veces no aparece en los balances contables ni en los informes de productividad. No se detecta por cifras de ventas ni por cumplimiento de objetivos trimestrales. Sin embargo, deja huellas profundas y rastreables en la salud emocional, relacional y simbólica de la organización.
Por eso, contar con indicadores organizacionales específicos permite identificar patrones de daño que, si no se miden, se normalizan. El silencio también se contabiliza. La desconfianza también se percibe. La fuga de talento también tiene un pulso.
Algunos indicadores clave para detectar la presencia de toxicidad estructural o liderazgo destructivo son:
Tasa de rotación voluntaria por unidad o equipo
- ¿Hay áreas con salidas anómalamente altas en comparación con el resto de la organización?
- ¿Las personas que se van tienen un perfil similar (jóvenes, mujeres, personas nuevas, personal sensible o crítico)?
- ¿Se repiten patrones relacionales en las entrevistas de salida?
La alta rotación localizada suele ser una señal clara de disfunción cultural o mal liderazgo. No es movilidad: es huida.
Ausentismo y bajas por estrés o malestar emocional
- ¿Se concentran las bajas prolongadas en ciertas unidades o bajo ciertas jefaturas?
- ¿Existen patrones de reincidencia?
- ¿Se verbalizan motivos emocionales, aunque no figuren formalmente?
Las bajas por causas difusas (agotamiento, ansiedad, estrés crónico) son indicadores indirectos de daño organizacional silenciado.
Resultados de encuestas de clima laboral
Más allá de los promedios, conviene observar:
- Niveles altos de miedo a expresar opiniones o disidencias
- Percepción generalizada de injusticia o favoritismo
- Sensación de falta de reconocimiento emocional y profesional
- Autoevaluaciones de seguridad psicológica y confianza institucional
Si se repite un “malestar callado” en ciertas áreas, es necesario intervenir antes de que se convierta en norma cultural.
Número y tipo de denuncias internas (formales e informales)
- ¿Se reportan comportamientos inadecuados, aunque sea de forma confidencial?
- ¿Quién reporta? ¿Qué tipo de líderes son señalados?
- ¿Qué pasa luego? ¿Se actúa o se archiva?
El aumento o la ausencia total de denuncias pueden ser señales de alerta: lo importante es el contexto, no la cifra.
Calidad relacional de las reuniones y espacios de decisión
Observar dinámicas como:
- ¿Quién habla con libertad? ¿Quién calla sistemáticamente?
- ¿Quién interrumpe o ridiculiza sin consecuencias?
- ¿Cómo se toman las decisiones? ¿Se consulta o se impone?
- ¿Se permite el error, la duda, la crítica? ¿Se castiga lo emocional?
Las reuniones son termómetros relacionales: revelan cómo circula (o no) la confianza.
Un liderazgo destructivo puede no aparecer en los indicadores clásicos de rendimiento, pero deja rastros precisos en los datos relacionales, emocionales y de confianza. Lo importante es leer los datos con enfoque ético, contextual y estratégico.
Medir no es castigar: es visibilizar para prevenir. Porque actuar a tiempo no solo evita daños mayores: es una forma de cuidar a quien aún cree que la organización puede cambiar.
Herramienta de auditoría interna: Indicadores de toxicidad organizacional
| Indicador de alerta | Preguntas de evaluación | Señales de riesgo | Acciones sugeridas |
| Tasa de rotación voluntaria por unidad o equipo | ¿Existen áreas con salidas anormalmente altas respecto al promedio? ¿Qué perfil tienen las personas que se van? | Rotación focalizada, repetición de perfiles en fuga, silencio institucional | Revisar liderazgos en zonas críticas, realizar entrevistas de salida cualitativas |
| Ausentismo y bajas por estrés o malestar emocional | ¿Se concentran bajas prolongadas en ciertas jefaturas? ¿Se declaran causas emocionales o de agotamiento? | Alta recurrencia de bajas por estrés, absentismo invisible, ansiedad difusa | Aplicar protocolos de cuidado y revisar condiciones estructurales de presión |
| Resultados de encuestas de clima laboral | ¿Los resultados indican miedo a opinar, sensación de injusticia, falta de reconocimiento o baja seguridad psicológica? | Niveles altos de desconfianza, percepción de impunidad, desvinculación emocional | Facilitar espacios seguros de expresión y seguimiento de resultados |
| Número y tipo de denuncias internas (formales o no) | ¿Se reportan comportamientos inadecuados? ¿Qué seguimiento tienen? ¿Se protegen a las personas que reportan? | Ausencia total o aumento abrupto de denuncias sin respuesta clara | Garantizar protección, anonimato y trazabilidad ética del proceso |
| Calidad relacional de las reuniones y decisiones | ¿Quién habla y quién no? ¿Hay interrupciones sistemáticas? ¿Las decisiones se consultan o se imponen? | Silencios estratégicos, participación desigual, castigo simbólico a la crítica | Formación en liderazgo cuidador y rediseño participativo de dinámicas |
7.5. Formación interna y accountability: de la cultura al comportamiento
Ninguna transformación organizacional será sostenible si no se trabaja sobre la cultura, y la cultura no se cambia con comunicados, sino con formación encarnada, prácticas diarias y coherencia institucional. El Efecto Sutton no desaparece por decreto: se desactiva cuando deja de ser útil, tolerado o invisible.
Esto exige dos compromisos simultáneos:
- Formación interna sostenida en liderazgo ético y vínculos saludables
- Responsabilidad distribuida y visible sobre cómo se ejerce el poder y cómo se habita el trabajo
Formación en liderazgo ético, emocional y relacional
Liderar no es controlar. Liderar es cuidar sin infantilizar, decidir sin dañar, exigir sin agredir. Por eso, toda persona en posición de influencia debe ser formada en:
- Gestión emocional y prevención del daño
- Resolución respetuosa de conflictos
- Desempeño sin coerción
- Capacidad de escucha empática y no reactiva
La autoridad no se mide por obediencia, sino por la capacidad de construir confianza duradera.
Dinámicas de coevaluación horizontal y retroalimentación protegida
Una organización ética no evalúa solo de arriba hacia abajo. Escucha también hacia arriba.
Implementar sistemas en los que los equipos puedan retroalimentar a sus líderes, sin miedo a represalias, es un paso decisivo hacia la cultura del cuidado. Estas coevaluaciones deben estar protegidas por anonimato, traducirse en planes de mejora y ser leídas como insumos, no como amenazas.
Construcción participativa de principios y valores
Los valores institucionales solo transforman si son construidos colectivamente y vividos en lo cotidiano. Imponer principios desde la cúpula genera desafección. Involucrar a los equipos en su diseño genera pertenencia.
Un código ético redactado en colectivo, discutido en talleres, revisado con ejemplos y vinculado a decisiones reales, tiene más fuerza que un PDF colgado en la intranet.
Accountability relacional: rendir cuentas de cómo nos vinculamos
La rendición de cuentas no puede limitarse a los resultados numéricos. Cada persona, independientemente de su cargo, debe rendir cuentas también de su forma de vincularse con los demás.
Esto implica incorporar indicadores relacionales en las evaluaciones de desempeño:
- ¿Cómo ejerce la autoridad?
- ¿Cómo gestiona la diversidad?
- ¿Genera seguridad psicológica o miedo?
- ¿Inspira confianza o impone sumisión?
Cuando el comportamiento relacional es parte del sistema de evaluación, las prácticas destructivas pierden valor institucional.
Transformar la cultura es cambiar lo que se tolera y lo que se premia
Una cultura solo se transforma cuando:
- Las prácticas tóxicas dejan de ser funcionales
- El cuidado deja de ser un extra y pasa a ser un criterio estructural
- El liderazgo se redefine desde la ética del vínculo, no desde la jerarquía del miedo
Prevenir el Efecto Sutton no es solo evitar el daño: es crear condiciones para que el respeto, la creatividad y la dignidad sean posibles.
Una organización saludable no es la que tiene cero denuncias, sino la que escucha, aprende y actúa para que nadie tenga miedo de ser quien es.
8. El Efecto Sutton en el tercer sector y el voluntariado: cuando el cuidado se vuelve frágil
8.1. El daño en los espacios que cuidan
El tercer sector y el voluntariado se asocian con valores como la solidaridad, la empatía, la justicia social y el cuidado. Se los imagina —y con frecuencia se autodefinen— como espacios éticos por naturaleza, protectores frente a la lógica dura del mercado, la competitividad neoliberal o la frialdad burocrática del Estado. Esta imagen proyecta una promesa moral: aquí no se daña, aquí se cuida.
Sin embargo, esa promesa, cuando no se revisa críticamente, puede volverse un escudo de impunidad. La idealización de estas organizaciones como lugares “buenos por definición” muchas veces invisibiliza dinámicas de poder, exclusión y daño que también pueden ocurrir —y de hecho ocurren— en su interior.
El Efecto Sutton, lejos de ser ajeno a este ámbito, puede adoptar formas especialmente dolorosas y difíciles de detectar. No grita: susurra. No se impone desde el cargo, sino desde el prestigio simbólico. Se manifiesta cuando el abuso se disfraza de entrega, cuando la manipulación se camufla como compromiso, cuando la autoridad moral se convierte en impunidad afectiva.
En estos entornos, el liderazgo tóxico no siempre es autoritario ni explícito. A menudo se encarna en figuras históricas, fundadoras o muy comprometidas, cuya trayectoria les otorga un poder simbólico que no se cuestiona fácilmente. Su violencia no es evidente: es selectiva, emocionalmente ambigua, muchas veces negada incluso por quienes la sufren.
El daño, aquí, no es solo funcional: es relacional y político. Se vive como una traición al propio proyecto, a los vínculos construidos, a la idea de que es posible una forma distinta de trabajar y convivir. Por eso duele más. Porque no es solo injusto: es decepcionante.
Quienes se ven afectadas por este tipo de dinámicas suelen experimentar culpa, confusión y vergüenza. Se preguntan si están exagerando, si el problema son ellas, si ponerle nombre al malestar no será “destruir lo construido”. Y en ese dilema, muchas callan o se van.
El resultado es profundo: el agotamiento no es solo físico o emocional. Es ético. Y eso es lo más peligroso. Porque cuando las personas dejan de creer que otra organización del trabajo es posible, el cinismo ocupa el lugar de la esperanza, y el cuidado se vuelve solo discurso.
Por eso hablar del Efecto Sutton en el tercer sector no es solo un gesto analítico. Es una necesidad política y ética: la de hacer coherente la promesa del cuidado con su práctica interna. Porque si no se cuida dentro, lo que se hace fuera pierde legitimidad.
8.2. Factores de riesgo específicos en el tercer sector
El tercer sector —ONGs, cooperativas, fundaciones, movimientos comunitarios— nace con vocación transformadora, pero no está exento de estructuras, prácticas y silencios que favorecen el liderazgo destructivo. De hecho, su singular combinación de motivación altruista, reconocimiento moral y estructuras organizativas frágiles lo hace especialmente vulnerable.
Algunos de los factores de riesgo más relevantes son:
Organizaciones jerárquicas sin contrapesos democráticos
En muchas entidades, la concentración informal del poder en figuras fundadoras, históricas o muy visibles —sin mecanismos de rendición de cuentas ni rotación real— crea un entorno donde la autoridad simbólica se convierte en inmunidad institucional.
El compromiso de estas personas es incuestionable, pero su poder relacional no tiene freno, y sus decisiones, por inercia o temor reverencial, rara vez son discutidas. Esto genera contextos donde se vuelve casi imposible confrontar un comportamiento dañino, por muy evidente que sea.
Ambigüedad de roles entre personal laboral y voluntariado
La convivencia de personas con estatutos jurídicos y grados de implicación muy distintos puede dificultar la regulación de conflictos. ¿Quién puede exigir qué? ¿Qué derechos tienen las personas voluntarias cuando sufren violencia simbólica? ¿Cómo se denuncian abusos cuando los canales están diseñados solo para trabajadores contratados?
La falta de reglas claras crea vacíos de protección, especialmente para quienes están en posiciones periféricas, jóvenes o nuevas incorporaciones.
Normalización del sacrificio y la sobreexigencia
En muchas organizaciones sociales, decir “no puedo” o “necesito descansar” se vive como una amenaza al proyecto común. Se premia la entrega ilimitada, se glorifica la hiperdisponibilidad y se invisibilizan las consecuencias del agotamiento acumulado.
Esta cultura de la entrega sin límites facilita que figuras tóxicas utilicen la causa como coartada para exigir lo imposible, cancelar el disenso o silenciar la fragilidad.
Cultura del “aguante emocional”
Se espera que las personas implicadas lo soporten todo con vocación. El malestar se interpreta como debilidad individual. Expresar dolor, dudas o cansancio puede ser leído como falta de compromiso. Así, el umbral de tolerancia al abuso se eleva, y muchas personas se quedan atrapadas entre la culpa por hablar y la impotencia por callar.
Ausencia de evaluación crítica y miedo al conflicto
Muchas entidades carecen de espacios reales para revisar sus prácticas internas. El temor a “dañar la imagen”, “abrir divisiones” o “dar argumentos al enemigo” bloquea procesos de revisión o reparación. Se prioriza la unidad superficial sobre la salud colectiva.
Esto refuerza un patrón donde las víctimas callan y los agresores se consolidan como referentes indiscutibles.
En este ecosistema, la figura del agresor funcional encuentra un terreno fértil. Suele ser alguien admirado, incuestionado, que conoce bien los códigos simbólicos de la organización. Se presenta como indispensable, como la columna vertebral del proyecto.
Y es precisamente esa mezcla de entrega histórica y legitimidad simbólica lo que hace tan difícil detectar —y aún más, confrontar— su toxicidad. Su maltrato no se ve como violencia, sino como “exigencia necesaria”, “dureza productiva” o simplemente “su forma de ser”.
Por eso, más allá de las buenas intenciones, el tercer sector necesita estructuras que no conviertan la pasión en coartada, ni la entrega en escudo. Porque sin reglas claras, el idealismo se convierte en campo minado emocional, y el daño se disfraza de liderazgo comprometido.
8.3. Ejemplos emblemáticos: entre lo público y lo íntimo
En los últimos años, diversos casos han puesto en evidencia la fragilidad ética de algunas estructuras del tercer sector. Son historias que no solo cuestionan a las personas implicadas, sino que interpelan profundamente a las culturas institucionales que permiten —y a veces protegen— esas formas de maltrato.
En organizaciones ambientalistas de prestigio internacional, voluntarios y voluntarias denunciaron abusos de poder, silenciamiento y manipulación emocional por parte de referentes con fuerte visibilidad mediática. Las denuncias fueron inicialmente minimizadas o diluidas en procesos internos sin consecuencias claras. La causa —urgente, noble, planetaria— operó como coartada moral para no actuar.
En redes de economía solidaria y cooperativas feministas, donde el liderazgo es horizontal y la autogestión es norma, la falta de estructuras de cuidado institucional permitió que casos de acoso quedaran sin respuesta. La lógica del “no dividir” o del “no hacer daño al proceso colectivo” generó pactos de silencio frente a dinámicas que violentaban emocional y simbólicamente a compañeras. El feminismo, convertido en discurso, no alcanzó a ser práctica.
En fundaciones del ámbito social, profesionales y activistas críticos con las direcciones fueron aislados, excluidos de espacios clave o reubicados bajo justificaciones administrativas. En muchos casos, se trataba de personas que habían planteado con respeto cambios estructurales, denuncias de clasismo interno o falta de coherencia con los principios fundacionales. La respuesta fue el desplazamiento simbólico: no confrontar ideas, sino neutralizar voces.
Estos casos no son anecdóticos. Tampoco son excepcionales. Revelan una tensión estructural que atraviesa al tercer sector en su conjunto: cómo construir organizaciones coherentes con los valores que dicen defender.
Además, estos ejemplos revelan que el daño institucional no siempre es visible desde fuera. A menudo, las organizaciones con mejor imagen pública son las que más dificultades tienen para reconocerse en la autocrítica. La reputación externa se convierte en una trampa interna: todo se justifica en nombre del bien mayor.
Como señaló una trabajadora social desplazada de una fundación con premios internacionales:
“Me dolió más que me dañaran en nombre de la justicia que si lo hubieran hecho en una empresa. Allí al menos no esperas cuidado. Aquí te lo prometen. Y cuando no llega, duele el doble.”
Por eso es tan importante nombrar estos casos. Porque lo que no se nombra se repite. Y porque solo cuando el daño se reconoce —aunque duela, aunque incomode— es posible empezar a reparar.
8.4. Entre la militancia y el cuidado: tensiones sin resolver
Uno de los dilemas más profundos —y menos abordados— del tercer sector es la tensión persistente entre la militancia sacrificada y la cultura del cuidado estructural. Mientras muchas organizaciones se definen como espacios de transformación social, siguen operando bajo lógicas de entrega absoluta, donde el cuerpo, el tiempo y la estabilidad emocional se consideran recursos al servicio de la causa.
Esta lógica, heredera del activismo clásico y del voluntariado caritativo tradicional, romantiza el desgaste. Se enaltece la figura de quien siempre está disponible, de quien nunca se queja, de quien prioriza la urgencia del mundo sobre sus propios límites. En ese modelo, el descanso se sospecha, la vulnerabilidad se calla y el autocuidado se desprecia como individualismo.
Esta cultura produce efectos devastadores. Entre los más frecuentes:
- El malestar se patologiza en quien lo expresa, no en quien lo genera. Quien señala una dinámica injusta o relata una experiencia dolorosa suele ser etiquetado como conflictivo, frágil o negativo. Se desplaza el foco del daño estructural hacia el supuesto “problema personal”. La organización se blinda; la persona se rompe.
- El cuidado se ve como “algo burgués”, feminizado o poco político. En muchos entornos militantes, el cuidado se asocia al mundo privado, doméstico o terapéutico, y no a la acción transformadora. Se olvida que sin vínculos seguros no hay sostenibilidad política posible.
- Las víctimas de violencia interna se sienten culpables por “hacer ruido” o “poner en riesgo el proyecto”. El mandato de lealtad emocional hacia la causa puede ser tan fuerte que muchas personas afectadas prefieren callar, minimizar o retirarse antes que señalar lo que no funciona. Así, el daño se perpetúa en nombre de la unidad.
Este tipo de cultura no solo daña a quienes la habitan: erosiona la legitimidad ética de las organizaciones. Porque una causa justa no justifica prácticas injustas. Y porque ninguna transformación social profunda puede sostenerse en vínculos marcados por el sacrificio silencioso, la culpa emocional o la negación del dolor.
Transformar esta cultura no implica debilitar la fuerza política de los proyectos. Al contrario: significa hacerlos habitables. Significa entender que la salud relacional, la escucha activa y la redistribución del poder no son amenazas, sino condiciones de posibilidad de cualquier cambio real.
8.5. Propuestas desde el cuidado radical
Prevenir el Efecto Sutton en el tercer sector no significa profesionalizarlo todo ni importar sin crítica las lógicas del mundo corporativo. No se trata de convertir organizaciones solidarias en empresas. Se trata de dotarlas de estructuras éticas, afectivas y colectivas que protejan a quienes las sostienen. Porque sin cuidado interno, no hay coherencia externa.
A continuación, se proponen cinco líneas clave para construir una cultura organizacional alineada con los valores que se defienden hacia fuera, y capaz de prevenir la institucionalización del daño:
Protocolos de convivencia y resolución de conflictos con enfoque restaurativo
Las organizaciones del tercer sector necesitan herramientas explícitas —y accesibles— para prevenir y gestionar conflictos. No basta con confiar en la “buena voluntad” o la cultura compartida.
Es fundamental:
- Elaborar protocolos claros, escritos en lenguaje sencillo, adaptados a la diversidad del voluntariado.
- Incluir enfoques restaurativos, que prioricen la reparación del vínculo, la escucha mutua y la responsabilidad compartida, sin replicar esquemas punitivos.
- Garantizar que los mecanismos de acceso y protección no dependan del estatus interno (trabajador, voluntaria, colaborador externo).
Un protocolo no solo debe estar disponible: debe ser comprendido, compartido y activado sin temor.
Formación ética y emocional para personas con responsabilidad
Las personas que coordinan, acompañan o lideran equipos necesitan formación específica en liderazgo relacional, gestión emocional y escucha activa. No basta con que “sepan mucho” o “lleven muchos años”:
La autoridad ética en estos espacios se construye en la práctica diaria.
Esta formación debe incluir:
- Herramientas para detectar señales tempranas de malestar.
- Capacidades para intervenir sin violencia, reconocer errores y reparar sin humillar.
- Reflexión crítica sobre cómo se ejerce el poder desde la emoción, la trayectoria y la visibilidad.
Liderar con cuidado es una competencia que no surge sola, pero puede aprenderse.
Espacios seguros de escucha colectiva y revisión mutua
Las organizaciones necesitan rituales de cuidado estructurados y periódicos. No se trata de hacer una asamblea cuando hay conflicto, sino de construir un hábito colectivo de revisión.
Propuestas posibles:
- Círculos de confianza donde se puedan nombrar tensiones antes de que escalen.
- Espacios de devolución y retroalimentación horizontal, donde también quienes coordinan puedan ser escuchadas.
- Mecanismos para proteger la disidencia sin represalias.
Hablar del malestar no debilita una organización. Lo que la debilita es negarlo.
Evaluaciones participativas y periódicas del clima interno
Lo que no se mide, se normaliza. Lo que no se escucha, se enquista. Por eso es necesario implementar evaluaciones que vayan más allá de la productividad o los objetivos formales.
Estas evaluaciones deben incluir:
- Indicadores de seguridad emocional (¿me atrevo a hablar?), justicia relacional (¿se me escucha?), reconocimiento (¿se valora mi aporte?) y equidad en la toma de decisiones.
- Participación de todas las figuras implicadas (trabajadores, voluntariado, socios/as, becarias, etc.).
- Compromiso explícito de que los resultados tendrán consecuencias organizativas reales.
Un diagnóstico sin acción es una forma de frustración estructural.
Revisión crítica de las lógicas de entrega total
Es urgente desnaturalizar la cultura del sacrificio permanente. Eso implica:
- Incorporar el descanso como derecho y como práctica política.
- Revisar expectativas, horarios, formas de disponibilidad y condiciones materiales del trabajo y la militancia.
- Aceptar que no todas las personas pueden, ni deben, entregar todo: la pluralidad no es debilidad, es riqueza.
El compromiso sostenible no se basa en la sobreexigencia, sino en la dignidad relacional.
En definitiva, cuidar no es suavizar. Es construir estructuras que permitan el conflicto sin daño, la exigencia sin humillación, el compromiso sin agotamiento.
Porque la legitimidad de una organización no se mide solo por lo que logra hacia afuera, sino por cómo se trata hacia dentro. Y porque ninguna causa vale el precio del silencio, la culpa o la desprotección de quienes la sostienen día a día.
8.6. Cuidar el cuidado: una urgencia política
El tercer sector tiene una potencia transformadora única. Sus organizaciones habitan los márgenes del sistema, canalizan solidaridad, reparan lo que las políticas públicas no alcanzan, sostienen la vida donde el mercado abandona. Pero no puede sostener esa potencia si reproduce, dentro de sí, las mismas lógicas que combate fuera.
El Efecto Sutton, en estos contextos, no es solo una falla de liderazgo. Es una incoherencia ética estructural. Una grieta dolorosa entre el relato y la práctica, entre los fines que se enuncian y los medios que se utilizan. Porque no hay justicia social sin justicia interna.
Cuidar el cuidado no es un gesto blando. No es sentimentalismo, ni concesión, ni estrategia de recursos humanos. Es una decisión política radical: la de reconocer que la dignidad, el bienestar emocional y la seguridad relacional no son extras, sino condiciones necesarias para la acción transformadora.
Implica construir organizaciones donde no solo se dé —tiempo, ideas, cuerpo— sino también se reciba:
- Reconocimiento: saber que el esfuerzo es visto, que la voz cuenta, que el aporte importa.
- Respeto: no ser juzgada por disentir, por descansar, por hablar desde la experiencia vivida.
- Límites: poder decir no sin ser penalizada emocionalmente.
- Espacios para nombrar el malestar sin miedo: porque el silencio no cuida, sólo prolonga el daño.
Cuidar el cuidado es hacer política desde la relación. Significa mirar hacia adentro sin miedo a lo que aparezca. Significa asumir que una organización transformadora no puede fundarse en el sacrificio silencioso, en la culpa colectiva ni en el blindaje de quienes hieren.
Y sobre todo, significa no permitir que el daño ocurra en nombre del bien. Porque cuando eso pasa, la herida es doble: hiere el cuerpo y la esperanza.
9. Reflexión final
9.1. Más allá de los “imbéciles”: responsabilidad estructural y colectiva
El Efecto Sutton comenzó como un diagnóstico provocador: ¿qué impacto puede tener una sola persona tóxica en una organización? La respuesta fue clara y alarmante. Pero quedarse en el individuo sería quedarse en la superficie. No se trata de señalar “imbéciles” —como los nombró Robert I. Sutton con crudeza—, sino de mirar cómo, por qué y para qué los sostenemos.
Una persona tóxica no opera en el vacío: necesita permisos estructurales, blindajes informales y un contexto que no solo la tolere, sino que la recompense. El verdadero problema no es solo quien grita, humilla o manipula, sino el sistema que le permite seguir haciéndolo sin consecuencias.
Cada vez que:
- Una cultura jerárquica bloquea la crítica o la denuncia,
- Se premia el rendimiento sin revisar los medios para alcanzarlo,
- Se naturaliza el abuso con un “así es él” o “es dura, pero eficaz”,
- Se exige silencio en nombre de la estabilidad,
…no estamos frente a una persona problemática, sino frente a una estructura cómplice. Frente a una cultura que, de forma más o menos consciente, ha elegido priorizar el control sobre el cuidado.
Por eso, la responsabilidad es estructural, colectiva y política. No se trata de esperar que “cambien los malos”, sino de transformar las reglas del juego, los incentivos, las narrativas y los espacios de relación. Lo que hay que modificar no es solo quién lidera, sino cómo lideramos; no solo quién daña, sino cómo nos vinculamos.
La transformación no depende de una buena persona en el lugar adecuado, sino de una voluntad compartida de rediseñar el poder desde la ética relacional. Porque no hay cultura saludable sin justicia cotidiana, ni innovación sin vínculos seguros.
El Efecto Sutton nos habla, en última instancia, del tipo de organización —y de sociedad— que estamos dispuestos a tolerar. Y de si tenemos el coraje no solo de nombrar el daño, sino de dejar de necesitarlo para funcionar.
9.2. Cómo evitar que la toxicidad se normalice bajo la máscara del “éxito”
Uno de los riesgos más perversos del Efecto Sutton es su capacidad de disfrazarse de éxito. Muchas personas tóxicas son promovidas no a pesar de su comportamiento destructivo, sino precisamente porque logran resultados visibles, imponen disciplina o aparentan liderazgo “fuerte”.
El maltrato, entonces, se justifica como exigencia, se disfraza de eficacia y se reinterpreta como carácter. Se felicita a quien grita “porque logra que el equipo rinda”. Se protege a quien humilla “porque entrega a tiempo”. Se premia a quien silencia “porque resuelve”.
Así, la violencia simbólica y emocional se institucionaliza como estrategia de rendimiento. Y lo que debería generar alarma —la rotación, el miedo, el silencio— se interpreta como consecuencia inevitable del éxito.
¿A qué precio se construye ese “éxito”?
Porque el coste real no aparece en los informes trimestrales, pero se acumula en las raíces de la organización:
- Fuga de talento valioso, especialmente de personas sensibles, creativas y éticas.
- Climas laborales densos, donde se impone la autoprotección emocional.
- Equipos que dejan de innovar por miedo a equivocarse o disentir.
- Normalización de la desconfianza, la sumisión y el silencio estratégico.
- Reputación interna que contradice el discurso oficial.
Este es el precio oculto de liderazgos destructivos que “cumplen objetivos”: resultados inmediatos a costa del deterioro sostenido de la salud relacional, de la ética institucional y del sentido colectivo del trabajo.
¿Cómo evitar esta normalización del daño rentable?
Requiere valentía organizacional. Porque cuestionar este modelo no es solo ético: es estratégico. Implica una serie de decisiones difíciles pero necesarias:
- Dejar de ascender a quien lidera dañando, aunque sea eficaz en métricas numéricas.
- Valorar el respeto tanto como los resultados.
- Redefinir el éxito: no solo por lo que se logra, sino por cómo se logra.
- Formar y promover liderazgos que cuidan, no que controlan.
- Escuchar activamente al equipo, no solo a los resultados.
Significa priorizar:
| En lugar de… | Elijamos… |
| Obediencia | Confianza |
| Control coercitivo | Coordinación respetuosa |
| Competencia depredadora | Colaboración horizontal |
| Exigencia sin escucha | Responsabilidad compartida |
| Éxito individual destructivo | Bienestar colectivo sostenible |
Evitar que la toxicidad se normalice es una apuesta política por una forma distinta de liderar y de convivir. Es entender que no todo lo que funciona a corto plazo construye futuro, y que no todo lo que brilla transforma.
Una organización sana no es aquella que tolera agresores funcionales por miedo a perder eficacia, sino aquella que entiende que no hay éxito sin dignidad, ni resultados que justifiquen el daño.
8.3. Hacia culturas del cuidado, la escucha y el coraje institucional
El antídoto al Efecto Sutton no es la vigilancia obsesiva ni el castigo ejemplarizante: es la construcción consciente y sostenida de culturas del cuidado. Culturas donde el poder no se ejerce desde el miedo, donde se escucha antes de reaccionar, donde la relación importa tanto como el resultado.
Una cultura del cuidado no es ingenua ni blanda. Es una apuesta estratégica por la sostenibilidad humana del trabajo. Supone entender que la dignidad, el reconocimiento mutuo y la seguridad emocional no son accesorios morales, sino condiciones estructurales para innovar, cooperar y permanecer.
Implica decisiones concretas:
- Formar liderazgos empáticos que no confundan firmeza con dureza ni eficiencia con agresión.
- Democratizar la toma de decisiones, no como gesto simbólico, sino como reconocimiento real de las voces diversas.
- Valorar la dimensión relacional en las evaluaciones de desempeño: cómo se lidera, cómo se colabora, cómo se repara.
- Actuar ante el daño sin dilaciones, sin encubrimientos y sin importar cuán rentable sea quien lo perpetra.
Construir una cultura del cuidado también requiere escuchar con honestidad radical:
- A quienes se fueron porque no pudieron más.
- A quienes callan porque aprendieron que hablar duele.
- A quienes han sufrido y siguen aportando, aunque nadie lo haya reconocido.
Y eso nos obliga a revisar nuestras métricas, nuestras promociones, nuestros relatos heroicos de éxito. Porque el verdadero éxito no consiste en crecer a cualquier precio, sino en sostenernos sin herirnos.
Más aún: construir culturas del cuidado requiere coraje institucional. Coraje para:
- Intervenir incluso cuando el agresor es poderoso, útil o carismático.
- Corregir incluso cuando el daño no es explícito, pero sí sostenido.
- Preguntarnos no solo quién daña, sino qué estructuras lo permiten.
- Imaginar otras formas de trabajar donde nadie tenga que dejar de ser quien es para sobrevivir.
El Efecto Sutton no es inevitable. Pero desactivarlo exige algo más que códigos de conducta y frases inspiradoras. Exige cambiar la lógica desde la que entendemos el trabajo, el poder y la convivencia.
Cuidar, en este contexto, no es un gesto blando. Es un acto radical de política organizacional. Es decir: es preguntarnos, todos los días, qué estamos dispuestos a permitir, a transformar y a proteger.
Y en esa pregunta vive el futuro de nuestras organizaciones. Y de quienes las habitan.
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- Noddings, N. (1984). Caring: A Feminine Approach to Ethics and Moral Education. University of California Press. Cuidado como paradigma político.
- Prilleltensky, I. (2006). Psychopolitical validity. American Journal of Community Psychology. Justicia relacional y bienestar.
- Rodríguez Magda, R. (2013). El hombre de los cuidados. Icaria. Propuesta política desde el cuidado.
- Serres, M. (2014). Pulgarcita. Los Libros del Lince. Cultura digital, disrupción y nueva subjetividad.
- Western, S. (2010). Eco-leadership. Sage. Crítica al liderazgo narcisista y visión alternativa del poder.
11. Anexos
A. Cuadro comparativo de tipos de comportamientos tóxicos
| Tipo de agresor | Características clave | Ejemplos típicos | Consecuencias en el equipo |
| Abusivo directo | Autoritario, descalificador, grita, humilla en público | Gritos, insultos, ridiculización frente al equipo | Miedo, inhibición, deterioro de autoestima |
| Pasivo-agresivo | Hostil encubierto, sabotea desde el silencio, usa ironía o ambigüedad | Negarse a colaborar, sarcasmo constante, exclusión deliberada | Confusión, frustración, ambiente enrarecido |
| Narcisista manipulador | Necesita admiración, desprecia al otro, instrumentaliza relaciones | Se apropia del trabajo ajeno, deslegitima críticas, exige lealtad ciega | Desmotivación, desgaste emocional, fuga de talento |
| Camaleónico funcional | Se adapta según jerarquía: adula hacia arriba, maltrata hacia abajo (kiss up, kick down) | Es sumiso con superiores pero hostil con su equipo | Clima desigual, pérdida de confianza en la estructura |
B. Lista de verificación de seguridad psicológica en equipos
Responde con ✔️ (sí), ❌ (no) o ⚠️ (a veces) a las siguientes afirmaciones:
| Ítem | ✔️/❌/⚠️ |
| Las personas pueden expresar desacuerdos sin temor a represalias | |
| Se reconocen públicamente los errores como oportunidades de aprendizaje | |
| Las reuniones permiten participación horizontal y respetuosa | |
| Hay canales de retroalimentación protegida hacia el liderazgo | |
| Nadie interrumpe sistemáticamente a otras personas en los espacios grupales | |
| Se reconocen los logros colectivos y no solo individuales | |
| Las decisiones se comunican con claridad y sentido | |
| Existen mecanismos claros para reportar maltrato sin miedo |
Interpretación:
- 7-8 ítems ✔️ → Clima saludable
- 4-6 ✔️ → Zona de mejora crítica
- ≤3 ✔️ → Riesgo alto de inseguridad psicológica
C. Ejercicios prácticos para identificar y desactivar dinámicas nocivas
Ejercicio 1: Cartografía del silencio
- Dibuja una red informal del equipo (quién se comunica con quién).
- Marca con rojo a las personas que rara vez intervienen o son sistemáticamente ignoradas.
- Reflexiona: ¿Qué estructuras permiten este patrón? ¿A quién le cuesta más hablar? ¿Por qué?
Ejercicio 2: Diario de microviolencias
Durante una semana, anota (anónimamente) situaciones que:
- Te hayan hecho sentir infravalorada/o.
- Hayas presenciado como daño hacia otra persona.
- Te hayan parecido sutilmente injustas o excluyentes.
Agrupa los resultados y analiza patrones: ¿quién ejerce? ¿quién sufre? ¿cuándo se repiten?
Ejercicio 3: Role playing inverso
Simula una reunión en la que:
- Quien habitualmente interrumpe debe practicar la escucha activa.
- Quien nunca habla debe liderar una parte.
- El equipo observa las emociones y dinámicas que emergen.
Discute: ¿cómo podemos redistribuir el poder en lo cotidiano?
D. Guía para implementar una “Política Sutton” en tu organización
- Declaración institucional
Redactar y difundir públicamente un compromiso contra el comportamiento tóxico, con ejemplos claros y lenguaje accesible.
- Protocolos y sanciones
Establecer un protocolo interno para reportar y responder a casos de maltrato, con pasos, tiempos y consecuencias bien definidos.
- Formación continua
Incluir formación obligatoria en:
- Liderazgo ético
- Comunicación no violenta
- Gestión emocional
- Prevención del acoso y microviolencias
- Evaluaciones transversales
Medir la seguridad psicológica y el clima laboral cada seis meses, con encuestas anónimas, entrevistas abiertas y auditorías relacionales.
- Cultura del reconocimiento y el cuidado
- Premiar el liderazgo positivo, la colaboración, la escucha.
- Visibilizar públicamente comportamientos ejemplares.
- Establecer indicadores de respeto y equidad como criterios de promoción.
- Seguimiento y rendición de cuentas
Crear una comisión mixta (dirección + plantilla) que supervise la implementación y evolución de esta política, con autonomía e informes públicos.
Este anexo convierte el diagnóstico en acción. Invita a las organizaciones a pasar de la indignación a la transformación, y a construir entornos donde no solo se evite el daño, sino que florezca la dignidad compartida.
E. Test de alerta rápida para equipos
Test de alerta rápida: ¿Hay señales de riesgo en nuestro equipo?
Responde Sí / A veces / No.
Este test puede ser respondido de forma individual, o como punto de partida para un diálogo grupal seguro.
| Pregunta | Sí / A veces / No |
| ¿Algunas personas evitan hablar en reuniones o bajan la mirada cuando el/la líder interviene? | … |
| ¿Existen bromas internas que degradan a alguien o que se hacen a costa de una persona específica? | … |
| ¿Se ha perdido talento valioso en los últimos meses sin razones claras o reconocidas? | … |
| ¿Hay una figura que es intocable, aunque varias personas expresan malestar con su estilo de trato? | … |
| ¿Sientes que si expresaras una crítica, podrías sufrir consecuencias (directas o sutiles)? | … |
| ¿El malestar emocional es tratado como fragilidad o falta de profesionalidad? | … |
| ¿Se han intentado activar protocolos o alertas que no han tenido consecuencias reales? | … |
Interpretación:
- 2–3 respuestas “sí”: riesgo moderado, intervenir antes de que se normalice.
- 4 o más respuestas “sí” o “a veces”: hay síntomas de cultura permisiva o estructuralmente dañada.
D. Glosario crítico de términos clave
Agresor funcional
Persona que, pese a ejercer comportamientos destructivos (hostigamiento, abuso de poder, microviolencias), es tolerada o incluso premiada por la organización debido a su supuesto rendimiento o lealtad jerárquica. Su éxito depende de la estructura que lo protege.
Ambigüedad jerárquica
Confusión entre roles, estatus o niveles de responsabilidad en una organización, que dificulta establecer límites claros, mecanismos de denuncia o protección efectiva. Frecuente en entornos con mezcla de voluntariado, activismo y personal contratado.
Ambigüedad protectora
Ausencia de definiciones claras sobre lo que constituye abuso, maltrato o violencia relacional, lo cual permite justificar o minimizar el daño. Es uno de los mecanismos más comunes de reproducción de dinámicas tóxicas.
Autocensura preventiva
Conducta frecuente en entornos inseguros donde las personas omiten ideas, críticas o emociones por miedo a represalias, desprestigio o aislamiento. Es un síntoma claro de desaparición de la seguridad psicológica.
Banalidad del mal
Concepto de Hannah Arendt que describe cómo actos profundamente dañinos pueden ser ejecutados sin odio ni perversión, sino por obediencia, rutina o desresponsabilización moral dentro de estructuras burocráticas.
Burnout / Burnout (síndrome de desgaste laboral)
Estado de agotamiento físico, emocional y mental producido por exposición prolongada a entornos laborales demandantes o injustos. Reconocido por la OMS como fenómeno vinculado al trabajo.
Ceguera voluntaria (wilful blindness)
Negación consciente de realidades dañinas que son conocidas o intuidas. Dinámica frecuente en organizaciones que no quieren asumir el costo ético, emocional o institucional de ver lo que ya saben.
Clima laboral tóxico
Ambiente emocional en el que predominan el miedo, la desconfianza, la exclusión o la sobreexigencia. Se manifiesta en falta de reconocimiento, microviolencias normalizadas y silencio organizativo.
Complicidad funcional
Forma de colaboración pasiva o activa con el daño, a través del silencio, la omisión o la protección del agresor por razones de conveniencia, lealtad institucional o miedo a las consecuencias.
Confianza estructural
Condición organizacional que permite a las personas expresarse, disentir y equivocarse sin temor a castigos, represalias o humillación. No depende de la buena voluntad individual, sino de garantías institucionales estables.
Cultura del miedo
Modelo relacional basado en la inhibición, la obediencia forzada y la penalización de la crítica. Sustituye la participación por sumisión, y convierte la protección en amenaza.
Cultura del sacrificio
Lógica organizacional que idealiza la entrega total, el aguante y la disponibilidad constante, desvalorizando el descanso, la vulnerabilidad y los límites personales.
Cultura organizacional tóxica / Cultura tóxica
Sistema de valores, prácticas y hábitos compartidos que toleran, justifican o normalizan dinámicas de daño en una organización. No es la excepción, sino la norma de funcionamiento aceptada.
Cultura performativa del liderazgo
Modelo de liderazgo basado en la imagen, el carisma y la visibilidad pública, donde se privilegia el impacto simbólico sobre el cuidado relacional. Puede ocultar prácticas abusivas bajo discursos inspiradores.
Cultura permisiva
Organización que, sin promover directamente el abuso, lo permite por omisión, ambigüedad o desinterés. No toda cultura permisiva es tóxica, pero es terreno fértil para que lo tóxico se instale.
Cultura permisiva ≠ cultura tóxica
La cultura permisiva tolera el daño sin promoverlo activamente; la cultura tóxica lo reproduce como norma institucional. La diferencia no es de grado, sino de lógica estructural.
Daño simbólico
Afectación profunda de la autoestima, la pertenencia y el reconocimiento, provocada por gestos, omisiones o prácticas que niegan la dignidad subjetiva de las personas.
Desgaste ético
Pérdida progresiva del sentido de justicia y coherencia en el trabajo cuando se sostienen tareas en entornos que traicionan sus propios valores.
Deslegitimación de la queja
Mecanismo institucional por el cual se desacredita a quienes denuncian comportamientos abusivos, tildándolos de conflictivos, exagerados o emocionales.
Efecto Sutton
Impacto sistémico negativo que tiene la presencia —permitida o promovida— de una persona tóxica con poder. Afecta la creatividad, el clima, la salud emocional y la integridad cultural de la organización.
Estructura permisiva
Marco organizativo (formal o informal) que no previene ni sanciona el daño, lo que permite que este se perpetúe. Puede actuar por omisión, lentitud, ambigüedad normativa o protección tácita del agresor.
Evaluación participativa del clima
Herramienta colectiva que permite diagnosticar el estado emocional, relacional y ético de una organización desde la voz de sus integrantes. Clave para prevenir el daño estructural.
Gestión ética del conflicto
Capacidad organizacional para abordar tensiones sin represalias ni evasión. Implica escucha activa, perspectiva relacional, cuidado de los procesos y justicia restaurativa.
Impunidad afectiva
Dinámica por la cual ciertas personas pueden agredir emocionalmente sin consecuencias, debido a su capital simbólico, trayectoria o poder informal.
Justicia organizacional
Marco teórico que analiza la percepción de equidad dentro de una organización: distributiva, procedimental, relacional e informacional. Su ausencia erosiona la legitimidad institucional.
Liderazgo destructivo
Estilo de conducción basado en la intimidación, la manipulación, la rigidez o la violencia simbólica. Puede ser eficaz en el corto plazo, pero es profundamente dañino para las personas y la cultura organizacional.
Liderazgo por intimidación
Forma de autoridad basada en el miedo, el control emocional o la humillación. Se sostiene por asimetrías de poder, silencio institucional y creencias meritocráticas.
Microviolencia
Forma sutil, reiterada y muchas veces imperceptible de daño interpersonal. Incluye interrupciones, sarcasmo, sobrecontrol, invisibilización o apropiación del trabajo ajeno.
Militancia sacrificada
Actitud política que naturaliza la entrega incondicional como única forma de compromiso, sin cuidar la sostenibilidad emocional, la salud relacional o la pluralidad de tiempos y capacidades.
Necropolítica organizacional
Adaptación del concepto de Achille Mbembe: capacidad de una organización de decidir quién tiene derecho a existir simbólicamente dentro (voz, pertenencia, visibilidad) y quién debe callar, adaptarse o marcharse.
Reconocimiento
Necesidad social y emocional de ser valorado, escuchado y tratado como sujeto digno. Su ausencia sistemática genera exclusión simbólica y erosión identitaria.
Reconocimiento simbólico
Validación explícita del aporte, la identidad y la presencia de una persona en el grupo. Su negación o apropiación genera daño emocional profundo.
Reparación estructural
Más allá de disculpas personales o sanciones puntuales, implica revisar procesos, narrativas y dinámicas organizativas que permitieron el daño. Es una forma de justicia restaurativa con vocación transformadora.
Responsabilidad estructural
Principio que desplaza el foco del daño desde la persona que agrede hacia las condiciones que permiten, reproducen o legitiman el daño dentro de una organización.
Seguridad psicológica
Condición en la que las personas pueden expresarse, cometer errores, proponer ideas o mostrar vulnerabilidad sin temor a represalias, burla o exclusión. Es la base para la innovación, la confianza y el aprendizaje colectivo.
Silencio organizacional
Acuerdo explícito o implícito para no nombrar lo que daña, por miedo, lealtad mal entendida o falta de canales eficaces. Refuerza la impunidad del daño y castiga la verdad.
Sororidad instrumental
Uso estratégico del discurso feminista de apoyo entre mujeres para proteger liderazgos abusivos o silenciar críticas legítimas. Disfraza dinámicas jerárquicas bajo retóricas afectivas.
Tóxico ≠ abusivo ≠ violento
No todo comportamiento tóxico es explícitamente violento.
- Tóxico = genera malestar, deterioro emocional.
- Abusivo = utiliza el poder para someter.
- Violento = produce daño, con o sin intención.
Trauma organizacional
Herida colectiva producida por dinámicas persistentes de violencia, exclusión o injusticia. Afecta la capacidad de confianza, regeneración, y construcción de sentido compartido en la organización.
Trauma relacional
Daño subjetivo sostenido que se origina en vínculos donde se esperaba cuidado y se recibió maltrato. Afecta profundamente la capacidad de confiar, pedir ayuda o habitar espacios colectivos.
Violencia estructural
Concepto de Johan Galtung: daño sostenido producido no por agresión directa, sino por desigualdades, silencios institucionales, jerarquías injustas o decisiones que excluyen y hieren.

