🚀 «Gestión por Resultados en el Tercer Sector entre la burocracia y la transformación», un análisis sobre cómo las organizaciones sociales pueden equilibrar la exigencia de medir resultados con la misión ética y comunitaria que las define.
🌍 Este post explora las tensiones entre la burocracia y la innovación social, proponiendo una gestión por resultados (GpR) que vaya más allá de la mera rendición de cuentas y se convierta en una herramienta para el aprendizaje, la participación y la transformación real en las comunidades.
👥 Aborda temas clave como la democratización de la evaluación, la integración de metodologías participativas, el papel emergente de la inteligencia artificial, y cómo el tercer sector puede mantener su legitimidad social en un contexto de demandas crecientes de transparencia y eficacia.
📖 Invitación abierta a leer, reflexionar y dialogar sobre cómo podemos impulsar una GpR con rostro humano, que fortalezca el impacto social y respete los valores fundamentales del sector.
🔗 [Aquí el enlace al ensayo]
#TercerSector #GestiónPorResultados #InnovaciónSocial #EvaluaciónParticipativa #TransformaciónSocial
1.1. Sentido y propósito del post
1.2. De la gestión tradicional a la GpR: genealogía y debates
1.3. Misión, valores y resultados: compatibilidades y fricciones
1.4. El ecosistema del tercer sector: financiadores, administración, ciudadanía y comunidades
2.1. Los orígenes: modernización del Estado y Nueva Gestión Pública
2.2. La cooperación internacional: el auge del marco lógico y la institucionalización
2.3. La ola metodológica: hacia la evaluación como aprendizaje
2.4. La democratización de la evaluación: voces comunitarias y metodologías participativas
2.6. Tendencias emergentes: IA, datos y sostenibilidad
3.1. Principios básicos: eficacia, eficiencia, impacto, rendición de cuentas
3.2. Resultados, efectos e impactos: taxonomía útil
3.3. Diferencias entre GpR, gestión por procesos y gestión por objetivos
3.4. Enfoques críticos: derechos, género, interseccionalidad, decolonialidad
3.5. Rendición de cuentas, aprendizaje y legitimidad democrática
4.1. Rasgos identitarios: misión social, voluntariado, financiación mixta
4.2. Tensiones entre valores sociales y lógicas de resultados
4.3. Expectativas de financiadores, donantes, administración y ciudadanía
4.4. Relevancia para la sostenibilidad y la legitimidad social del sector
5.1. Planificación estratégica y Teoría del Cambio4
5.2. Marco lógico y cadenas de resultados orientadas al aprendizaje
5.3. Portafolios de intervención y lógica de contribución (no solo atribución)
5.4. Modelado de riesgos, supuestos y contexto
6.1. Indicadores de producto, resultado, impacto y calidad
6.2. Valoración del cambio social: MSC, SROI y otras alternativas
6.3. Alineación con marcos internacionales (IRIS+, IMP, ODS, datos abiertos)
7.1. Outcome Mapping, Outcome Harvesting y Contribution Analysis
7.2. Evaluación realista, desarrollativa y gestión adaptativa
7.3. Mixtura metodológica: QCA, diseños experimentales, inferencia bayesiana y trazabilidad causal
8.1. Arquitectura de datos para la GpR: interoperabilidad, calidad y gobernanza
8.2. Analítica y visualización: tableros, trazabilidad y “dato útil” para la decisión
9.1. Diseño participativo de resultados e indicadores con personas usuarias
9.2. Mecanismos de retroalimentación y accountability horizontal
9.3. Ética del cuidado, accesibilidad y lenguajes públicos
10.1. Modelo de capacidades para GpR (personas, procesos, tecnología, cultura)
10.2. Gobierno y roles: dirección, equipos, voluntariado y alianzas
10.3. Mapa de madurez GpR y hoja de ruta de adopción según tipo de entidad
11.1. Convenios, subvenciones y compra pública con enfoque a resultados
11.2. Contratos de impacto social: potencial y límites
11.3. Coste, escalabilidad y sostenibilidad del impacto
12.1. La GpR en organizaciones internacionales (cooperación, ONGs globales)
12.2. Implementación en España y Europa (ONG, fundaciones, entidades sociales)
12.3. América Latina y Caribe: innovación social y aprendizajes de territorio
12.4. África y Asia: localización del cambio y sistemas comunitarios
12.5. Síntesis comparada: qué funciona, dónde y por qué
13.1. Riesgo de burocratización y desvío de misión
13.2. Dificultades de medir impactos sociales y cualitativos
13.3. Sobrecarga para entidades pequeñas y voluntarias
13.4. Burocracia vs. flexibilidad: la tensión institucional
13.5. Miopía métrica, “gaming” de indicadores y efectos no deseados
14.1. Incorporar valores éticos y comunitarios en la medición
14.2. GpR con enfoque de derechos y justicia social
14.3. Dimensión participativa: usuarios y comunidades como coproductores de resultados
14.4. Integración de innovación social, sostenibilidad y digitalización
14.5. Principios operativos y pactos con financiadores
14.6. Diez decisiones estratégicas para alinear misión, evidencia y tecnología
15.1. Marco Lógico: genealogía de la GpR
15.2. PMBOK: estándares globales vs. realidades locales
15.3. Metodologías ágiles: Scrum, Kanban y Lean
15.4. Design Thinking: empatía y prototipado
15.5. Visual Thinking y Canvas: simplificar sin trivializar
15.6. Hibridaciones posibles: hacia una planificación situada
16.1. Síntesis de aprendizajes
16.2. Agenda de investigación–acción para el tercer sector
16.3. Invitación final: resultados con sentido
Nuevo ensayo: «Gestión por Resultados en el Tercer Sector entre la burocracia y la transformación».
¿Puede la gestión medir sin deshumanizar? Reflexiono sobre balancear rigor y misión ética en el impacto social.
Descubre cómo innovar sin perder valores. #TercerSector #ImpactoSocial #Evaluación
[Enlace al ensayo]
La Gestión por Resultados (GpR) no es un invento reciente. Surgió en los años noventa como promesa de modernización de la administración pública y de la cooperación internacional, con la aspiración de desplazar el foco de los insumos hacia los resultados. Tres décadas después, atravesadas por crisis financieras, climáticas, sociales, migratorias y sanitarias, el debate ha cambiado de lugar: ¿puede la GpR convertirse en una herramienta con sentido para el tercer sector?
El desafío es profundo. Históricamente, el tercer sector se ha definido más por su misión ética —solidaridad, dignidad, justicia— que por sus sistemas de gestión. Sin embargo, hoy se encuentra en una encrucijada marcada por tensiones inéditas. Por un lado, una sociedad cada vez más vigilante exige transparencia. Por otro, financiadores y administraciones demandan evidencias, métricas y retorno social. En medio de estas presiones, las organizaciones deben preservar lo que las hace únicas: acompañar a comunidades, cuidar personas y transformar estructuras de desigualdad, sin convertirse en meros prestadores de servicios.
La GpR contemporánea ya no se limita a matrices de marco lógico ni a informes de indicadores básicos. Hoy hablamos de Outcome Harvesting, evaluación desarrollativa, gestión adaptativa, SROI, impacto alineado con los ODS, datos abiertos e interoperabilidad. A ello se suma la irrupción de la inteligencia artificial, la analítica avanzada y los tableros digitales, que están redefiniendo cómo se recogen, interpretan y comunican los resultados en tiempo real.
El riesgo es evidente: copiar sin más modelos empresariales o públicos, convirtiendo la GpR en una burocracia sofisticada que sofoca la innovación y desvía la misión. Pero la oportunidad también lo es: apropiarla desde los valores del tercer sector, usándola no para justificar lo que se hace, sino para visibilizar qué cambia en la vida de las personas, dando legitimidad y sentido a cada intervención.
Escribir sobre GpR significa reconocer que gestionar también es un acto político. Significa preguntarse:
- ¿Qué resultados importan y quién decide qué cuenta como éxito?
- ¿Cómo traducir la solidaridad en métricas sin perder su esencia?
- ¿Cómo evitar que medir sea reducir, y lograr que evaluar sea también cuidar?
Este post parte de esas preguntas para explorar un camino posible: una GpR con rostro humano, que no reduzca la acción social a tablas y números, sino que la ilumine desde la evidencia, la participación y la ética del cuidado.
1. Introducción: del “hacer” al “lograr”
1.1. Sentido y propósito del post
Las organizaciones sociales no nacieron de un plan de negocio ni de un cálculo de gestión, sino de una urgencia ética: responder a necesidades ignoradas, a desigualdades naturalizadas, a carencias que ni el Estado ni el mercado estaban dispuestos a asumir. Esa raíz moral ha sido su legitimidad primera: “hacemos porque es justo, porque es necesario, porque nadie más lo hará”. Desde esa genealogía se entiende su enorme diversidad y su profundo arraigo comunitario.
Sin embargo, el presente marcado por crisis encadenadas —climática, sanitaria, económica, democrática— y por la escasez de recursos introduce un giro decisivo. Ya no basta con enunciar la misión o la buena intención: se exige demostrar resultados concretos, explicar cómo las intervenciones transforman vidas y territorios, rendir cuentas no solo de lo que se gasta, sino también de lo que se logra.
Hoy las organizaciones son interpeladas con nuevas preguntas:
- ¿Han contribuido a reducir la exclusión?
- ¿Han transformado las condiciones de vida en un barrio o comunidad?
- ¿Han ampliado derechos y autonomía a personas mayores, migrantes o jóvenes precarizados?
- ¿Han incidido en políticas públicas para cambiar estructuras y no solo paliar síntomas?
Este post nace en ese cruce de caminos: propone repensar la GpR no como un requisito burocrático, sino como una herramienta al servicio de la misión ética del tercer sector. Se trata de explorar cómo medir sin reducir, cómo gestionar sin deshumanizar, cómo rendir cuentas sin perder la libertad de innovar y cuidar. En definitiva, cómo articular propósito, evidencia y transformación social en tiempos de incertidumbre y demanda creciente de legitimidad.
1.2. De la gestión tradicional a la GpR: genealogía y debates
La GpR no emergió de la nada: es hija de procesos históricos que la cargan de ambigüedad y tensiones. Comprender esta genealogía es esencial para situar sus posibilidades y sus límites en el presente.
En los años ochenta, la Nueva Gestión Pública (NPM) introdujo la lógica empresarial de la eficiencia en la administración pública: metas claras, contratos de gestión, presupuestos por programas, sistemas de evaluación de desempeño. Su promesa era desplazar la mirada desde los insumos hacia los resultados, dotando al Estado de un aire de empresa moderna. En la década siguiente, la cooperación internacional adoptó el marco lógico y, más tarde, metodologías de impacto para justificar la ayuda ante contribuyentes y parlamentos. Este salto consolidó un lenguaje global donde hablar de objetivos, indicadores y medios de verificación se volvió sinónimo de profesionalismo.
A partir de ahí, el auge de la evaluación de políticas públicas extendió instrumentos de monitoreo a casi todo lo social: desde la educación hasta la integración de migrantes, pasando por salud, empleo y desarrollo local. Nacieron etiquetas diversas —Results-Based Management (RBM), Managing for Development Results (MfDR)— que compartían la misma premisa: lo importante no son los insumos, sino los efectos.
Sin embargo, esta genealogía también arrastra debates persistentes.
- Lo cualitativo invisibilizado. Procesos como la confianza, la solidaridad o la construcción de comunidad tienden a diluirse si solo importan los números.
- Condicionalidad financiera. Cuando los resultados se convierten en moneda de cambio, se corre el riesgo de desplazar la misión hacia lo medible más que hacia lo relevante, priorizando indicadores fáciles sobre transformaciones profundas.
- Burocracia renovada. Nacida para escapar del papeleo, la GpR puede convertirse en un nuevo laberinto burocrático si se aplica sin sentido crítico, reproduciendo la rigidez que pretendía superar.
Reconocer esta trayectoria no es un ejercicio histórico gratuito, sino una forma de desnaturalizar la GpR y de abrirla a reinterpretaciones desde el tercer sector. Solo así puede convertirse en una herramienta de aprendizaje, legitimidad y transformación social, en lugar de un ritual tecnocrático sin alma.
1.3. Misión, valores y resultados: compatibilidades y fricciones
La misión es el alma de toda organización social: su razón de ser, su brújula ética y su vínculo con las comunidades. Sin embargo, la introducción de la GpR genera fricciones inevitables al poner en contacto dos lenguajes distintos: el técnico de matrices e indicadores y el ético de dignidad y justicia. Este choque no es solo semántico; refleja tensiones profundas sobre qué cuenta como éxito y quién decide cómo medirlo.
El lenguaje técnico tiende a homogeneizar la diversidad y a traducir la complejidad comunitaria en filas y columnas. Las métricas cuantitativas capturan poco de la riqueza cualitativa de los procesos sociales: confianza, autoestima, redes de apoyo, transformación cultural. En su versión más rígida, la “dictadura de lo medible” puede terminar subordinando la misión a lo que cabe en un Excel, desplazando prioridades hacia indicadores fáciles y desincentivando procesos de largo plazo.
Pero también existen compatibilidades profundas. Una misión necesita evidencias para sostenerse y dialogar con administraciones, financiadores y ciudadanía. Los resultados pueden convertirse en un idioma común que legitime la acción y amplíe la influencia política del tercer sector. Y medir impacto no implica renunciar a valores: significa traducirlos en huellas tangibles, en evidencias con rostro humano que refuercen la legitimidad democrática.
En definitiva, la GpR no es enemiga de la misión, pero exige una traducción cuidadosa. El reto está en diseñar indicadores que nazcan de los valores y de la teoría del cambio de cada organización, no en imponer métricas externas sin pertinencia cultural. Así, la medición se convierte en un acto político y ético, capaz de tender puentes entre el rigor técnico y la vocación transformadora del tercer sector.
1.4. El ecosistema del tercer sector: financiadores, administración, ciudadanía y comunidades
La GpR en el tercer sector no ocurre en un laboratorio neutro, sino en un ecosistema tenso de actores con intereses, lenguajes y poderes desiguales. Cada organización se mueve en ese entramado, negociando legitimidad, recursos y espacio para su misión. Entender este ecosistema es clave para comprender por qué la GpR se vive, al mismo tiempo, como oportunidad y como amenaza.
En un extremo están los financiadores privados, que buscan retorno reputacional o pruebas sólidas de impacto para justificar sus inversiones sociales. En otro, las administraciones públicas, que vinculan convenios y contratos a indicadores, trasladando a las entidades las exigencias de auditoría y de “accountability” que reciben a su vez de parlamentos y ciudadanía. Al mismo tiempo, la ciudadanía reclama transparencia y eficacia, especialmente tras crisis de confianza institucional que han erosionado la credibilidad del sector público y de las propias ONG.
En el centro deberían estar las comunidades y personas destinatarias, pero con frecuencia son reducidas a “beneficiarios” y no a coprotagonistas de las intervenciones. Sus voces suelen llegar al final del ciclo, como testimonios decorativos, en lugar de formar parte de la definición misma de los resultados.
Este ecosistema es, por tanto, campo de disputa. Puede empujar a profesionalizar, legitimar y dialogar mejor con lo público. Pero también puede ahogar a las entidades pequeñas en la burocracia, concentrar recursos en las organizaciones más grandes y condicionar la misión a lo que los financiadores consideran “resultado válido”. La GpR deja así de ser un instrumento de aprendizaje y se convierte en un mecanismo de control vertical.
El desafío no es adaptarse pasivamente, sino reconfigurar el ecosistema. Esto implica situar a las comunidades como coproductoras de resultados, equilibrar la relación con financiadores, transparentar criterios, crear métricas compartidas y construir una cultura de resultados que no sea obediencia vertical, sino corresponsabilidad social y democrática. Solo así la GpR puede cumplir su promesa original: no solo rendir cuentas, sino transformar colectivamente la manera de producir valor social.
2. Evolución de la GpR e historias de sus principales autores
La GpR no apareció de la nada: es el producto de olas sucesivas de reformas, debates académicos y experimentos prácticos. Cada década y cada autor han dejado huella, moldeando una gramática que hoy resulta híbrida: a la vez técnica, política y ética. Este capítulo recorre esa evolución histórica y las aportaciones de los principales investigadores.
2.1. Los orígenes: modernización del Estado y Nueva Gestión Pública
La GpR tiene raíces profundas en las reformas del sector público emprendidas a finales del siglo XX. Durante los años ochenta y noventa, en un contexto de crisis fiscal, globalización y creciente desconfianza ciudadana hacia la administración, se impuso la idea de que el Estado debía comportarse como una empresa: más eficiente, más transparente y orientado a resultados tangibles. Este movimiento, conocido como Nueva Gestión Pública (NPM), se convirtió en el caldo de cultivo donde germinaría la GpR.
Autores como Christopher Hood (1991) conceptualizaron la NPM como la importación de lógicas empresariales al sector público: énfasis en la eficiencia, gestión por objetivos, contratos de desempeño, presupuestos basados en resultados y competencia cuasi-mercantil en la provisión de servicios. En paralelo, académicos como Michael Barzelay y Allen Schick exploraron la reforma presupuestaria, la descentralización y la rendición de cuentas por resultados como instrumentos para disciplinar al Estado y mostrar a la ciudadanía —y a los mercados financieros— que los recursos públicos generaban valor medible.
La premisa era simple y disruptiva: el Estado debía dejar de medir insumos y procesos —personal, recursos, actividades— y empezar a medir logros, es decir, efectos concretos sobre la sociedad. Esta lógica, impulsada por organismos internacionales como el Banco Mundial, la OCDE y el FMI, se expandió rápidamente a gobiernos nacionales y locales que buscaban legitimidad ante contribuyentes y acreedores internacionales. En términos políticos, significaba trasladar el foco del “hacer” al “lograr” en la gestión pública.
Esta etapa puede interpretarse como un giro tecnocrático. La GpR no nació como una práctica comunitaria ni como un mecanismo participativo: emergió como disciplina de control, orientada sobre todo a gobiernos, parlamentos y agencias internacionales. Sus herramientas iniciales —marcos lógicos, contratos de gestión, presupuestos por programas— estaban diseñadas para garantizar eficiencia administrativa y comparabilidad de resultados, no para reconocer diversidad territorial o participación ciudadana.
Sin embargo, en este origen tecnocrático se plantaron también las semillas de los debates actuales. Al priorizar el rendimiento medible, la NPM abrió preguntas que hoy atraviesan el tercer sector: ¿qué queda fuera cuando solo se valora lo cuantificable? ¿Cómo evitar que la orientación a resultados desplace la misión social? ¿Es posible combinar disciplina de gestión con sensibilidad comunitaria y ética pública? La historia de la GpR empieza, así, con una paradoja: nace como antídoto frente a la burocracia tradicional, pero corre el riesgo de convertirse en un nuevo tipo de burocracia sofisticada si no se reorienta hacia el aprendizaje, la participación y la transformación social.
2.2. La cooperación internacional: el auge del marco lógico y la institucionalización
Si los años ochenta marcaron el giro tecnocrático de la Nueva Gestión Pública, los noventa fueron la década de la institucionalización global de la GpR en el campo de la cooperación internacional. En un contexto de creciente escrutinio público y restricciones presupuestarias en los países donantes, los grandes organismos multilaterales —Banco Mundial, OCDE-DAC, agencias de Naciones Unidas— comenzaron a exigir pruebas tangibles de impacto para justificar la ayuda frente a parlamentos y contribuyentes. La consigna era clara: “mostrar resultados”.
Fue en ese momento cuando la GpR dejó de ser solo un experimento administrativo para convertirse en lenguaje hegemónico del desarrollo. Se popularizó la idea de que cada proyecto debía tener objetivos jerarquizados, indicadores verificables y un marco de resultados que permitiera demostrar avances de manera estandarizada. El marco lógico, que había surgido en la cooperación técnica de USAID y el Banco Mundial, se consolidó como la herramienta universal para ordenar problemas, objetivos, insumos y productos. La promesa era atractiva: claridad, comparabilidad y rendición de cuentas.
Algunos autores desempeñaron un papel clave en esta fase. Robert Picciotto, desde el Banco Mundial, impulsó la cultura de evaluación global como pilar de legitimidad. Jody Zall Kusek y Ray C. Rist, con su manual clásico Manual para gestores del desarrollo: Diez pasos hacia un sistema de seguimiento y evaluación basado en resultados (2004), convirtieron la GpR en un proceso de diez pasos que podía ser replicado en gobiernos y agencias de todo el mundo. John Mayne, por su parte, creó el enfoque de Contribution Analysis, que abrió la puerta a superar la ilusión de causalidad lineal e introdujo la noción de contribución plausible en sistemas complejos.
La adopción del “marco de resultados” como lenguaje universal generó un efecto ambivalente. Por un lado, profesionalizó la cooperación, mejoró la transparencia y permitió hablar de impactos con mayor rigor. Por otro, produjo un exceso de burocracia y de indicadores impuestos desde arriba, con escasa sensibilidad cultural hacia los contextos locales. Las comunidades receptoras fueron reducidas con frecuencia a “beneficiarias” pasivas en matrices diseñadas en despachos de Washington, París o Nueva York. Muchas organizaciones del Sur comenzaron a experimentar con metodologías participativas precisamente como reacción a esta tecnocratización, buscando devolver voz y protagonismo a las poblaciones implicadas.
Así, los noventa consolidaron a la GpR como un idioma global del desarrollo, pero también sembraron las críticas y contracorrientes que más tarde abrirían paso a enfoques participativos, narrativos y situados. La tensión entre estandarización internacional y apropiación local sigue siendo, hasta hoy, uno de los grandes dilemas del sector.
2.3. La ola metodológica: hacia la evaluación como aprendizaje
Con la llegada de los años 2000 se produjo un giro decisivo en la historia de la GpR. Tras una década de marcos lógicos y estándares globales, emergió la conciencia de que medir no bastaba y de que la obsesión por la causalidad lineal no podía capturar la complejidad real del cambio social. En este contexto, la evaluación dejó de ser un mecanismo de control post hoc para convertirse en un proceso de aprendizaje continuo, capaz de dialogar con la incertidumbre y acompañar transformaciones en curso.
Tres corrientes pioneras simbolizan esta ola metodológica. Michael Quinn Patton desarrolló la evaluación desarrollativa, concebida para entornos de innovación y cambio constante. Su propuesta rompía con la lógica de informes finales y apostaba por acompañar a equipos y comunidades en tiempo real, ofreciendo retroalimentación que permitiera ajustar estrategias sobre la marcha. Esta perspectiva situaba la evaluación como un recurso vivo y adaptativo, no como un examen final.
Por su parte, Ray Pawson y Nick Tilley introdujeron la evaluación realista, cuyo núcleo es la célebre pregunta: ¿qué funciona, para quién, en qué contextos y por qué? Con ella, la evaluación abandona la pretensión de recetas universales y reconoce que las intervenciones sociales operan en configuraciones contextuales diversas. Lo que funciona en una ciudad industrial puede fracasar en un entorno rural, y viceversa. La evaluación realista invita a descubrir los mecanismos que conectan acción y resultados en cada contexto, devolviendo la complejidad al centro del análisis.
Finalmente, Carol Weiss expandió el uso de la teoría del cambio, visibilizando los supuestos y las cadenas causales detrás de cada intervención. Su aporte consistió en abrir la “caja negra” de los programas, mostrando que no solo importa lo que se hace, sino también por qué se cree que eso funcionará. Al hacer explícitos los supuestos, la teoría del cambio se convirtió en una herramienta crítica para reflexionar sobre estrategias y ajustar hipótesis a la luz de la evidencia.
Este conjunto de innovaciones supuso un giro cultural: la GpR pasó de ser un manual de control a un ecosistema de metodologías flexibles, orientadas a aprender en tiempo real y adaptarse a contextos cambiantes. La evaluación dejó de ser el momento final del proyecto para transformarse en su sistema nervioso, generando bucles de retroalimentación entre acción y reflexión. Para el tercer sector, este cambio no solo significó mejorar la calidad técnica de sus intervenciones, sino también recuperar la dimensión política y ética de la evaluación como práctica de aprendizaje colectivo.
2.4. La democratización de la evaluación: voces comunitarias y metodologías participativas
Si la década de los noventa consolidó la GpR como lenguaje universal del desarrollo y los años 2000 la orientaron hacia el aprendizaje, un tercer giro fue inevitable: devolver la voz a las comunidades. Frente al riesgo de tecnocratización y de control desde arriba, emergieron metodologías centradas en quienes experimentan directamente los cambios. Este movimiento significó una democratización de la evaluación: no solo evaluar para las comunidades, sino con las comunidades.
Entre las innovaciones más influyentes se encuentra el método Most Significant Change (MSC), creado por Rick Davies y Jess Dart. Su premisa es sencilla y radical: en lugar de que expertos externos definan indicadores, se invita a las personas implicadas a contar las historias de cambio más significativas en su experiencia. Esas narraciones son luego discutidas y seleccionadas colectivamente, permitiendo identificar patrones, aprendizajes y prioridades desde la perspectiva de quienes viven el cambio en primera persona. Con MSC, la evaluación deja de ser un formulario y se convierte en un proceso deliberativo, un espejo donde las comunidades se reconocen y reconocen su propio poder transformador.
El trabajo de Robert Chambers fue igualmente decisivo. Pionero de las metodologías rurales participativas, Chambers defendió desde los años ochenta la necesidad de invertir la jerarquía entre “expertos” y “beneficiarios”. Sus enfoques —mapeos comunitarios, transectos, matrices de prioridades, calendarios estacionales— inspiraron evaluaciones donde los actores locales se convierten en coproductores de datos y conocimiento. En lugar de ser objetos de estudio, se transforman en sujetos activos del diagnóstico y la rendición de cuentas.
A esta corriente se sumó la perspectiva feminista de Srilatha Batliwala, quien insistió en que evaluar no es solo medir, sino visibilizar poder y desigualdad. Para Batliwala, la evaluación participativa no puede limitarse a “consultar” a mujeres o grupos marginalizados; debe redistribuir poder en la definición de indicadores, en la interpretación de resultados y en las decisiones que se toman a partir de ellos. La perspectiva feminista introdujo así la interseccionalidad, la seguridad emocional y la ética del cuidado como dimensiones ineludibles en cualquier proceso evaluativo.
Este conjunto de metodologías participativas y críticas tensionó profundamente la GpR tradicional. ¿Puede un sistema pensado para indicadores numéricos incorporar testimonios, relatos y percepciones como evidencia válida? La respuesta de estas prácticas ha sido afirmativa: no solo pueden, sino que enriquecen la comprensión del cambio social y legitiman las intervenciones al otorgar voz a quienes antes quedaban invisibilizados. En lugar de ser un accesorio metodológico, la participación se volvió un principio político y ético.
Así, la democratización de la evaluación abrió un aire fresco en un campo dominado por la cuantificación. Introdujo el relato, el dibujo, la cartografía comunitaria, las narrativas digitales, las asambleas y los comités de usuarios como fuentes legítimas de evidencia. Al hacerlo, devolvió a la GpR su sentido original de rendición de cuentas democrática y aprendizaje colectivo, recordándonos que la verdadera legitimidad de una intervención social se mide no solo en resultados, sino en quién tiene el poder de definirlos y evaluarlos.
2.5. Aportes en Iberoamérica
En Iberoamérica, la GpR no fue simplemente una importación acrítica de modelos anglosajones; se configuró como un proceso híbrido, marcado por las trayectorias de modernización del Estado, las demandas sociales y la influencia de la cooperación internacional. Desde finales de los noventa, gobiernos, universidades y organismos multilaterales en América Latina y España comenzaron a traducir —en sentido literal y político— los marcos globales de la GpR a sus propios contextos, incorporando dimensiones comunitarias, territoriales y culturales que rara vez aparecían en los manuales originales.
El Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo (CLAD), bajo autores como Carlos Cortés, fue clave en la difusión de la GpR vinculada a las reformas administrativas en la región. Sus publicaciones y encuentros regionales ayudaron a enraizar la idea de GpR como parte de un Estado más transparente y orientado al ciudadano, no solo como exigencia externa de organismos financieros. En España, Manuel Villoria y Daniel Ortega Nieto impulsaron estudios sobre evaluación y políticas públicas que pusieron el acento en la rendición de cuentas democrática y en la necesidad de combinar indicadores con participación ciudadana.
En el campo del desarrollo, Óscar García, evaluador colombiano y exdirector de evaluación del PNUD, se convirtió en un referente de la evaluación orientada al aprendizaje y a la sostenibilidad, especialmente en contextos de alta complejidad política. Su trabajo subrayó la importancia de reconocer la diversidad territorial y de incorporar la perspectiva de derechos humanos en los sistemas de monitoreo y evaluación. Desde Chile, Claudio A. González aportó un enfoque pragmático sobre la GpR aplicada a políticas sociales latinoamericanas, mostrando cómo adaptar herramientas globales a realidades institucionales muy distintas y, en muchos casos, más frágiles.
Este conjunto de autores y experiencias dio lugar a una mirada híbrida: sí a los marcos globales, pero con mayor sensibilidad a contextos locales y comunitarios. En América Latina y España, la GpR se experimentó tanto como estrategia de modernización del Estado (profesionalización, transparencia, control del gasto) como herramienta de democratización y empoderamiento comunitario. Programas de transferencias condicionadas, políticas de salud y educación y proyectos de desarrollo rural adoptaron marcos de resultados, pero también innovaron en participación, adaptabilidad y diversidad cultural.
La experiencia iberoamericana muestra que la GpR no es un paquete cerrado, sino un proceso de traducción política. Cada contexto adapta, resignifica y transforma sus herramientas. En este sentido, la producción en lengua española no solo ha enriquecido la bibliografía global con ejemplos y estudios de caso, sino que también ha introducido conceptos, valores y prácticas que tensionan y amplían el modelo anglosajón dominante. De ahí su relevancia para quienes buscan entender la GpR como un ecosistema vivo, donde convergen control, aprendizaje y ciudadanía.
2.6. Tendencias emergentes: IA, datos y sostenibilidad
En la tercera década del siglo XXI, la GpR se encuentra en una encrucijada decisiva. Tras cuatro décadas de evolución, la agenda ya no se limita a marcos lógicos ni a indicadores de desempeño: hoy se cruza con la era digital, la inteligencia artificial y la agenda global de sostenibilidad. Las preguntas sobre eficacia se mezclan con debates sobre ética de datos, resiliencia democrática y justicia social. La GpR ha dejado de ser un tema reservado a informes institucionales para convertirse en un campo de controversia pública y experimentación tecnológica.
En este nuevo escenario destacan figuras que simbolizan la convergencia entre rigor evaluativo y transformación digital. Patricia Rogers, pionera en metodologías de evaluación en contextos complejos, ha explorado el potencial del big data y la analítica avanzada para ampliar las capacidades de monitoreo y aprendizaje. Su trabajo muestra cómo las tecnologías pueden apoyar a las evaluaciones en tiempo real y cómo, bien diseñadas, facilitan un enfoque más adaptativo y sensible al contexto.
Desde la Rockefeller Foundation, Nancy MacPherson ha impulsado la innovación en métricas de impacto social y uso estratégico de datos, proponiendo marcos que combinan evidencias cuantitativas con percepciones cualitativas y poniendo énfasis en la gobernanza ética de la información. Su trabajo conecta la medición del impacto con la transformación institucional y la construcción de confianza con las comunidades.
Por su parte, Michael Woolcock (Banco Mundial/Harvard) ha profundizado en la conexión entre GpR, gobernanza adaptativa y justicia social, insistiendo en que la evaluación no puede disociarse de las estructuras de poder ni de las desigualdades históricas. En su visión, los sistemas de monitoreo y evaluación deben contribuir a fortalecer las capacidades estatales y comunitarias para la toma de decisiones inclusiva, no solo a producir indicadores para rendir cuentas.
Hoy, la conversación sobre GpR se desarrolla en torno a IA responsable, ética de datos, Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y resiliencia democrática. Las organizaciones del tercer sector y los gobiernos enfrentan el desafío de integrar algoritmos predictivos, análisis masivo de datos y tableros en tiempo real sin perder de vista el consentimiento informado, la privacidad y la transparencia. Al mismo tiempo, la presión de la crisis climática y la Agenda 2030 obliga a vincular resultados con sostenibilidad ambiental, equidad de género y reducción de desigualdades.
En definitiva, las tendencias emergentes no reemplazan los fundamentos de la GpR, pero los reconfiguran. La pregunta ya no es solo “cómo medir mejor”, sino “cómo medir de manera ética, inclusiva y sostenible en un mundo interconectado y vulnerable”. Este giro abre un espacio de oportunidad para que la GpR se convierta no solo en una herramienta de gestión, sino en un vehículo para el cuidado democrático y la innovación social.
3. Fundamentos conceptuales y marco ampliado de la GpR
3.1. Principios básicos: eficacia, eficiencia, impacto, rendición de cuentas
La GpR parece apoyarse en cuatro principios sencillos —eficacia, eficiencia, impacto y rendición de cuentas—, pero detrás de cada uno se esconden dilemas éticos y políticos que definen la orientación real de las políticas y programas. Nombrarlos no basta: es necesario interrogarlos críticamente para entender qué tipo de gestión se practica y a quién beneficia.
La eficacia se entiende como la capacidad de lograr lo que se propone. Sin embargo, este principio encierra una pregunta fundamental: ¿quién define los objetivos? No es lo mismo que los objetivos emerjan de procesos participativos con las comunidades que de las agendas de financiadores internacionales. Una intervención puede ser “eficaz” en términos de metas impuestas desde arriba y, al mismo tiempo, irrelevante o incluso dañina para las poblaciones a las que se dirige.
La eficiencia apunta a optimizar recursos para obtener el máximo resultado con el mínimo coste. Aunque parece un principio neutro, implica decisiones normativas: priorizar intervenciones más “rentables” puede dejar fuera a colectivos menos visibles o con necesidades más complejas. En contextos de desigualdad, la eficiencia mal entendida puede reforzar brechas, ya que los grupos más vulnerables suelen requerir más recursos por unidad de resultado.
El impacto alude a la transformación de las condiciones de largo plazo, más allá de los outputs inmediatos. Aquí surge otro dilema: la tendencia a atribuirse cambios complejos que dependen de múltiples factores, diluyendo responsabilidades colectivas o invisibilizando contribuciones de otros actores. Medir impacto exige, por tanto, humildad analítica, transparencia sobre los límites de atribución y apertura para reconocer contribuciones compartidas.
La rendición de cuentas es quizás el principio más cargado de tensión democrática. Tradicionalmente se ha entendido como “rendir cuentas hacia arriba”, es decir, hacia financiadores, parlamentos y organismos de control. Sin embargo, en el tercer sector adquiere otras dos dimensiones: hacia abajo, respondiendo ante las comunidades implicadas, y hacia adentro, promoviendo culturas organizativas transparentes y participativas. La legitimidad de un programa no se obtiene solo con auditorías y marcos lógicos, sino con confianza y reciprocidad.
Estos principios, lejos de ser fórmulas técnicas, son criterios normativos sobre qué vidas cuentan, qué cambios importan y a quién se responde primero. Practicar la GpR desde esta conciencia implica cuestionar supuestos, abrir espacios deliberativos y reconocer que cada decisión metodológica es también una decisión política. Solo así eficacia, eficiencia, impacto y rendición de cuentas pueden convertirse en pilares de una gestión pública y social más justa, en lugar de en mecanismos de exclusión con ropaje tecnocrático.
3.2. Resultados, efectos e impactos: taxonomía útil
Uno de los aportes más destacados de la GpR es haber introducido una taxonomía clara de niveles de cambio, capaz de distinguir entre aquello que una organización controla directamente, lo que solo puede influir y lo que, en última instancia, depende de transformaciones más amplias del sistema. Esta clasificación no es un mero tecnicismo; es un mapa para orientar expectativas, asignar responsabilidades y reconocer la complejidad del cambio social.
En el primer nivel se sitúan los productos (outputs): bienes y servicios entregados directamente por un programa. Son los elementos más visibles y controlables: talleres realizados, becas otorgadas, campañas ejecutadas. Aquí la organización tiene capacidad plena para decidir cantidad, calidad y oportunidad.
Un segundo nivel son los resultados inmediatos (outcomes): cambios en capacidades, actitudes o comportamientos de las personas o instituciones destinatarias. Por ejemplo, no solo impartir talleres de formación, sino comprobar si las personas adquieren competencias nuevas, modifican prácticas o establecen redes de colaboración. Este plano ya introduce incertidumbre: la organización puede influir, pero no controlar del todo.
En un tercer nivel encontramos los impactos: transformaciones de largo plazo en las condiciones sociales, económicas o políticas. Se trata de cambios estructurales en bienestar, equidad o sostenibilidad ambiental que requieren tiempo y concurrencia de múltiples factores. Un programa puede contribuir a ellos, pero rara vez es su causa única. Medir impacto exige, por tanto, herramientas más sofisticadas y humildad metodológica para reconocer la complejidad de las trayectorias causales.
Por último, algunos autores hablan de cambio sistémico: alteración de las reglas de juego, normas e instituciones que sostienen un problema social. Es el nivel más difícil de alcanzar y atribuir, pero también el más transformador. Implica cambiar patrones culturales, marcos normativos o estructuras de poder que configuran el problema de fondo. En este terreno, las organizaciones suelen ser parte de coaliciones amplias o movimientos sociales cuya acción colectiva va más allá de cualquier proyecto individual.
Esta taxonomía ayuda al tercer sector a gestionar expectativas y diseñar estrategias realistas. Permite diferenciar entre lo que se controla (productos), lo que se puede influir (resultados) y lo que solo se puede contribuir (impactos y cambios sistémicos). También devuelve una visión más honesta y política del cambio social: no se trata de “demostrar” impactos imposibles, sino de reconocer los distintos planos en los que se actúa y de colaborar con otros actores para avanzar hacia transformaciones mayores.
3.3. Diferencias entre GpR, gestión por procesos y gestión por objetivos
En la práctica cotidiana es habitual confundir GpR con otras dos tradiciones gerenciales: la gestión por procesos y la gestión por objetivos. Aunque comparten ciertos principios de planificación y control, cada una responde a lógicas distintas sobre qué se valora, cómo se mide y hacia dónde se orienta la acción.
La gestión por procesos se centra en la calidad interna y la estandarización. Su objetivo es optimizar secuencias de trabajo, reducir errores y promover la mejora continua. Procedimientos claros, manuales operativos y certificaciones de calidad son sus herramientas típicas. Esta lógica asegura consistencia y eficiencia dentro de la organización, pero no necesariamente informa sobre los efectos que las actividades tienen fuera de ella.
La gestión por objetivos, en cambio, focaliza en metas cuantificables fijadas de antemano. Popularizada en los años sesenta y setenta, pone énfasis en que cada equipo y cada persona tenga objetivos medibles y evaluables al final de un período. Este enfoque alinea esfuerzos internos y clarifica prioridades, pero suele quedarse en el plano del output: cuántos productos entregados, cuántas personas atendidas, cuántos procesos cumplidos.
La GpR, en su mejor versión, desplaza el centro de gravedad hacia afuera, hacia los efectos reales en la vida de las personas y comunidades. No basta con capacitar a 500 jóvenes; importa qué ocurre con sus trayectorias educativas y laborales después. No se trata solo de cumplir con metas internas, sino de verificar que la acción ha producido cambios sustantivos, deseados y sostenibles. La GpR, así entendida, trasciende la lógica organizativa para inscribirse en la realidad transformada.
Este cambio de foco implica también un cambio ético. Mientras la gestión por procesos y por objetivos pueden reforzar culturas de cumplimiento y control, la GpR obliga a preguntarse “¿para qué” y “para quién” se trabaja. Supone abrir la caja negra de la organización y confrontarla con su entorno social, político y ambiental. En el tercer sector, donde la legitimidad proviene de la misión social, esta distinción es crucial: el éxito no se mide solo en eficiencia interna, sino en valor social generado.
En definitiva, entender las diferencias entre estas tres lógicas ayuda a las organizaciones a no confundir medios con fines y a diseñar sistemas de gestión coherentes con sus valores. La GpR no sustituye a la gestión por procesos ni a la gestión por objetivos; las complementa y las desafía, introduciendo la perspectiva externa del impacto social como criterio último de validez.
3.4. Enfoques críticos: derechos, género, interseccionalidad, decolonialidad
Una GpR acrítica corre el riesgo de convertirse en ejercicio tecnocrático, más orientado a la contabilidad que a la justicia social. En su versión más reducida, la GpR mide actividades, outputs y ratios de eficiencia sin preguntarse quién decide los objetivos, a quién benefician o qué desigualdades reproducen. Por ello, en las dos últimas décadas han emergido enfoques críticos y situados que buscan reorientar la medición hacia la dignidad, la equidad y la pluralidad de saberes.
El enfoque de derechos humanos introduce un cambio de escala: ya no se trata solo de contar bienes o servicios entregados, sino de medir avances en derechos efectivos —agua, salud, educación, vivienda, libertad de expresión—. Este marco exige indicadores que reflejen estándares normativos, no solo indicadores administrativos. En lugar de preguntarse “¿cuántos talleres hicimos?”, el foco se desplaza a “¿cuánto avanzamos en garantizar el derecho al agua segura o a la educación inclusiva?”. Esta lógica conecta la GpR con obligaciones estatales y compromisos internacionales, fortaleciendo su legitimidad democrática.
La perspectiva de género e interseccionalidad también cuestiona las métricas agregadas. Un proyecto que presume de “atender a 1.000 personas” debe preguntarse “¿a quién dejó fuera?”. La desagregación por sexo, edad, etnia, discapacidad, identidad sexual u otras variables revela desigualdades múltiples y obliga a diseñar intervenciones específicas para colectivos históricamente excluidos. Además, la interseccionalidad no es solo técnica: es una invitación a reconocer que las personas viven opresiones simultáneas que se entrecruzan, y que las políticas públicas deben responder a esa complejidad.
El enfoque decolonial va aún más allá. Cuestiona la imposición de métricas occidentales y promueve la creación de indicadores propios por parte de comunidades y pueblos indígenas. En Ecuador o Bolivia, por ejemplo, comunidades han diseñado métricas de “buen vivir” (sumak kawsay) que incluyen armonía con la naturaleza, cohesión comunitaria y tiempo para el cuidado, dimensiones que no suelen aparecer en los informes convencionales. Este giro desafía la obsesión global por la comparabilidad y reivindica la autonomía epistemológica de los pueblos para definir qué es progreso y cómo se mide.
Estos enfoques críticos y situados colocan sobre la mesa debates contemporáneos: ¿cómo se mide la dignidad? ¿Qué lugar ocupan los saberes locales frente a las métricas universales? ¿Cómo evitar que la búsqueda de comparabilidad global silencie voces y experiencias diversas? Incorporarlos a la GpR no es solo un gesto metodológico, sino un acto político que redefine prioridades, redistribuye poder y legitima a quienes históricamente han sido objeto —no sujetos— de evaluación.
En definitiva, la GpR puede ser un dispositivo emancipador o un mecanismo de control. La diferencia radica en qué enfoques adopta y en quién tiene la voz para definir los resultados. Al integrar derechos, género, interseccionalidad y decolonialidad, se convierte en una herramienta viva para avanzar hacia justicia social y pluralidad democrática, en lugar de en un mero tablero tecnocrático de indicadores.
3.5. Rendición de cuentas, aprendizaje y legitimidad democrática
La GpR no debería reducirse a demostrar eficacia ante financiadores o administraciones. Su potencial más transformador reside en fortalecer la legitimidad democrática de las organizaciones, generando un sistema de responsabilidades compartidas que abarque a todos los actores implicados. Vista así, la rendición de cuentas deja de ser un trámite administrativo para convertirse en un proceso vivo de aprendizaje colectivo.
En su versión tradicional, la rendición de cuentas ha sido eminentemente vertical: informes a donantes, administraciones públicas o parlamentos que justifican gastos y actividades. Aunque necesaria para la transparencia financiera, esta perspectiva es insuficiente si no se complementa con otros dos ejes fundamentales.
El primero es la rendición horizontal, orientada hacia las comunidades y los pares. Supone devolver información, explicar decisiones y abrir espacios de deliberación con las personas destinatarias de los programas. Esta dimensión refuerza la confianza y construye legitimidad desde abajo: no solo se informa a quienes financian, sino también a quienes viven el impacto en su vida cotidiana. La transparencia deja de ser un flujo unidireccional para convertirse en diálogo.
El segundo es la rendición interna, dirigida a equipos profesionales y voluntariado. Implica compartir resultados, dificultades y aprendizajes dentro de la propia organización, favoreciendo culturas laborales más abiertas y menos jerárquicas. Al reconocer los aportes de quienes implementan los programas, la rendición interna fomenta compromiso, corresponsabilidad y aprendizaje organizativo.
Cuando estas tres dimensiones —vertical, horizontal e interna— se equilibran, la GpR deja de ser un instrumento de control para convertirse en un círculo virtuoso de legitimidad y aprendizaje. La información deja de ser un requisito burocrático y se convierte en un bien común que alimenta la toma de decisiones y el diseño colectivo de estrategias. En lugar de una relación extractiva —recoger datos para terceros— se genera una relación de reciprocidad, donde las comunidades y los equipos reciben también análisis, conclusiones y espacios para decidir.
Esta concepción amplia de la rendición de cuentas vincula la GpR con la ética democrática: no basta con producir indicadores; hay que compartir poder, reconocer errores y construir confianza. Solo así la GpR puede cumplir su promesa de ser algo más que un manual de eficacia: convertirse en un instrumento de cuidado democrático, aprendizaje colectivo y transformación social.
4. El tercer sector como campo de aplicación
4.1. Rasgos identitarios: misión social, voluntariado, financiación mixta
El tercer sector posee un ADN propio que lo diferencia tanto de la administración pública como de la empresa privada. Su identidad no se define únicamente por su estatus jurídico o por su modelo de gestión, sino por una combinación singular de misión social, voluntariado y financiación mixta que le confiere legitimidad y, al mismo tiempo, le plantea desafíos específicos a la hora de implementar la GpR.
La misión social es su primera seña de identidad. A diferencia de la empresa, el tercer sector no persigue beneficios económicos, sino derechos, dignidad y justicia social. Su legitimidad se construye en torno a valores éticos, no en torno a márgenes de rentabilidad. Una ONG que acompaña a personas migrantes no busca maximizar ingresos financieros: busca ensanchar la ciudadanía, proteger derechos humanos y combatir desigualdades estructurales. Esta orientación ética imprime en la GpR del tercer sector un carácter distinto: el “éxito” no se mide solo en números, sino en la calidad y pertinencia del cambio social que se logra.
El voluntariado constituye otra pieza central de esta identidad. Aunque en las últimas décadas ha crecido la profesionalización y se han multiplicado los equipos técnicos, miles de personas siguen aportando su tiempo y energía de forma altruista, generando legitimidad social y capital relacional. El voluntariado no solo suma manos para ejecutar actividades; construye comunidad y tejido social, actúa como puente entre la organización y la ciudadanía y encarna los valores que legitiman su acción. Evaluar, formar y cuidar al voluntariado se vuelve, por tanto, parte intrínseca de la gestión.
La financiación mixta completa este ecosistema híbrido. La mayoría de las entidades combina subvenciones públicas, donaciones privadas, contratos de servicios y, en algunos casos, iniciativas económicas propias. Esta pluralidad es una fortaleza porque diversifica ingresos y aumenta la independencia, pero también es una fuente de fragilidad: la dependencia de fondos coyunturales, las exigencias contrapuestas de distintos financiadores o la inseguridad financiera crónica obligan a mantener equilibrios delicados. En términos de GpR, implica responder a estándares múltiples y gestionar métricas diferentes para cada financiador, sin perder coherencia con la misión.
Esta configuración identitaria obliga a que la GpR en el tercer sector no pueda ser una copia literal de los modelos empresariales o administrativos. Requiere una adaptación sensible a su identidad ética y comunitaria, incorporando principios de participación, rendición de cuentas horizontal y cuidado de quienes sostienen las intervenciones. Solo así la GpR puede convertirse en una herramienta que fortalezca la misión social y no en un corsé tecnocrático que la diluya.
4.2. Tensiones entre valores sociales y lógicas de resultados
La incorporación de la GpR al tercer sector no es un tránsito neutro ni automático; es la apertura de un campo de tensiones inevitables entre la lógica social y la lógica instrumental, entre la misión ética y las métricas administrativas. Lejos de ser un obstáculo, reconocer estas tensiones es la condición para abordarlas con lucidez y evitar que la GpR diluya la esencia transformadora de las organizaciones.
La primera tensión se da entre valores y métricas. Misiones como “empoderar comunidades” o “ensanchar la ciudadanía” difícilmente pueden traducirse en indicadores simples. ¿Cómo medir confianza, solidaridad o dignidad sin reducirlas a caricaturas estadísticas? El riesgo de tecnificar en exeso la vida social está siempre presente. Sin embargo, esta dificultad también es una invitación a innovar metodológicamente: incorporar relatos, evaluaciones participativas y mediciones cualitativas como evidencia legítima.
La segunda tensión enfrenta tiempo social y tiempo de los financiadores. La transformación comunitaria suele requerir años, incluso décadas, para consolidar cambios culturales y estructurales. En contraste, los proyectos financiados suelen exigir resultados en plazos de 12 o 24 meses. Esta disonancia temporal genera el riesgo de plantar semillas y arrancarlas antes de que broten, evaluando procesos inmaduros con indicadores de impacto prematuros. La GpR necesita adaptarse a horizontes temporales más realistas y reconocer los ciclos largos del cambio social.
Una tercera tensión surge entre flexibilidad y rigidez. El trabajo social demanda adaptabilidad, sensibilidad al contexto y capacidad de improvisación responsable. Sin embargo, la GpR tradicional se ha construido sobre planes y marcos rígidos, como si la vida social fuese predecible. Esta rigidez puede sofocar la innovación y el aprendizaje en tiempo real. La clave está en diseñar sistemas de resultados que sean marcos orientadores y no camisas de fuerza, permitiendo ajustes sin perder coherencia ni transparencia.
Por último, aparece la tensión entre cualitativo y cuantitativo. En la cultura de indicadores, los relatos, testimonios y formas de ciudadanía activa suelen quedar invisibles frente a números más fáciles de reportar. Esto no significa renunciar a los datos cuantitativos, sino ponerlos en diálogo con la evidencia cualitativa, reconociendo que las cifras cuentan “cuánto” pero los relatos explican “cómo” y “por qué”.
Estas tensiones no son defectos de la GpR, sino zonas de oportunidad para repensar su diseño y su práctica. Integrar métricas con valores, ampliar horizontes temporales, flexibilizar marcos y dignificar la evidencia cualitativa son pasos clave para que la GpR no se convierta en un fin en sí misma, sino en un instrumento al servicio del cambio social y de la legitimidad democrática.
4.3. Expectativas de financiadores, donantes, administración y ciudadanía
El tercer sector opera en un campo de expectativas cruzadas donde cada actor reclama transparencia, resultados y legitimidad desde lógicas distintas. Esta multiplicidad de demandas convierte la GpR en un ejercicio de equilibrio permanente: responder a financiadores, administraciones y ciudadanía sin perder el vínculo con las comunidades destinatarias.
Los financiadores internacionales suelen exigir indicadores sólidos y alineados con marcos globales como los ODS, IRIS+ o estándares de impacto. Su objetivo es comparabilidad y escalabilidad: quieren saber si sus fondos generan cambios medibles en términos reconocidos internacionalmente. Este requisito empuja a las organizaciones a profesionalizar su medición, pero también puede alejarlas de prioridades locales si no se negocia con cuidado.
Los donantes privados y fundaciones corporativas añaden otro matiz: buscan retorno reputacional y narrativas convincentes de impacto. No solo importa el dato duro, sino la historia que se cuenta y el valor simbólico que se proyecta. Esta lógica comunica eficacia, pero corre el riesgo de incentivar “storytelling” superficial en lugar de aprendizajes profundos, y de privilegiar proyectos “fotogénicos” frente a otros menos visibles, pero igualmente cruciales.
Las administraciones públicas se centran en el cumplimiento normativo y la evidencia verificable para justificar fondos y contratos ante órganos de control. Su mirada suele ser procedimental: cumplimiento de requisitos, auditorías, certificaciones. Esta relación tiende a reforzar la rendición vertical —hacia arriba— y a menudo deja fuera las dimensiones participativas y comunitarias de la evaluación.
La ciudadanía demanda transparencia y eficacia, especialmente tras crisis de confianza institucional y escándalos mediáticos que han afectado la reputación del sector. Esta expectativa introduce una presión saludable: obliga a comunicar mejor, abrir datos y construir confianza en un entorno de escrutinio público creciente.
Por último, las comunidades destinatarias —paradójicamente— son quienes menos voz tienen en la definición de resultados, aunque son quienes experimentan los cambios reales. Su lugar suele estar en el extremo receptor de informes, no en la mesa donde se definen indicadores y prioridades. Esta brecha reproduce relaciones de poder asimétricas y debilita la legitimidad democrática del tercer sector.
El riesgo es que la rendición de cuentas se incline exclusivamente hacia arriba, hacia quienes aportan el dinero, olvidando la rendición horizontal hacia la sociedad y la rendición inversa hacia las comunidades. Invertir esta lógica no es solo un acto ético, sino una estrategia de sostenibilidad: las organizaciones con mayor legitimidad social y comunitaria son también las que mejor resisten crisis de reputación y cambios en la financiación.
Navegar este campo de expectativas cruzadas exige sistemas de GpR flexibles, multiactor y participativos, capaces de responder a estándares globales sin perder raíces locales, de comunicar resultados sin caer en el marketing vacío y de rendir cuentas no solo hacia arriba, sino también hacia los lados y hacia abajo. Solo así la GpR podrá convertirse en un instrumento de confianza y no en una fuente de distancia entre organizaciones y comunidades.
4.4. Relevancia para la sostenibilidad y la legitimidad social del sector
La sostenibilidad del tercer sector no depende únicamente de los fondos ni de la diversificación financiera: se cimenta en su legitimidad social. Esta legitimidad se sostiene en tres pilares interdependientes.
- La credibilidad, es decir, la capacidad de demostrar con evidencias que las intervenciones funcionan y producen cambios reales.
- La coherencia, mantener fidelidad a los valores incluso bajo presión externa, sin sacrificar principios en aras de cifras rápidas.
- La confianza, construida mediante relaciones transparentes con ciudadanía, financiadores y comunidades, un intangible que se conquista a lo largo del tiempo y se pierde en un instante.
La GpR, aplicada con equilibrio, puede reforzar estos pilares. Al ayudar a mostrar impacto, fortalece la credibilidad. Al obligar a clarificar misión y prioridades, potencia la coherencia. Y al abrir canales de comunicación claros y accesibles, sostiene la confianza. La GpR deja entonces de ser un trámite burocrático para convertirse en un mecanismo de legitimación democrática.
Pero esta misma herramienta puede erosionar los pilares si se convierte en un fin en sí misma: entidades que sacrifican valores por cumplir indicadores, que reorientan su misión hacia lo que se financia en lugar de lo que se necesita, o que transforman la rendición de cuentas en un ritual técnico sin diálogo social. En estos casos, la GpR deja de ser una brújula y pasa a ser una camisa de fuerza que socava la sostenibilidad que pretende garantizar.
Existen, sin embargo, ejemplos esperanzadores. En varios países europeos, organizaciones que introdujeron mecanismos participativos de GpR —consultas ciudadanas, auditorías sociales, informes públicos accesibles— no solo mejoraron su sostenibilidad financiera, sino que ampliaron su legitimidad frente a administraciones, medios y ciudadanía. La transparencia dejó de ser una obligación para convertirse en una ventaja competitiva y un principio ético que reforzaba su misión.
En definitiva, la sostenibilidad del tercer sector es inseparable de su legitimidad social. La GpR puede ser un aliado estratégico para reforzarla, siempre que se aplique con sentido crítico, perspectiva ética y participación genuina. Así, medir resultados no se convierte en una carga que erosiona valores, sino en un acto de cuidado colectivo que sostiene la credibilidad, la coherencia y la confianza.
5. Arquitectura de una GpR situada
Hablar de una GpR situada no es un capricho semántico: es reconocer que no existen recetas universales. Significa diseñar sistemas de gestión de resultados anclados en la realidad de cada organización, en sus valores, capacidades, límites y, sobre todo, en las comunidades con las que trabaja.
Una GpR situada no se limita a medir indicadores: integra planificación estratégica, teorías del cambio, cadenas de resultados, portafolios de intervención y análisis de riesgos, con un propósito central que desborda lo técnico: aprender para transformar.
5.1. Planificación estratégica y Teoría del Cambio
La planificación estratégica clásica se ha guiado tradicionalmente por tres preguntas básicas: ¿qué queremos lograr?, ¿cómo lo haremos? y ¿con qué recursos contamos? La GpR introduce una cuarta, decisiva: ¿qué cambio queremos producir en la realidad y cómo sabremos si ocurre? Esta pregunta desplaza el foco desde las actividades hacia los efectos, obligando a las organizaciones a articular no solo lo que hacen, sino por qué esperan que funcione.
En este contexto, la Teoría del Cambio (TdC) se ha convertido en el corazón de la GpR contemporánea. No es una lista de actividades ni un cronograma, sino un mapa de causalidades que vincula acciones con transformaciones deseadas, identifica supuestos, riesgos y actores clave, y permite visualizar los pasos intermedios hacia los resultados de largo plazo. La TdC devuelve complejidad a la planificación, mostrando que cada intervención es parte de un sistema más amplio y que los cambios deseados requieren condiciones múltiples para producirse.
Un ejemplo ilustra su potencia. Una fundación que trabaja en violencia de género podría formular su TdC así: si se fortalecen las capacidades de liderazgo y derechos en mujeres jóvenes y, simultáneamente, se acompañan a las instituciones educativas con protocolos de prevención, entonces se generará un entorno escolar más seguro, lo que contribuirá a reducir la violencia de género en la comunidad a largo plazo. En pocas líneas, este esquema hace visibles las conexiones entre actividades, resultados intermedios y transformaciones estructurales.
La TdC, también abre la puerta a la crítica. Obliga a preguntarse no solo qué se hace, sino por qué se cree que funcionará, cuestionando supuestos implícitos y sesgos organizativos. Permite identificar vacíos lógicos, dependencias externas o factores de riesgo que podrían comprometer el impacto. Además, ofrece un marco compartido para el diálogo con financiadores, equipos técnicos y comunidades, alineando expectativas y construyendo un lenguaje común sobre el cambio deseado.
En definitiva, la TdC es más que una herramienta: es un acto de transparencia y aprendizaje. Ayuda a planificar con mayor realismo, a evaluar con mayor pertinencia y a rendir cuentas con mayor legitimidad. Al situar el cambio en el centro de la planificación estratégica, la GpR deja de ser un mecanismo de control para convertirse en un proceso deliberativo sobre cómo transformar la realidad de manera ética, efectiva y sostenible.
5.2. Marco lógico y cadenas de resultados orientadas al aprendizaje
Durante años, el marco lógico fue la herramienta hegemónica de planificación en la cooperación y el tercer sector. Su estructura en filas y columnas —objetivos, actividades, indicadores, medios de verificación y supuestos— ofrecía claridad y orden, facilitando la rendición de cuentas y la comparación entre proyectos. Sin embargo, esa misma rigidez lo convirtió en objeto de críticas: demasiadas veces se utilizó como plantilla burocrática más que como herramienta estratégica, reduciendo la complejidad social a casillas predeterminadas.
La GpR situada y contemporánea propone resignificar el marco lógico. La clave ya no está en tratarlo como un contrato inamovible, sino en convertirlo en un mapa vivo, revisado periódicamente para aprender qué funciona y qué no. En este enfoque, el marco lógico deja de ser un fin en sí mismo y se transforma en una hipótesis de trabajo abierta al contraste con la realidad.
Las cadenas de resultados ilustran esta resignificación. Conectan insumos → actividades → productos → resultados → impactos, mostrando de manera gráfica y ordenada cómo se espera que las acciones conduzcan a cambios en la realidad. Pero lo realmente innovador no reside en dibujar la cadena, sino en usarla como brújula dinámica: revisarla, contrastarla con evidencias y ajustar hipótesis a medida que se avanza. Así, la cadena de resultados no es un trayecto fijo, sino un circuito de aprendizaje donde cada eslabón se convierte en oportunidad para cuestionar y mejorar la estrategia.
Este cambio de mirada libera al marco lógico de su reputación tecnocrática y lo reintegra como herramienta útil para dialogar con financiadores y comunidades, clarificar expectativas y articular teorías del cambio plausibles. En lugar de sofocar la innovación, puede convertirse en el soporte de un aprendizaje iterativo, capaz de capturar la complejidad y la evolución de los contextos en que se interviene.
En definitiva, resignificar el marco lógico y las cadenas de resultados no significa desechar el rigor, sino reorientarlo hacia la adaptabilidad y la reflexión crítica. Se trata de pasar del “cumplir la plantilla” al “usar el mapa para aprender”, convirtiendo la planificación en un proceso vivo que acompaña el cambio social y no lo encorseta.
5.3. Portafolios de intervención y lógica de contribución (no solo atribución)
En contextos sociales complejos, ningún actor puede atribuirse en solitario los cambios sistémicos. Las transformaciones profundas —reducción de desigualdades, mejora de la gobernanza, adaptación al cambio climático— surgen de la interacción de múltiples políticas, actores y circunstancias históricas. Por ello, en la GpR contemporánea la lógica de contribución sustituye progresivamente a la lógica de atribución.
La atribución responde a un enunciado clásico: “nuestra acción causó este impacto”. Esta perspectiva fue útil en la era del proyecto aislado, donde se buscaba vincular directamente una intervención con un resultado. Sin embargo, en sistemas abiertos y no lineales esa causalidad exclusiva es ilusoria: los cambios suelen tener múltiples fuentes, combinaciones y efectos indirectos.
La contribución, en cambio, afirma: “nuestra acción aportó a un cambio más amplio junto a otros actores”. Este giro semántico es más que una prudencia metodológica: es un cambio de paradigma que reconoce la interdependencia y abre espacios de colaboración. Al adoptar la lógica de contribución, las organizaciones pueden centrar su evaluación no en reclamar propiedad exclusiva de los logros, sino en entender cómo su trabajo encaja en una red mayor de esfuerzos y qué valor agregado aporta.
Los portafolios de intervención son una herramienta clave para operar con esta lógica. En lugar de evaluar proyectos de forma aislada, se analizan conjuntos de programas, estrategias y alianzas para visualizar cómo, en su conjunto, contribuyen a un cambio sistémico. Este enfoque permite observar sinergias, identificar vacíos y aprender de interacciones entre iniciativas diversas. Por ejemplo, un portafolio de inclusión laboral puede combinar formación profesional, incidencia política y apoyo psicosocial, y evaluarse como un ecosistema, no como piezas desconectadas.
Adoptar la lógica de contribución también tiene un componente ético y político: evita relatos heroicos y reconoce el trabajo de otros actores, incluidos movimientos comunitarios y colectivos informales. Al mismo tiempo, permite gestionar expectativas realistas con financiadores y ciudadanía, explicando con transparencia qué puede controlar la organización y qué depende de factores externos.
En definitiva, pasar de la atribución a la contribución y del proyecto al portafolio significa madurar la mirada evaluativa del tercer sector. Es un paso hacia una GpR más honesta, colaborativa y sistémica, donde lo importante no es solo demostrar resultados propios, sino potenciar resultados compartidos que transformen la realidad de manera más profunda y sostenible.
5.4. Modelado de riesgos, supuestos y contexto
Toda GpR se sostiene, explícita o implícitamente, en supuestos: hipótesis sobre cómo ciertas acciones generarán determinados resultados. Sin embargo, con frecuencia estos supuestos permanecen invisibles, como si fueran verdades obvias. Una GpR situada y contemporánea exige nombrarlos, analizarlos y monitorearlos para no construir castillos en el aire. Hacer explícitas las hipótesis no solo es un ejercicio técnico, sino un acto de transparencia y de aprendizaje organizativo.
El modelado de riesgos internos constituye un primer paso. Incluye factores que pueden comprometer la implementación desde dentro: rotación de personal, falta de capacidades técnicas, tensiones en los equipos o inestabilidad financiera. Identificarlos permite diseñar planes de mitigación, fortalecer capacidades y anticipar crisis antes de que erosionen la efectividad del programa.
Los riesgos externos son igual de decisivos. Cambios en la coyuntura política, emergencias sanitarias, conflictos armados o impactos climáticos pueden alterar por completo las condiciones en que opera un proyecto. Mapear estos riesgos no es signo de pesimismo, sino de realismo estratégico: reconocer que los contextos son dinámicos y que las cadenas de resultados pueden romperse por factores fuera del control de la organización.
En paralelo, la GpR necesita identificar supuestos críticos: condiciones necesarias para que la cadena de resultados funcione. Por ejemplo, un programa de inserción laboral puede presuponer voluntad política local, participación activa de la comunidad o estabilidad normativa. Si estos supuestos no se cumplen, incluso la mejor intervención se verá limitada. Al visibilizar estas condiciones, la organización puede dialogar con aliados, reforzar factores facilitadores y ajustar su teoría del cambio.
Nombrar riesgos y supuestos también permite construir indicadores de contexto, algo que a menudo se descuida. Estos indicadores no miden directamente el desempeño de la organización, sino el entorno que hace posible o bloquea los resultados. De este modo, la evaluación deja de ser un examen unilateral y se convierte en una conversación con la realidad, reconociendo interdependencias y adaptándose en consecuencia.
En definitiva, el modelado de riesgos, supuestos y contexto transforma la GpR de un esquema rígido en un sistema vivo de aprendizaje y anticipación. Ayuda a pasar de la ilusión de control a la práctica de la adaptabilidad estratégica, fortaleciendo la resiliencia de las organizaciones y aumentando la honestidad con financiadores, comunidades y ciudadanía.
6. Indicadores y estándares (más allá del KPI clásico)
Durante décadas, los indicadores han sido el “lenguaje universal” de la gestión. Sin embargo, en el tercer sector no basta con contar actividades ni con imitar la lógica empresarial de los KPI (Key Performance Indicators). La pregunta relevante no es “¿cuánto hacemos?” o “¿qué tan rápido lo hacemos?”, sino “qué diferencia real generamos en la vida de las personas y comunidades”.
El reto está en superar la obsesión por la cifra aislada y avanzar hacia sistemas de indicadores y estándares que reflejen la complejidad del cambio social, sus dimensiones visibles y sus huellas invisibles.
6.1. Indicadores de producto, resultado, impacto y calidad
En la lógica de la GpR, no todos los indicadores son iguales. Cada uno ocupa un lugar distinto en la cadena de cambio y expresa alcances diferentes. Comprender esta diversidad es fundamental para no confundir medios con fines y para diseñar sistemas de monitoreo que reflejen la complejidad real de las intervenciones.
En el primer nivel están los indicadores de producto (outputs), que miden aquello que la organización entrega directamente: número de talleres impartidos, consultas jurídicas realizadas, kits distribuidos o campañas ejecutadas. Son los más inmediatos, controlables y fáciles de registrar. Sin embargo, quedarse solo en este nivel equivale a contabilizar insumos sin saber si realmente transforman la realidad.
El segundo nivel corresponde a los indicadores de resultado (outcomes), que capturan cambios inmediatos en capacidades, actitudes o comportamientos de las personas o instituciones destinatarias. Por ejemplo, aumento en la empleabilidad de jóvenes, mayor conocimiento legal en comunidades migrantes o adopción de prácticas sostenibles en agricultores. Estos indicadores ya introducen incertidumbre, pues dependen de la interacción con factores externos y del compromiso de los actores implicados.
Más allá están los indicadores de impacto, que apuntan a transformaciones estructurales y sostenidas en el tiempo: reducción de la violencia de género en una comunidad, mejora del empleo juvenil, aumento de la cohesión social o del bienestar ambiental. En este nivel la organización deja de controlar para pasar a contribuir, y medir implica reconocer múltiples causas y la acción de otros actores.
La calidad constituye una dimensión transversal que atraviesa todos los niveles. No se refiere solo a estándares técnicos, sino también a cómo se perciben los servicios y las intervenciones: satisfacción de las personas beneficiarias, pertinencia cultural, accesibilidad, confianza en la organización. Incorporar indicadores de calidad significa reconocer que no basta con hacer mucho; importa cómo se hace y si responde a las expectativas y derechos de las comunidades.
En conjunto, esta tipología de indicadores ayuda al tercer sector a gestionar expectativas y diseñar evaluaciones más realistas. Permite diferenciar entre lo que se controla, lo que se influye y lo que se contribuye; abre la puerta a combinar datos cuantitativos y cualitativos; y obliga a prestar atención tanto a la cantidad como a la calidad. Así, los indicadores dejan de ser meros números para convertirse en herramientas de aprendizaje, rendición de cuentas y mejora continua.
6.2. Valoración del cambio social: MSC, SROI y otras alternativas
Medir el cambio social nunca ha sido un ejercicio neutro ni sencillo. Las métricas clásicas —contar beneficiarios, actividades o recursos— son apenas una silueta de la realidad: dejan fuera las transformaciones silenciosas, los procesos invisibles y las huellas subjetivas que configuran la vida de las comunidades. De ahí surge la búsqueda de metodologías participativas e innovadoras capaces de ir más allá del conteo, devolviendo protagonismo a las personas implicadas y reconociendo que el impacto social no es solo una cuestión de magnitudes, sino también de significados.
Una de las aproximaciones más emblemáticas es el método Most Significant Change (MSC). Este enfoque invita a las comunidades a narrar, con sus propias palabras, la historia de cambio más significativa vivida a partir de un programa o intervención. No es una encuesta ni una auditoría: es un espacio de relato, interpretación y selección colectiva. Al priorizar qué historias representan mejor el cambio, las comunidades y los equipos técnicos descubren patrones, aprendizajes y resultados imprevistos. En África y Asia, donde se ha usado extensamente en proyectos rurales, MSC ha visibilizado transformaciones en liderazgo femenino, resiliencia comunitaria y confianza mutua que los indicadores convencionales nunca habrían captado.
En el extremo aparentemente opuesto se encuentra el Social Return on Investment (SROI). Aquí el lenguaje no es narrativo sino económico: se traducen beneficios sociales en valor monetario para mostrar, por ejemplo, que cada euro invertido en inserción laboral juvenil genera tres en ahorros fiscales y beneficios indirectos. Esta cuantificación dialoga con la lógica de los financiadores y políticas públicas, y en muchos casos ha facilitado la continuidad de programas sociales. Pero también despierta críticas: al poner precio a realidades complejas corre el riesgo de mercantilizar impactos que son, ante todo, humanos y relacionales. Su potencia, no obstante, reside en hacer visibles retornos que, de otro modo, quedarían ocultos en las cuentas nacionales.
Más allá de MSC y SROI, se despliega un ecosistema plural de enfoques. Outcome Harvesting, por ejemplo, parte de resultados ya observados y rastrea hacia atrás para identificar contribuciones plausibles de distintos actores, reconociendo que los cambios sociales son colectivos y no lineales. La evaluación realista se pregunta “qué funciona, para quién, en qué contextos y por qué”, asumiendo que no hay recetas universales sino configuraciones locales. La evaluación desarrollativa, por su parte, acompaña procesos de innovación en tiempo real, ofreciendo retroalimentación continua en lugar de veredictos finales.
Otras metodologías se centran en dimensiones todavía más intangibles, como el bienestar subjetivo y las percepciones sociales: confianza, seguridad, pertenencia o autoestima. Aquí, más que medir “cuántos” cambian, se explora “cómo” y “qué significa” ese cambio para quienes lo experimentan. ONGs de salud mental, por ejemplo, han incorporado escalas de autoevaluación y redes de apoyo percibido para entender impactos invisibles en diagnósticos clínicos.
En los últimos años han surgido también técnicas híbridas que combinan tecnología y participación. El análisis de redes sociales permite mapear cambios en cohesión comunitaria y capital relacional; el digital storytelling combina relatos audiovisuales con análisis temático para capturar cambios culturales; el uso responsable de inteligencia artificial y procesamiento de lenguaje natural abre la posibilidad de analizar grandes volúmenes de testimonios cualitativos sin perder diversidad de voces; y las cartografías participativas visibilizan cambios espaciales en programas territoriales, devolviendo al mapa la textura de la experiencia cotidiana.
Más allá de su diversidad, todas estas metodologías comparten principios comunes.
- Participación real, que implica ceder poder en la definición e interpretación de los indicadores.
- Pluralidad de evidencias, que combina datos cuantitativos y cualitativos, narrativas y métricas.
- Aprendizaje colectivo, que transforma cada evaluación en un espacio pedagógico para comunidades y equipos técnicos.
- Ética del cuidado, que obliga a proteger datos, obtener consentimiento informado y traducir los resultados a lenguajes públicos comprensibles.
En síntesis, valorar el cambio social en el tercer sector requiere superar la obsesión por el KPI clásico y adentrarse en un territorio donde medir significa también escuchar, deliberar y reconocer. Estas metodologías participativas e innovadoras no son solo técnicas: son un giro epistemológico y político. Nos recuerdan que, en última instancia, la legitimidad de la GpR no se juega en la exactitud de las cifras, sino en su capacidad para reflejar vidas transformadas y para devolver a las comunidades el derecho de nombrar su propio éxito.
6.3. Alineación con marcos internacionales (IRIS+, IMP, ODS, datos abiertos)
El tercer sector ya no mide en solitario. En la última década, su práctica de evaluación y rendición de cuentas se ha entrelazado con una constelación de marcos y estándares globales que buscan homogeneizar el lenguaje del impacto social. Esta convergencia no es neutra: abre oportunidades para legitimar y escalar intervenciones, pero también plantea tensiones sobre quién define qué cuenta como “impacto” y bajo qué parámetros se comparan realidades tan distintas.
Uno de los referentes más influyentes es IRIS+, la plataforma desarrollada por el Global Impact Investing Network. Concebida inicialmente para inversionistas de impacto, ofrece un sistema estandarizado de indicadores sociales, ambientales y de gobernanza que permite a las organizaciones hablar el mismo idioma que fundaciones, financiadores y mercados de inversión responsable. Muchas ONGs lo han adoptado no solo por exigencia externa, sino como estrategia para posicionar su trabajo en redes internacionales y acceder a capital más diverso.
En paralelo, el Impact Management Project (IMP) ha introducido una gramática más fina del impacto social. Sus cinco dimensiones —qué, quién, cuánto, contribución y riesgo— permiten ir más allá de las cifras brutas y preguntarse, por ejemplo, qué tipo de cambio se busca, quiénes son las poblaciones afectadas, en qué medida se logra, cuál es la aportación real de la organización y qué riesgos enfrenta ese impacto. Incorporar estas dimensiones obliga a explicitar supuestos, reconocer desigualdades y asumir la complejidad del cambio social.
La Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) han terminado de consolidar esta tendencia. Miles de entidades sociales han alineado sus métricas con metas de sostenibilidad global: desde el ODS 5 (igualdad de género) hasta el ODS 10 (reducción de desigualdades), pasando por objetivos de salud, educación o cambio climático. Este alineamiento les permite dialogar con administraciones públicas y agencias internacionales en un lenguaje común y contribuir a narrativas globales de progreso. Sin embargo, también puede derivar en una “odsificación” superficial: marcar casillas de ODS sin transformar realmente la práctica ni cuestionar desigualdades estructurales.
La cuarta pieza de este escenario es la demanda creciente de datos abiertos, interoperabilidad y comparabilidad. Cada vez más financiadores y plataformas globales exigen que la información producida por las organizaciones sociales sea pública, reutilizable y comparable, para construir mapas globales de impacto y fortalecer el accountability. Iniciativas como el SDG Tracker o Data for Good fomentan esta apertura y permiten narrativas compartidas. Pero abrir datos también implica riesgos de privacidad, descontextualización y uso indebido por parte de actores con otros intereses.
El caso de una fundación educativa en Colombia ilustra el potencial de este alineamiento. Al vincular sus indicadores de permanencia escolar y transición al empleo con el ODS 4 (educación de calidad) y con métricas IRIS+, logró no solo acceder a financiación internacional sino también legitimar su trabajo en la arena global y reforzar su incidencia en políticas públicas nacionales. La clave estuvo en no limitarse a traducir datos, sino en reinterpretar su propia misión en términos de contribución al bien común global.
En definitiva, la alineación con marcos internacionales abre un doble horizonte. Por un lado, ofrece un lenguaje compartido que multiplica oportunidades de colaboración y legitimidad. Por otro, tensiona la autonomía local, pues introduce parámetros universales en contextos con necesidades singulares. El desafío para el tercer sector es apropiarse de estos marcos sin subordinarse a ellos: usarlos como puentes de diálogo, no como corsés que uniformen la diversidad. La cuestión no es solo “alinearse”, sino decidir estratégicamente en qué, cómo y con quién se quiere alinear cada organización, para que la medición de resultados siga siendo una práctica situada y democrática, y no un ritual global de homologación sin alma.
7. Metodologías avanzadas de monitoreo, evaluación y aprendizaje (MEL)
El monitoreo, la evaluación y el aprendizaje (MEL) son los cimientos de una GpR que no quiere quedarse en la retórica. Durante décadas, sin embargo, se aplicaron con rigidez: marcos lógicos fosilizados, indicadores impuestos desde arriba, evaluaciones externas que llegaban tarde y servían más al donante que a la comunidad.
Hoy, la cartografía es distinta. Nuevas metodologías abren camino hacia enfoques participativos, adaptativos y orientados al aprendizaje, capaces de lidiar con la complejidad de los problemas sociales y con la incertidumbre radical de nuestro tiempo.
7.1. Outcome Mapping, Outcome Harvesting y Contribution Analysis
En los últimos años ha ganado fuerza un giro metodológico que desplaza la obsesión por la causalidad lineal y las métricas rígidas hacia un enfoque más realista y sistémico del cambio social. Tres metodologías sintetizan esta tendencia: Outcome Mapping, Outcome Harvesting y Contribution Analysis. Todas parten de la misma premisa: en contextos sociales complejos, ningún actor puede atribuirse en solitario transformaciones estructurales; lo que existe es contribución plausible, no causalidad única. Esta mirada resulta especialmente relevante para el tercer sector, donde los procesos de cambio se tejen en redes de actores, políticas y dinámicas históricas que exceden cualquier proyecto aislado.
El Outcome Mapping propone una ruptura con la idea de que la evaluación solo tiene sentido si mide impactos finales. En lugar de centrarse en resultados terminales —muchas veces inalcanzables en el corto plazo o dependientes de múltiples factores—, observa los cambios de comportamiento, relaciones y prácticas de los actores clave con los que trabaja la organización. Así, una ONG ambiental no se limita a registrar la reducción de emisiones en un área determinada, sino que analiza si los agricultores adoptan prácticas sostenibles y si esas prácticas se sostienen en el tiempo. La pregunta deja de ser “¿hemos solucionado el problema global?” y pasa a ser “¿qué cambios en las personas y organizaciones con las que interactuamos indican que vamos en la dirección deseada?”.
El Outcome Harvesting lleva esta lógica un paso más allá: no parte de una teoría del cambio prediseñada, sino de resultados ya observados, previstos o no, y rastrea hacia atrás cómo se produjeron. Esta “cosecha de resultados” es especialmente útil en procesos de incidencia política o acción colectiva, donde los cambios no responden a un plan lineal sino a oportunidades, coyunturas y alianzas múltiples. Así, en un cambio legislativo, OH permite reconocer no solo la presión ejercida por la ONG, sino también el papel del activismo estudiantil, los medios de comunicación o circunstancias políticas imprevistas. Su valor reside en reconstruir la historia del cambio con honestidad y complejidad, sin forzar narrativas heroicas ni atribuciones simplistas.
Por su parte, la Contribution Analysis integra la teoría del cambio con la evidencia empírica para establecer si es razonable concluir que una intervención contribuyó al resultado observado. No promete certezas absolutas, sino hipótesis plausibles basadas en datos triangulados. Este enfoque es muy útil cuando los financiadores o los propios equipos necesitan una “historia de contribución” creíble, pero no quieren caer en la ilusión de causalidad única. Aporta rigor sin sacrificar realismo, y ofrece una narrativa que reconoce tanto el papel de la organización como el de otros factores contextuales.
En conjunto, estas tres metodologías ofrecen al tercer sector una alternativa poderosa a los modelos clásicos de evaluación. Permiten capturar la dinámica relacional del cambio, reconocer la interdependencia entre actores, valorar procesos intermedios que anticipan impactos mayores y reforzar la rendición de cuentas hacia las comunidades. Frente a la tentación de medir solo aquello que se puede controlar, Outcome Mapping, Outcome Harvesting y Contribution Analysis invitan a mirar aquello que se influye, se co-produce o se teje colectivamente. En última instancia, representan un cambio cultural: de la ansiedad por demostrar impacto aislado al aprendizaje compartido sobre cómo se produce realmente la transformación social.
7.2. Evaluación realista, desarrollativa y gestión adaptativa
En un mundo marcado por crisis encadenadas, cambios vertiginosos y sistemas sociales cada vez más interdependientes, los enfoques clásicos de evaluación han mostrado sus límites. La lógica del plan rígido y del informe post mortem resulta insuficiente cuando las realidades se mueven más rápido que los calendarios de los proyectos. De ahí que, en la última década, hayan emergido tres enfoques que abrazan la complejidad y la incertidumbre: la evaluación realista, la evaluación desarrollativa y la gestión adaptativa. Juntos, desplazan la idea de evaluación como “veredicto final” hacia la de evaluación como herramienta de navegación en medio de la tormenta.
La evaluación realista plantea una pregunta sencilla y radical: ¿qué funciona, para quién, en qué contextos y por qué? En lugar de asumir recetas universales, reconoce que las intervenciones sociales operan en configuraciones contextuales muy distintas. Un programa de inserción laboral juvenil puede funcionar en una ciudad con un ecosistema empresarial dinámico y fracasará en una zona rural sin oportunidades económicas. Este enfoque obliga a mirar los mecanismos que conectan acción y resultados, así como las condiciones contextuales que los facilitan o bloquean. Su potencia reside en que convierte la evaluación en un proceso de descubrimiento, no en un juicio estandarizado.
La evaluación desarrollativa va un paso más allá y acompaña procesos de innovación social en tiempo real. En lugar de producir un informe final cuando ya no hay margen para rectificar, ofrece retroalimentación continua que permite ajustar intervenciones sobre la marcha. Es particularmente valiosa para proyectos piloto, prototipos o políticas experimentales donde el camino se construye andando. Así, en vez de evaluar solo éxitos o fracasos al final, se construye un aprendizaje iterativo que transforma a los equipos y a las comunidades mientras la acción está en curso.
La gestión adaptativa traduce esta filosofía a la práctica cotidiana. Supone monitorear de forma ágil, reflexionar en ciclos cortos y cambiar sobre la marcha. Requiere tableros dinámicos, equipos flexibles y, sobre todo, tolerancia a la incertidumbre. Durante la crisis del Ébola en África Occidental, numerosas ONGs rediseñaron sus programas semana a semana, adaptando mensajes y protocolos sanitarios según las condiciones del terreno y la respuesta de las comunidades. Ese ejemplo muestra que la adaptabilidad no es debilidad: es capacidad estratégica para responder a realidades cambiantes sin perder la orientación hacia los resultados.
En conjunto, estos enfoques dibujan una nueva cartografía de la evaluación en el tercer sector. En lugar de obsesionarse con demostrar impactos predefinidos, buscan entender dinámicas emergentes, aprender de la diversidad de contextos y sostener procesos vivos de transformación. La evaluación deja de ser un ritual burocrático para convertirse en un sistema nervioso organizativo, capaz de detectar señales, procesarlas y actuar con rapidez. Así, la GpR se transforma de un instrumento de control en un mecanismo de aprendizaje adaptativo, más cercano a la vida real de las comunidades y más coherente con los valores democráticos del sector.
7.3. Mixtura metodológica: QCA, diseños experimentales, inferencia bayesiana y trazabilidad causal
En la última década, el debate sobre evaluación en el tercer sector ha superado la falsa dicotomía entre rigor y complejidad. La innovación metodológica no implica renunciar al rigor científico; al contrario, exige mezclar enfoques para capturar la riqueza y la no linealidad del cambio social. Las organizaciones se mueven en contextos con múltiples causas, trayectorias divergentes y resultados emergentes. Ninguna técnica por sí sola puede abarcar esa diversidad, pero la combinación estratégica de métodos ofrece una mirada más honesta y útil para la toma de decisiones.
El Qualitative Comparative Analysis (QCA) se ha convertido en uno de los instrumentos más potentes para entender la diversidad de caminos que llevan a un mismo resultado. A diferencia del análisis estadístico clásico, que busca un factor dominante, el QCA identifica configuraciones de factores necesarios y suficientes. Así, un programa de inserción juvenil puede tener éxito en un contexto gracias al apoyo familiar, en otro gracias a alianzas empresariales y en un tercero gracias a políticas públicas inclusivas. Este enfoque permite a las organizaciones reconocer que no hay una receta única y que distintas combinaciones pueden ser igualmente efectivas.
Los diseños cuasi o experimentales —ensayos controlados aleatorizados (RCTs), regresiones discontínuas, matching— siguen siendo herramientas de referencia en salud pública y cooperación internacional, y han empezado a extenderse a programas sociales de gran escala. Su virtud es el alto nivel de control y comparabilidad que ofrecen, lo que permite atribuir cambios con mayor certeza. Pero también arrastran críticas: pueden resultar costosos, poco éticos o reducir la vida social a un laboratorio donde se experimenta con poblaciones vulnerables. En el tercer sector, su valor reside en usarlos con cautela, adaptando diseños y combinándolos con métodos cualitativos y participativos para no perder sensibilidad ni legitimidad.
La inferencia bayesiana abre un horizonte distinto: permite actualizar hipótesis en tiempo real a medida que llega nueva evidencia, integrando datos incompletos o de calidad desigual. En contextos inciertos o de emergencia, donde no hay tiempo ni condiciones para experimentos controlados, el enfoque bayesiano ofrece una base matemática para tomar decisiones rápidas con información imperfecta. Se convierte así en un aliado para la gestión adaptativa y la planificación iterativa, más cercana al día a día de muchas entidades sociales.
La trazabilidad causal (process tracing) representa otro avance clave: rastrea evidencias cualitativas y cuantitativas que conectan una intervención con un resultado, reconstruyendo paso a paso los mecanismos intermedios. Su aporte es articular la narrativa del cambio con datos verificables, evitando tanto la atribución simplista como el relato heroico sin sustento. En vez de preguntar solo “¿funcionó?” indaga “¿cómo y por qué funcionó?”, abriendo la caja negra de los procesos sociales.
En conjunto, estas técnicas representan un cambio de paradigma: de la evaluación como dictamen único a la evaluación como laboratorio metodológico plural. Aporta sensibilidad a las configuraciones contextuales; los diseños experimentales, rigor y control; la inferencia bayesiana, capacidad de decisión en la incertidumbre; y la trazabilidad causal, profundidad narrativa y explicativa. Combinarlas no es un lujo técnico, sino una necesidad política y ética para no reducir la complejidad social a un solo plano de análisis. En el tercer sector, esta mixtura metodológica puede significar la diferencia entre informes que describen superficies y evaluaciones que iluminan los mecanismos reales de transformación.
8. Datos, tecnología y ética en la GpR
La revolución digital ha transformado todos los sectores, y el tercer sector no es excepción. Si la GpR se basa en evidencias, los datos son su combustible. Pero no se trata de acumular cifras como quien guarda granos en un silo: se trata de construir sistemas de datos útiles, confiables y éticamente responsables, que sirvan para la toma de decisiones y para la rendición de cuentas hacia las comunidades, y no solo como insumo burocrático para informes de donantes.
El reto es doble: aprovechar el potencial de la analítica avanzada y de la inteligencia artificial, pero evitando que la obsesión tecnológica conduzca a la deshumanización, a la “dictadura del dato” o a nuevas formas de exclusión digital.
8.1. Arquitectura de datos para la GpR: interoperabilidad, calidad y gobernanza
La calidad de la GpR depende, en última instancia, de la calidad de sus datos. Sin una arquitectura robusta de información, cualquier intento de medir resultados se convierte en un castillo de arena: números inconexos, informes incompletos y conclusiones frágiles. En la era digital, la GpR no puede limitarse a recopilar cifras; necesita diseñar un ecosistema de datos que garantice interoperabilidad, calidad y gobernanza ética.
La interoperabilidad. En un escenario donde confluyen múltiples organizaciones, administraciones y financiadores, los sistemas de información deben dialogar entre sí. Esto evita duplicidades, reduce cargas administrativas y permite construir una visión compartida del impacto colectivo. En España, por ejemplo, varias plataformas de voluntariado están creando sistemas interoperables para medir aportes colectivos al logro de los ODS, generando indicadores agregados que trascienden proyectos individuales y fortalecen la rendición de cuentas global.
La calidad de los datos. En el tercer sector abundan registros manuales, diversidad de formatos y participación de voluntariado sin formación técnica en gestión de información. Garantizar que los datos sean precisos, completos y actualizados exige inversión en capacitación, protocolos y herramientas digitales accesibles, no solo para grandes ONGs sino también para pequeñas entidades de base comunitaria. La calidad de los datos no es un requisito burocrático; es un derecho de las comunidades y una condición para tomar decisiones fundamentadas.
La gobernanza de datos, que responde a una pregunta central: ¿quién recoge, gestiona y usa la información, bajo qué reglas y con qué principios éticos? Una gobernanza adecuada garantiza seguridad, confidencialidad y uso justo, definiendo roles, responsabilidades y salvaguardas. En América Latina, redes de ONGs de infancia han diseñado códigos de ética de datos para evitar que la información de menores sea usada sin consentimiento o para fines que refuercen estigmas y vulnerabilidades. Este tipo de protocolos convierte la gestión de datos en un acto de cuidado, no solo en un recurso técnico.
En conjunto, interoperabilidad, calidad y gobernanza forman la arquitectura invisible que sostiene la GpR. Sin interoperabilidad no hay visión colectiva; sin calidad no hay decisiones fiables; sin gobernanza no hay legitimidad ni protección de derechos. Apostar por una arquitectura robusta no es un lujo tecnológico, sino una condición política y ética para que la medición de resultados sea creíble, útil y respetuosa con las personas a quienes se dirige.
8.2. Analítica y visualización: tableros, trazabilidad y “dato útil” para la decisión
En la GpR, tener datos no garantiza usarlos bien. El reto no está solo en recopilar información, sino en transformarla en conocimiento accionable, capaz de orientar decisiones estratégicas y no saturar a las organizaciones con ruido estadístico. En un contexto donde la digitalización produce volúmenes crecientes de datos, la analítica y la visualización se vuelven herramientas decisivas para dotar de sentido a esa abundancia.
Los tableros de control (dashboards) representan una de las innovaciones más visibles. Permiten monitorear indicadores en tiempo real, cruzar variables y facilitar decisiones ágiles. Bien diseñados, se convierten en brújulas que orientan la acción cotidiana y alertan sobre desviaciones o emergencias. Sin embargo, mal diseñados pueden transformarse en vitrinas inútiles de “big data”, sobrecargadas de gráficos sin contexto ni priorización. En materia de tableros, la máxima “menos es más” sigue siendo válida: pocos indicadores clave, pero relevantes, con narrativas claras para distintos públicos.
La trazabilidad es otro elemento crítico. Significa poder seguir un dato desde su origen hasta su interpretación final, con registro de quién lo recopiló, bajo qué método y con qué transformaciones intermedias. Sin trazabilidad, los números pierden legitimidad y generan desconfianza, especialmente cuando se usan para asignar recursos o justificar políticas. Un sistema trazable no solo mejora la calidad técnica, sino que también refuerza la rendición de cuentas y la defensa de los derechos de las comunidades cuyos datos se utilizan.
El criterio del “dato útil” sintetiza este enfoque. No se trata de recopilar lo fácil, sino lo que realmente revela cambios sociales significativos. En lugar de llenar bases con indicadores redundantes, la GpR situada selecciona datos que dialogan con la teoría del cambio, con las necesidades de aprendizaje y con las decisiones estratégicas. Esto implica priorizar, depurar y, a veces, dejar de medir para poder mirar mejor.
En conjunto, analítica, visualización y trazabilidad convierten el dato en un recurso vivo, no en un archivo muerto. Transforman la evaluación de un ejercicio retrospectivo en un instrumento prospectivo, capaz de guiar adaptaciones, reforzar la transparencia y fortalecer la legitimidad del tercer sector. Al final, no es la cantidad de datos la que da poder, sino su capacidad para iluminar caminos de acción colectiva y cuidado democrático.
8.3. Inteligencia Artificial responsable en el monitoreo, evaluación y aprendizaje (MEL): automatización, sesgos, privacidad y consentimiento informado
La irrupción de la inteligencia artificial (IA) en el monitoreo, evaluación y aprendizaje (MEL) abre un horizonte de posibilidades inéditas para el tercer sector. Algoritmos capaces de procesar volúmenes masivos de información, detectar patrones invisibles o anticipar riesgos transforman radicalmente la forma en que las organizaciones sociales pueden diseñar, adaptar y evaluar sus intervenciones. Sin embargo, este avance tecnológico es también un campo minado ético, donde cada oportunidad viene acompañada de dilemas profundos sobre sesgo, privacidad y consentimiento.
La automatización es quizás la promesa más visible. Sistemas inteligentes permiten integrar en segundos datos que antes tardaban meses en recopilar y analizar. Tableros dinámicos y algoritmos de clasificación ayudan a monitorear cambios en tiempo real, liberando tiempo de los equipos humanos para tareas más estratégicas. De la misma forma, la predicción basada en IA introduce capacidades preventivas: modelos entrenados con datos históricos pueden anticipar abandono escolar, recaídas en adicciones o riesgos de violencia de género, habilitando intervenciones tempranas y más ajustadas.
El análisis de lenguaje natural (NLP) amplía aún más el alcance. Miles de testimonios cualitativos, que antes requerían meses de codificación manual, pueden procesarse con algoritmos capaces de identificar temas recurrentes, cambios de tono emocional o patrones de discurso. Para organizaciones con equipos pequeños, esta capacidad supone acceder a una “escucha masiva” de las comunidades, incorporando voces que antes quedaban invisibles en el ruido.
Pero la otra cara de la moneda es igual de poderosa. Los sesgos algorítmicos constituyen uno de los principales riesgos. Si los datos de entrenamiento reflejan desigualdades sociales, la IA puede amplificarlas y reforzar discriminaciones, reproduciendo estereotipos o excluyendo sistemáticamente a ciertos colectivos. En el tercer sector, donde se trabaja con poblaciones vulnerables, este riesgo adquiere un carácter crítico: un algoritmo sesgado no es solo un error técnico, es una injusticia ética.
La privacidad es otro pilar insoslayable. El sector social maneja datos especialmente sensibles —salud, migración, violencia, infancia— que requieren estándares muy superiores a los mínimos legales. Proteger esta información no es una formalidad burocrática, sino una obligación moral y política. La filtración, el uso indebido o la reventa de datos pueden causar daños irreparables a las personas y comunidades implicadas.
Finalmente, el consentimiento informado es el corazón de la legitimidad digital. Las comunidades deben saber qué datos se recogen, para qué, con qué límites y quién tendrá acceso. La innovación tecnológica no puede convertirse en una forma encubierta de vigilancia ni en un intercambio desigual donde los beneficiarios entregan datos a cambio de servicios. La transparencia y la supervisión comunitaria son esenciales para que la IA sea una herramienta emancipadora y no un dispositivo de control.
Algunos ejemplos muestran caminos posibles. En Canadá, ONGs que trabajan con refugiados implementaron algoritmos de predicción de vulnerabilidad con protocolos de ética digital y supervisión comunitaria. Los datos recopilados no podían ser cedidos a autoridades policiales o migratorias y se establecieron comités mixtos para revisar los modelos y sus resultados. Este tipo de gobernanza compartida convierte la IA en un instrumento al servicio de la comunidad, no al revés.
En síntesis, la IA responsable en MEL no es solo un asunto técnico, sino una cuestión de gobernanza y justicia. Supone diseñar algoritmos con criterios de equidad, garantizar privacidad con estándares elevados, obtener consentimiento explícito y comprensible, y abrir espacios de deliberación sobre los usos de la tecnología. Solo así la inteligencia artificial podrá ser un aliado para medir y mejorar el impacto social sin traicionar los valores de dignidad, solidaridad y cuidado que constituyen la esencia del tercer sector.
9. Participación y coevaluación con comunidades
Si la GpR en el tercer sector quiere ser algo más que una técnica de control, debe responder a una pregunta esencial: ¿quién define qué es un resultado valioso?
Durante décadas, la respuesta vino de donantes, administraciones o expertos externos. Pero la legitimidad real de las organizaciones sociales se juega en otro lugar: en su capacidad para incluir a las personas y comunidades afectadas en la definición, monitoreo y evaluación de los cambios.
La coevaluación participativa no es un accesorio metodológico: es el corazón político y ético de una GpR situada y transformadora.
9.1. Diseño participativo de resultados e indicadores con personas usuarias
En la GpR, los indicadores no son simples instrumentos técnicos: son elecciones políticas que determinan qué cuenta como éxito y qué queda fuera. Decidir qué medir es decidir qué valorar, y por tanto quién tiene poder para definir la realidad. Incluir a las personas usuarias en el diseño de resultados e indicadores transforma radicalmente esta ecuación, desplazando la lógica de control hacia la lógica de corresponsabilidad.
El paso crucial es pasar de “beneficiarios” pasivos a coproductores de resultados. Cuando las comunidades participan en la definición de metas y métricas, no solo se legitima el proceso, sino que se mejora la pertinencia de los indicadores y se amplía el sentido del impacto. Se pasa de indicadores impuestos a indicadores compartidos, construidos con el lenguaje, las prioridades y las escalas de valor de quienes experimentan los cambios.
Un ejemplo ilustra esta transformación. Una red de cooperativas de mujeres en Marruecos acordó que el verdadero resultado de su trabajo no era únicamente el aumento de ingresos, sino la capacidad de decidir sobre su propio dinero. Ese indicador —propuesto por las propias mujeres— redefinió el sentido del éxito, desplazando la métrica de lo meramente económico a lo político y relacional. En lugar de medir solo “cuánto ganan”, se empezó a medir “cuánto poder tienen para decidir”.
Para hacer posible este tipo de diseño participativo, se han desarrollado herramientas y metodologías: talleres colectivos de teoría del cambio, encuestas deliberativas, dinámicas de priorización, grupos focales y cartografías comunitarias. Estas prácticas no se limitan a “consultar” a las personas usuarias, sino que ceden poder real en la decisión sobre qué se mide y cómo se interpreta. En algunos casos incluso se crean comités mixtos de seguimiento donde usuarios y técnicos deliberan en pie de igualdad sobre resultados y evidencias.
Esta apertura modifica también la relación con financiadores y administraciones: los indicadores participativos pueden resultar más difíciles de homologar, pero ganan legitimidad y riqueza interpretativa. Además, amplían la noción de impacto para incluir dimensiones invisibles a los sistemas tradicionales: empoderamiento, cohesión, sentido de pertenencia, control sobre recursos, bienestar subjetivo.
En definitiva, diseñar resultados e indicadores con personas usuarias no es solo un procedimiento metodológico, sino un acto de democratización de la evaluación. Permite que la GpR deje de ser un mecanismo vertical para convertirse en un espacio de aprendizaje compartido, donde las métricas reflejan no solo lo que las organizaciones hacen, sino lo que las comunidades consideran valioso en su propio camino hacia el cambio social.
9.2. Mecanismos de retroalimentación y accountability horizontal
La rendición de cuentas en el tercer sector no puede limitarse a informes verticales para financiadores y administraciones. Una GpR con vocación democrática implica construir mecanismos de accountability horizontal, donde las personas usuarias puedan retroalimentar, cuestionar y coevaluar los programas. Este enfoque desplaza la lógica del “rendir cuentas hacia arriba” a un diálogo con las comunidades, donde la información circula en doble sentido y se convierte en un bien común.
En este marco, los mecanismos de retroalimentación se vuelven herramientas estratégicas. Lejos de ser buzones simbólicos, son canales reales para captar percepciones, demandas y críticas, permitiendo corregir rumbos a tiempo y reforzar la confianza mutua. La retroalimentación no es solo un gesto de transparencia, sino una fuente de legitimidad y aprendizaje continuo.
Existen múltiples instrumentos para hacerlo posible. Los buzones y plataformas digitales de feedback, accesibles y anónimos, ofrecen un canal permanente para expresar sugerencias o denuncias sin temor a represalias. Las encuestas rápidas de satisfacción y confianza permiten tomar el pulso a la experiencia de usuarios y usuarias en tiempo casi real, detectando problemas emergentes antes de que se conviertan en crisis. Las auditorías sociales comunitarias, donde los resultados se discuten públicamente, transforman los datos en deliberación colectiva y refuerzan la transparencia activa.
Por su parte, los paneles ciudadanos o comités de usuarios van un paso más allá, otorgando voz en las decisiones de mejora. No se limitan a opinar sobre lo ya hecho, sino que participan en la definición de prioridades y en la evaluación de nuevas propuestas. En algunos contextos se han combinado con presupuestos participativos, creando circuitos donde la comunidad decide no solo qué medir, sino también cómo asignar recursos.
Estos mecanismos amplían el concepto de evaluación: ya no es un dictamen técnico sino un proceso dialógico que reconoce el saber y la experiencia de las personas usuarias. Además, actúan como antídoto frente al riesgo de burocratización: cuando las comunidades pueden cuestionar indicadores o procesos, la organización está obligada a justificar, adaptar y explicar su gestión de manera comprensible.
En definitiva, la accountability horizontal convierte la GpR en un sistema vivo de aprendizaje colectivo y legitimidad social. No se trata solo de abrir canales, sino de ceder poder real, traduciendo la retroalimentación en cambios concretos en políticas, servicios y enfoques. Solo así la rendición de cuentas deja de ser un requisito para convertirse en una práctica democrática que refuerza la confianza, la pertinencia y la sostenibilidad del tercer sector.
9.3. Ética del cuidado, accesibilidad y lenguajes públicos
La participación en la GpR no es solo una cuestión metodológica; es, ante todo, una cuestión de ética del cuidado. Involucrar a las comunidades implica reconocer desigualdades, atender vulnerabilidades y diseñar procesos seguros y comprensibles para todas las personas. Sin este fundamento ético, cualquier mecanismo participativo corre el riesgo de convertirse en un ejercicio simbólico o incluso en una nueva forma de exclusión.
La accesibilidad. No basta con “abrir” espacios de participación; es necesario garantizar que todas las personas puedan participar sin barreras lingüísticas, culturales, de género, edad o discapacidad. Esto significa ofrecer intérpretes, adaptar formatos, cuidar horarios y logística, y reconocer costos de participación para quienes no pueden asumirlos. La accesibilidad no es un extra, es la condición para que la participación sea auténtica y no meramente declarativa.
Los lenguajes públicos. La GpR suele estar cargada de jerga técnica, acrónimos y métricas abstractas. Traducir indicadores e informes a formatos claros, visuales y culturalmente pertinentes es un acto de democratización del conocimiento. Tableros simplificados, infografías, radionovelas comunitarias, reuniones abiertas y materiales en lenguas locales son algunas estrategias para transformar datos en información comprensible, evitando que el saber técnico se convierta en un filtro excluyente.
El cuidado en el proceso participativo. Involucrar a personas en la definición de indicadores o en la evaluación de programas puede reactivar experiencias dolorosas o generar desgaste emocional. Una ética del cuidado exige protocolos para prevenir revictimización, espacios de apoyo emocional, tiempos adecuados y respeto a los límites personales. El objetivo es que la participación empodere y no agote, que sea una fuente de reconocimiento y no una carga adicional.
Al integrar accesibilidad, lenguajes públicos y cuidado, la GpR se convierte en un espacio seguro y plural, donde las comunidades no solo aportan datos, sino que también reciben respeto, información y poder real de decisión. Este enfoque no es un “adorno” metodológico, sino un requisito para construir legitimidad democrática y sostenibilidad social. La ética del cuidado recuerda que medir y evaluar no son actos neutros: son actos políticos que pueden reproducir desigualdades o, por el contrario, sanarlas y transformarlas en relaciones más justas.
10. Implantación organizativa y cambio cultural
La GpR no se implanta con un manual ni con un software comprado a medida: se implanta con cambio cultural. Significa pasar de la lógica de la actividad (“hemos hecho mucho”) a la lógica del valor social (“hemos logrado transformaciones”). Ese tránsito es más que técnico: es político, emocional y pedagógico.
Requiere rediseñar capacidades, roles y procesos, pero sobre todo cultivar confianza: confianza en que medir no es fiscalizar, sino aprender; en que rendir cuentas no es perder autonomía, sino fortalecer legitimidad.
10.1. Modelo de capacidades para GpR (personas, procesos, tecnología, cultura)
La experiencia internacional demuestra que ninguna organización puede sostener una GpR sólida si no articula un modelo de capacidades integrado. No se trata únicamente de instalar software o contratar consultores: la GpR requiere una infraestructura humana, organizativa y cultural que le dé vida. Esta infraestructura combina, de manera inseparable, cuatro dimensiones: personas, procesos, tecnología y cultura.
Las personas son el núcleo. Sin equipos formados en planificación, indicadores, análisis de datos y evaluación, la GpR se queda en un ritual vacío. Pero estas competencias técnicas necesitan complementarse con habilidades blandas: escucha activa, pensamiento crítico, comunicación pública y ética del cuidado. No basta con saber medir; hay que saber interpretar, dialogar y traducir la información para distintos públicos.
Los procesos constituyen la columna vertebral. Una organización que improvisa su monitoreo y evaluación acumula datos dispersos y burocracia inútil. Contar con sistemas claros de planificación, seguimiento y retroalimentación, con protocolos definidos que reduzcan duplicación y simplifiquen trámites, convierte la GpR en una práctica fluida y no en un peso muerto. Los procesos son los que transforman la información en aprendizaje y evitan que los indicadores se conviertan en papeles olvidados.
La tecnología actúa como habilitadora. No se trata de perseguir la última moda digital, sino de asegurar herramientas accesibles, interoperables y seguras, desde hojas de cálculo compartidas hasta tableros interactivos en tiempo real. La tecnología correcta permite integrar datos, generar visualizaciones claras y garantizar la protección de la información sensible. En el tercer sector, además, es crucial que las herramientas digitales sean comprensibles para equipos diversos y compatibles con los recursos disponibles.
Por último, la cultura organizativa es el componente más complejo y, a menudo, el más descuidado. Implica valorar la evidencia, aceptar el error como oportunidad de aprendizaje y ver la evaluación como aliada y no como amenaza. Sin una cultura de apertura y mejora continua, los mejores sistemas técnicos se vuelven inertes. La cultura determina si los datos se usan para castigar o para aprender, si se ocultan los fracasos o se comparten para mejorar.
En conjunto, estas cuatro dimensiones —personas, procesos, tecnología y cultura— forman un ecosistema de capacidades que sostiene la GpR como práctica viva. La ausencia de cualquiera de ellas debilita el conjunto: equipos sin formación, procesos desordenados, tecnología inadecuada o culturas defensivas bloquean el potencial transformador de la GpR. Invertir en este modelo integrado es, por tanto, una estrategia de sostenibilidad y legitimidad, no un lujo organizativo.
10.2. Gobierno y roles: dirección, equipos, voluntariado y alianzas
La implantación de la GpR no es solo un asunto técnico; es, ante todo, un desafío de gobernanza. Supone redefinir roles, responsabilidades y relaciones de poder dentro y fuera de la organización. Sin un liderazgo comprometido, equipos reconocidos, voluntariado formado y alianzas estratégicas, la GpR corre el riesgo de convertirse en un ritual burocrático sin impacto real.
La dirección ocupa un lugar crucial. Debe liderar con convicción y vincular la GpR con la misión y los valores, no presentarla como una exigencia externa o un papeleo inevitable. Si los cuadros directivos perciben la GpR como un trámite, el cambio cultural fracasa antes de empezar. Cuando, por el contrario, la dirección comunica con claridad su sentido estratégico y se involucra en el seguimiento, transmite a toda la organización que medir y aprender forman parte del núcleo de su identidad.
Los equipos profesionales son quienes implementan la medición en la práctica cotidiana. Son ellos quienes diseñan indicadores, recopilan datos, interpretan resultados y ajustan intervenciones. Para que esta tarea sea viable necesitan recursos, tiempo y reconocimiento, no solo tareas añadidas sin apoyo. Integrar la GpR en las descripciones de puesto, en la planificación de tiempos y en la formación interna evita la sobrecarga y convierte la evaluación en un componente natural del trabajo.
El voluntariado puede desempeñar un papel valioso en la recogida de datos y en los procesos de evaluación participativa, siempre que se le capacite y se reconozca su valor. Su cercanía con las comunidades ofrece perspectivas únicas que complementan la mirada técnica. Incorporar voluntarios en la medición no solo amplía capacidades, sino que refuerza la legitimidad social de los datos y del proceso evaluativo.
Finalmente, las alianzas potencian el alcance y la calidad de la GpR. La lógica de resultados gana fuerza en red: cooperar con otras entidades permite compartir métricas, compararse sin competir y aprender colectivamente. Plataformas sectoriales, consorcios temáticos y redes territoriales facilitan estandarizar indicadores, construir bases de datos conjuntas y generar aprendizaje interorganizativo. En un contexto de desafíos sistémicos, la medición aislada resulta insuficiente; la colaboración permite ver y transformar problemas en su escala real.
En conjunto, estos cuatro ejes —dirección, equipos, voluntariado y alianzas— configuran la gobernanza viva de la GpR. No se trata solo de dónde colocar los datos, sino de quién tiene poder para decidir qué se mide, cómo se interpreta y cómo se actúa en consecuencia. Al cuidar estos roles y relaciones, la GpR deja de ser un mandato externo y se convierte en una práctica compartida que fortalece misión, aprendizaje y legitimidad democrática.
10.3. Mapa de madurez GpR y hoja de ruta de adopción según tipo de entidad
No todas las organizaciones se encuentran en el mismo punto del camino hacia la GpR. Pretender implantar de golpe sistemas avanzados en entidades con escasa experiencia puede resultar contraproducente, mientras que seguir con prácticas básicas en organizaciones consolidadas puede significar estancamiento. Para orientar la progresión, un Mapa de Madurez GpR ofrece un marco claro para identificar en qué nivel está cada organización y cuáles son sus pasos prioritarios.
En el Nivel 1 (Inicial) encontramos organizaciones que solo reportan actividades y desconocen la GpR. Su prioridad no es construir tableros complejos, sino sensibilizarse sobre la utilidad de medir resultados y adquirir formación básica en planificación y evaluación. Se trata de pasar del “hacer” al “saber para qué se hace”.
El Nivel 2 (Emergente) corresponde a entidades que usan algunos indicadores simples de resultados inmediatos, pero carecen de un marco conceptual sólido. Aquí la acción prioritaria es establecer una Teoría del Cambio y un marco lógico, además de capacitar en indicadores cualitativos para no reducir todo a cifras fáciles pero poco significativas.
En el Nivel 3 (En desarrollo) se ubican organizaciones que planifican con cadenas de resultados y cuentan con monitoreo básico. El reto es mejorar la calidad de los datos, introducir protocolos sistemáticos y dar entrada a la participación comunitaria en la evaluación, pasando de un sistema unilateral a un sistema dialógico.
El Nivel 4 (Avanzado) describe organizaciones con cultura de aprendizaje consolidada y metodologías innovadoras (Outcome Harvesting, SROI, etc.). Su prioridad es integrar tecnología y tableros interactivos, así como profundizar en accountability horizontal, abriendo canales de retroalimentación con comunidades y pares.
El Nivel 5 (Transformador) identifica entidades con la GpR en su ADN organizativo y una perspectiva sistémica. Para ellas la tarea es escalar aprendizajes, incidir en políticas públicas y generar estándares sectoriales, contribuyendo a elevar el nivel de toda la red y a fortalecer la legitimidad democrática del sector.
Este mapa de madurez se complementa con una hoja de ruta diferenciada según tipo de entidad:
- Pequeñas asociaciones locales: empezar con indicadores simples y narrativas cualitativas; evitar burocracia excesiva; priorizar la claridad sobre la sofisticación.
- Entidades medianas: formalizar sistemas de monitoreo, invertir en formación y tecnología básica, fortalecer alianzas con otras organizaciones para compartir aprendizajes.
- Grandes ONGs y fundaciones: integrar marcos internacionales (ODS, IRIS+), experimentar con metodologías avanzadas, consolidar sistemas digitales de alto nivel y liderar la incidencia política basada en evidencia.
Con este enfoque, la GpR deja de ser un modelo uniforme y se convierte en un proceso adaptativo y gradual, ajustado a las capacidades y al contexto de cada organización. El mapa de madurez y la hoja de ruta permiten planificar un camino realista hacia sistemas de resultados más sólidos, evitando tanto el voluntarismo tecnocrático como la inercia institucional.
11. Financiación y contratación orientada a resultados
La forma en que se financia al tercer sector determina en gran medida qué resultados priorizan las organizaciones y cómo los miden. No basta con tener metodologías avanzadas de evaluación si los esquemas de apoyo económico siguen atrapados en la lógica de “justificar gastos” más que en la de “demostrar cambios”.
El giro hacia la financiación orientada a resultados se presenta como una oportunidad, pero también como un terreno de tensiones: ¿qué pasa cuando la supervivencia de una entidad depende de indicadores definidos lejos de su misión y de sus comunidades?
11.1. Convenios, subvenciones y compra pública con enfoque a resultados
Durante décadas, subvenciones y convenios han sido la vía predominante de financiamiento del tercer sector. Bajo este modelo, la rendición de cuentas se centraba en justificar insumos y actividades —nóminas, materiales, número de talleres o beneficiarios atendidos—, sin indagar demasiado en los cambios reales generados. La GpR propone un giro de enfoque: pasar de contabilizar recursos a medir transformaciones en la vida de las personas y comunidades.
Las subvenciones orientadas a resultados se han convertido en una tendencia creciente. Cada vez más administraciones públicas vinculan el otorgamiento de fondos al cumplimiento de indicadores predefinidos, moviéndose del control de gastos al control de logros. En la Unión Europea, por ejemplo, los programas financiados con fondos estructurales exigen outputs y outcomes alineados con los Objetivos de Desarrollo Sostenible, obligando a las entidades a planificar con teorías del cambio, cadenas de resultados y métricas verificables.
En paralelo, la compra pública de servicios sociales introduce cláusulas de resultados en contratos de prestación —centros de día, programas de empleo, políticas de vivienda— con el objetivo de premiar eficacia y calidad. Esta tendencia busca profesionalizar la provisión y centrar la atención en la mejora tangible de la vida de las personas usuarias. Sin embargo, también plantea riesgos considerables: puede ampliar la brecha entre grandes entidades —con capacidad técnica para medir y reportar— y organizaciones comunitarias pequeñas, que sostienen el tejido social pero carecen de recursos administrativos para cumplir con estándares cada vez más exigentes.
El desafío es encontrar un equilibrio. Exigir resultados no debe significar ahogar en burocracia ni excluir a los actores de proximidad. Las administraciones pueden implementar escalas progresivas, apoyo técnico y fondos específicos para el fortalecimiento institucional de organizaciones pequeñas, de modo que la lógica de resultados sea una palanca de mejora y no un filtro excluyente. De este equilibrio dependerá que la GpR aplicada a subvenciones y compra pública fortalezca el ecosistema social en lugar de concentrarlo.
En definitiva, la introducción del enfoque a resultados en convenios, subvenciones y compra pública representa una oportunidad para alinear incentivos con impacto real, pero también una prueba de madurez democrática. Supone reconocer que el valor del tercer sector no se mide solo en outputs inmediatos, sino en su capacidad para transformar realidades de forma inclusiva, sostenible y respetuosa con su diversidad organizativa.
11.2. Contratos de impacto social: potencial y límites
En la última década, los contratos de impacto social (SIBs, por sus siglas en inglés) se han convertido en símbolo de la financiación orientada a resultados. Su lógica es sencilla en apariencia, pero compleja en sus implicaciones: un inversor privado financia un programa social; si los resultados pactados se cumplen, la administración devuelve la inversión con retorno; si no se alcanzan las metas, la pérdida la asume el inversor. Esta estructura busca alinear incentivos, compartir riesgos y movilizar capital privado hacia fines sociales.
Entre sus potenciales beneficios, los SIBs destacan por movilizar capital privado hacia áreas donde los presupuestos públicos son insuficientes, introducir disciplina de medición desde el inicio del proyecto y compartir riesgos entre sector público y financiadores. Además, al exigir resultados verificables, pueden fomentar la innovación y la búsqueda de soluciones más eficaces para problemas persistentes.
Sin embargo, estos instrumentos también tienen límites importantes. Suelen implicar elevada complejidad jurídica y altos costes de transacción, lo que los hace viables solo para organizaciones con recursos técnicos significativos. Existe también un riesgo de sesgo en la selección de proyectos: tienden a financiarse intervenciones con resultados “seguros” y fáciles de medir, dejando fuera problemas complejos o colectivos más vulnerables. Además, al vincular el éxito al retorno monetario para el inversor, se corre el riesgo de desplazar el foco de la justicia social a la rentabilidad financiera, transformando los problemas sociales en activos de inversión.
Para que los SIBs cumplan su promesa, es necesario diseñarlos con cuidado, estableciendo métricas que no simplifiquen la realidad, cláusulas que protejan a las comunidades y mecanismos de gobernanza que garanticen transparencia y rendición de cuentas. Deben ser un complemento —no un sustituto— del financiamiento público y deben operar bajo principios de ética y equidad, asegurando que la innovación no se convierta en exclusión.
En definitiva, los contratos de impacto social representan una frontera experimental de la GpR. Su potencial radica en canalizar recursos y acelerar innovaciones; su límite, en no perder de vista que la finalidad última no es el retorno financiero, sino mejorar la vida de las personas y comunidades. La cuestión no es solo si “funcionan” en términos financieros, sino para quién funcionan y bajo qué valores.
11.3. Coste, escalabilidad y sostenibilidad del impacto
Medir resultados no es solo contar cambios; es también preguntarse por sus costos y condiciones de sostenibilidad. Esta mirada abre dilemas incómodos que suelen quedar fuera de los informes oficiales, pero que son esenciales para evaluar la verdadera viabilidad de un programa social. La GpR obliga a mirar más allá de los indicadores para examinar la relación entre impacto, recursos y permanencia en el tiempo.
El costo por beneficiario es un indicador frecuente para comparar eficiencia. Permite estimar cuántos recursos se invierten por cada persona atendida y facilita comparaciones entre programas similares. Sin embargo, este cálculo es peligroso si se interpreta de forma acrítica: puede invisibilizar a colectivos más caros de atender —por ejemplo, personas con discapacidad severa, familias en extrema pobreza o poblaciones rurales dispersas—, generando incentivos perversos para dejar fuera a quienes más apoyo necesitan.
El costo de resultados sostenibles. No basta con medir inserción laboral al finalizar un curso: hay que calcular cuánto cuesta mantener ese empleo en el tiempo, qué apoyos adicionales se requieren y qué alianzas institucionales aseguran su permanencia. Sin esta perspectiva de largo plazo, los programas corren el riesgo de producir éxitos fugaces que desaparecen en cuanto termina la intervención.
La GpR también obliga a visibilizar los costos ocultos de la medición y la evaluación: sistemas de datos, evaluaciones externas, formación de equipos, procesos participativos. Estos gastos suelen no incluirse en los presupuestos o aparecen como “gastos administrativos” prescindibles, cuando en realidad son inversiones estratégicas para garantizar calidad, transparencia y aprendizaje. Ignorarlos debilita a las entidades y convierte la evaluación en una carga insostenible.
Junto al coste, aparecen dos preguntas claves: escalabilidad y sostenibilidad. La escalabilidad interroga si un programa exitoso puede crecer sin perder calidad y sentido. Muchas iniciativas funcionan en pequeño porque dependen de liderazgos locales, voluntariado o condiciones específicas difíciles de replicar. Escalar exige adaptar modelos, no solo replicarlos.
La sostenibilidad, por su parte, cuestiona qué ocurre cuando termina la financiación externa: ¿quedan instalados los cambios en la comunidad, en las políticas públicas, en las prácticas institucionales? ¿O desaparecen con los fondos? Una GpR madura no se conforma con medir resultados al cierre del proyecto; busca evidencias de institucionalización y apropiación local, condiciones clave para que el impacto perdure.
En definitiva, coste, escalabilidad y sostenibilidad del impacto son la prueba de estrés de la GpR. Obligan a ir más allá del entusiasmo inicial y a diseñar estrategias realistas para consolidar los cambios. Medir no es solo mostrar logros, sino también anticipar límites y preparar transiciones que aseguren que el esfuerzo invertido se traduzca en transformaciones duraderas y equitativas.
12. Experiencias y casos comparados
Analizar cómo se ha implementado la GpR en distintos contextos es esencial para entender no solo sus potenciales, sino también sus límites. La práctica demuestra que no existe un modelo único: cada región, cada organización y cada comunidad adapta la GpR a su historia institucional, recursos disponibles y cultura política.
La comparación internacional revela una tensión constante: entre estandarización global y contextualización local, entre control burocrático y apropiación comunitaria.
12.1. La GpR en organizaciones internacionales (cooperación, ONGs globales)
Las organizaciones internacionales —grandes ONGs y agencias multilaterales— han sido pioneras en institucionalizar la GpR, convirtiéndola en un estándar global de legitimidad y rendición de cuentas. Su escala, recursos y alcance les han permitido experimentar con sistemas sofisticados, tableros globales y métricas alineadas con agendas multilaterales, aunque no sin tensiones y críticas.
El Banco Mundial y la OCDE lideraron en los años 2000 el enfoque Managing for Development Results (MfDR), que estableció marcos lógicos, indicadores comparables y protocolos de reporte como sello de credibilidad. Esta perspectiva buscaba asegurar que la ayuda internacional se tradujera en resultados verificables y no solo en desembolsos financieros. Su influencia llegó a gobiernos, agencias bilaterales y ONGs, homogeneizando lenguajes y metodologías en todo el ecosistema del desarrollo.
Las Naciones Unidas, a través de programas como PNUD, UNICEF o ACNUR, desarrollaron sistemas propios de resultados, tableros globales y métricas alineadas con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Estas plataformas permiten monitorear avances en múltiples países y sectores, articulando informes comparables a gran escala. Sin embargo, también han sido criticadas por generar burocracia y distanciarse de las realidades locales cuando los indicadores globales no dialogan con contextos específicos.
Las ONGs internacionales como Oxfam, Save the Children o CARE han combinado teorías del cambio con métricas globales para mostrar contribuciones a gran escala sin perder de vista dimensiones cualitativas. Un ejemplo ilustrativo: Oxfam utiliza marcos de resultados participativos que incluyen indicadores de empoderamiento de mujeres y fortalecimiento comunitario, evitando reducir su acción a simples entregas de bienes. Este enfoque permite traducir su misión global en transformaciones tangibles para las comunidades.
El aprendizaje acumulado es claro: la GpR es viable en organizaciones internacionales, pero corre el riesgo de volverse burocrática y distante de lo local si no incorpora participación genuina y flexibilidad contextual. Los sistemas globales son útiles para mostrar tendencias y legitimar políticas, pero deben complementarse con narrativas, testimonios y métricas situadas para no borrar las especificidades territoriales ni reducir a números la diversidad de realidades.
En definitiva, la experiencia internacional muestra que la GpR puede ser una plataforma de transparencia y aprendizaje colectivo a escala planetaria, siempre que se diseñe con sensibilidad local, inclusión comunitaria y ética del cuidado. De lo contrario, corre el riesgo de convertirse en un “imperio de indicadores” desconectado de las vidas que dice mejorar.
12.2. Implementación en España y Europa (ONG, fundaciones, entidades sociales)
En Europa, la GpR se ha expandido principalmente a través de programas financiados con fondos comunitarios y de la creciente exigencia de rendición de cuentas y profesionalización en el tercer sector. Esta dinámica ha obligado a ONGs, fundaciones y entidades sociales a articular sistemas de seguimiento más rigurosos y a integrar estándares europeos en su práctica cotidiana.
Los fondos europeos estructurales y de inversión han sido el motor principal. Exigen a los Estados y a las entidades beneficiarias reportar outputs y outcomes alineados con marcos comunitarios en áreas clave como empleo, inclusión social y educación. Este requisito ha impulsado la adopción de marcos lógicos, teorías del cambio y tableros de indicadores, homogeneizando lenguajes y reforzando la comparabilidad entre países y regiones.
En paralelo, grandes ONGs españolas como Cáritas o Ayuda en Acción han desarrollado sistemas de seguimiento que combinan cobertura con impacto social.
Las fundaciones privadas también han elevado el estándar, exigiendo evaluaciones externas y evidencia de resultados para otorgar financiación. Esto ha profesionalizado la práctica evaluativa en entidades receptoras, pero también ha generado tensiones para organizaciones pequeñas, que deben invertir recursos y capacidades adicionales para cumplir con los requisitos.
El aprendizaje es claro: en Europa, la GpR se vincula a profesionalización y rendición de cuentas públicas, pero persiste resistencia cultural en organizaciones de menor tamaño, que temen perder flexibilidad comunitaria o ver diluida su identidad. El desafío consiste en diseñar sistemas proporcionales, escalables y acompañados de apoyo técnico para que la lógica de resultados no excluya a los actores de proximidad, sino que los fortalezca.
En definitiva, la implementación de la GpR en España y Europa muestra que es posible combinar estándares internacionales con sensibilidad local, pero exige voluntad política, inversiones en capacidades y diálogo permanente entre financiadores, entidades y comunidades para evitar que la medición se convierta en un fin en sí mismo y para asegurar que siga siendo un medio de transformación social y legitimidad democrática.
12.3. América Latina y Caribe: innovación social y aprendizajes de territorio
En América Latina y el Caribe, la GpR ha adoptado un carácter híbrido y experimental, donde se entrecruzan marcos globales con prácticas participativas de base comunitaria. La región no se ha limitado a importar modelos del Norte global, sino que ha generado innovaciones propias que equilibran datos duros con narrativas de cambio social y metodologías sensibles al territorio.
Por un lado, la cooperación internacional, a través de organismos como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y la CEPAL, ha impulsado marcos de evaluación y sistemas de impacto orientados a la comparabilidad y a la eficiencia del gasto público. Estas iniciativas han contribuido a profesionalizar la medición, instalar sistemas nacionales de evaluación y extender la lógica de resultados más allá de los proyectos aislados.
Por otro lado, la sociedad civil y los movimientos sociales han liderado innovaciones metodológicas participativas, adaptando enfoques como Outcome Harvesting o Most Significant Change (MSC) para visibilizar voces locales y producir evidencia cualitativa. Este giro ha sido particularmente relevante en contextos de conflicto o posconflicto, donde los indicadores tradicionales resultan insuficientes para capturar procesos de reconciliación, empoderamiento o sanación comunitaria.
Los gobiernos locales también han experimentado con la GpR. Algunos municipios han aplicado presupuestos participativos y políticas sociales con enfoque a resultados, integrando a la ciudadanía en la definición de metas y en la evaluación del desempeño público. Estas experiencias han demostrado que la lógica de resultados puede funcionar como un puente entre gobernanza democrática y eficacia administrativa.
Un ejemplo ilustrativo proviene de Colombia, donde organizaciones comunitarias aplicaron el método Most Significant Change para evaluar programas de paz y reconciliación. Los testimonios de víctimas mostraron cambios invisibles para las estadísticas tradicionales, como la recuperación de la confianza y la resiliencia emocional, aportando evidencia valiosa para diseñar políticas más sensibles al trauma y a la complejidad social.
El aprendizaje regional es claro: América Latina y el Caribe aportan un enfoque narrativo y participativo, que no renuncia a los datos duros, pero los complementa con historias y procesos significativos para las comunidades. Esta combinación fortalece la legitimidad y la pertinencia de la GpR, evitando reducir la vida social a indicadores cuantitativos y apostando por una medición que dialogue con los contextos y los saberes locales.
En definitiva, la experiencia latinoamericana muestra que la GpR no es solo un modelo técnico, sino un espacio de disputa y creación, donde se negocia el sentido mismo del desarrollo y del cambio social. Desde este prisma, la región se convierte en un laboratorio vivo para quienes buscan construir sistemas de resultados más inclusivos, plurales y democráticos.
12.4. África y Asia: localización del cambio y sistemas comunitarios
En África y Asia, la GpR se ha expandido en una tensión constante entre modelos importados y saberes locales. Si por un lado la cooperación internacional ha promovido marcos lógicos estandarizados para justificar financiamiento, por otro las comunidades han generado innovaciones propias que traducen la medición en herramientas de empoderamiento y rendición de cuentas desde abajo.
En África subsahariana, muchas ONGs locales han debido utilizar marcos lógicos rígidos para acceder a fondos internacionales, cumpliendo con indicadores impuestos desde despachos lejanos. Sin embargo, también han surgido modelos de evaluación inspirados en cosmovisiones locales, como el Ubuntu —que enfatiza interdependencia y comunidad— o adaptaciones del Buen Vivir, que integran bienestar, armonía con la naturaleza y solidaridad social. Estas experiencias han demostrado que la GpR puede dialogar con epistemologías distintas y traducirse en métricas significativas para las comunidades.
En Asia, países como India y Filipinas han desarrollado las Community Scorecards o tarjetas comunitarias de resultados, donde las comunidades evalúan directamente la calidad de servicios públicos como salud y educación. Estas tarjetas no solo generan datos, sino que abren procesos deliberativos entre ciudadanía y autoridades locales, fortaleciendo la accountability y la apropiación social de las políticas.
Un ejemplo revelador proviene de Uganda, donde una red de ONGs de salud comunitaria implementó tableros participativos para que la población puntuara la calidad de los servicios. El ejercicio no solo mejoró la confianza entre comunidades y proveedores, sino que obligó a donantes y gobiernos a revisar prioridades a la luz de la evidencia generada localmente. Este caso muestra cómo la participación directa en la medición puede reequilibrar relaciones de poder y legitimar procesos de decisión.
El aprendizaje general es claro: en África y Asia, la GpR evidencia la tensión entre modelos importados y saberes locales, recordando que la legitimidad no depende solo del rigor técnico sino también de la apropiación comunitaria. Cuando las métricas nacen del territorio y se diseñan con participación genuina, se convierten en instrumentos de transformación y no solo en requisitos para obtener financiamiento.
En definitiva, las experiencias africanas y asiáticas muestran que la GpR puede ser tanto un vector de control como una herramienta de empoderamiento. Todo depende de quién define los indicadores, cómo se recogen los datos y para qué se utilizan. Integrar cosmovisiones y sistemas comunitarios no es una concesión cultural, sino una condición para que la medición de resultados sea legítima, sostenible y transformadora.
12.5. Síntesis comparada: qué funciona, dónde y por qué
De la comparación internacional de la GpR emergen tres grandes lecciones que atraviesan regiones, modelos y escalas organizativas. Estas lecciones no son simples “buenas prácticas” para replicar, sino principios orientadores sobre cómo adaptar la GpR a contextos diversos sin perder legitimidad ni eficacia.
Equilibrio entre estandarización y contextualización.
Los marcos internacionales —ODS, IRIS+, MfDR— aportan comparabilidad y legitimidad global, pero solo son útiles cuando se adaptan a realidades locales. La estandarización facilita medir tendencias y atraer financiamiento; la contextualización permite que los indicadores tengan sentido para las comunidades y reflejen procesos genuinos de cambio. El desafío está en combinar ambos planos: hablar un lenguaje común sin borrar las especificidades territoriales.
La participación es un factor decisivo de éxito y sostenibilidad.
Las experiencias más sólidas son las que integran a comunidades y actores locales en el diseño y la evaluación, cediendo poder real en la definición de indicadores y resultados. La participación no solo mejora la calidad de los datos, sino que legitima los procesos, construye confianza y convierte la evaluación en un espacio de aprendizaje compartido en lugar de un examen impuesto desde fuera.
Las capacidades organizativas determinan el alcance y la sofisticación posible.
Las grandes ONGs y agencias multilaterales pueden sostener sistemas complejos, con tableros globales y evaluaciones externas. Las pequeñas organizaciones comunitarias, en cambio, necesitan herramientas simples, participativas y sostenibles, que no les ahoguen en burocracia ni desplacen su misión principal. Reconocer esta diversidad es crucial para no imponer estándares inalcanzables que terminen excluyendo a quienes sostienen el tejido social más cercano.
En síntesis, la GpR funciona mejor cuando no se entiende como un fin en sí misma, sino como un proceso situado de aprendizaje, legitimidad y empoderamiento comunitario. Esto implica verla como una práctica viva, en permanente diálogo entre lo global y lo local, entre la evidencia y la experiencia, entre el rigor técnico y la ética del cuidado. Allí donde se combina estandarización flexible, participación genuina y desarrollo gradual de capacidades, la GpR deja de ser un ritual tecnocrático para convertirse en un motor real de transformación social.
13. Críticas, riesgos y paradojas de la GpR
La GpR se ha consolidado como un enfoque casi incuestionable en la gestión pública, la cooperación internacional y el tercer sector. Se presenta como garantía de eficacia y transparencia. Sin embargo, también arrastra una serie de efectos perversos que amenazan con desnaturalizar su propósito.
Lo que nació como antídoto contra la burocracia y como herramienta de legitimidad democrática corre el riesgo de convertirse en un nuevo mecanismo de control tecnocrático. En muchos casos, las mismas herramientas que deberían mejorar el impacto acaban debilitando la misión social, cargando de burocracia a los equipos y generando dinámicas contraproducentes.
13.1. Riesgo de burocratización y desvío de misión
La GpR nació con la promesa de desplazar el foco de los insumos a los resultados, de medir lo que importa y no solo lo que se gasta. Sin embargo, en demasiadas organizaciones del tercer sector se ha producido un efecto paradójico: más burocracia, menos acción transformadora. El ideal de aprender y rendir cuentas se transforma en una espiral de formularios, reportes y tableros que devoran tiempo y energía.
Este riesgo se hace visible en prácticas cada vez más frecuentes: informes interminables para donantes, multiplicación de indicadores sin utilidad práctica, personal sobrecargado en tareas administrativas en lugar de intervención directa. Lo que nació como herramienta de empoderamiento y aprendizaje se convierte en un “ritual de cumplimiento”, donde lo importante es llenar casillas y cumplir plazos más que transformar realidades.
El ejemplo es ilustrativo: una pequeña ONG juvenil en España dedica más horas a rellenar formatos de subvenciones que a acompañar a los jóvenes. La GpR, en lugar de ser una brújula para orientar el cambio, se convierte en un fin en sí misma. Este fenómeno erosiona la motivación del personal, diluye la misión y alimenta la sensación de que la evaluación es una imposición externa y no un recurso propio.
El riesgo mayor es el desvío de misión. Cuando la lógica de resultados se convierte en un corsé tecnocrático, las organizaciones tienden a priorizar lo que es medible o financiable, aunque no sea lo más relevante para la comunidad. Esto puede significar abandonar procesos de largo plazo, invisibilizar logros cualitativos o desplazar intervenciones hacia actividades “fotogénicas” que lucen bien en informes, pero aportan poco en términos transformadores.
Reconocer este riesgo no implica renunciar a la GpR, sino reapropiarla críticamente. Significa reducir indicadores a lo esencial, vincularlos a teorías del cambio sólidas, invertir en herramientas que simplifiquen procesos y, sobre todo, involucrar a comunidades y equipos en la definición de qué se mide y para qué. Solo así la GpR puede cumplir su promesa original: ser una aliada del cambio social y no un obstáculo burocrático.
13.2. Dificultades de medir impactos sociales y cualitativos
No todo lo que importa se puede medir, y no todo lo que se mide importa. La GpR enfrenta aquí un límite estructural: su tendencia a privilegiar indicadores fáciles y cuantificables puede dejar fuera dimensiones fundamentales de la transformación social. Esta tensión no es un defecto técnico, sino un rasgo constitutivo del intento de traducir procesos complejos en métricas simples.
En la práctica, es mucho más sencillo contar talleres que medir empoderamiento; más fácil cuantificar empleos que captar la calidad, la estabilidad o la dignidad de esos empleos; más accesible medir outputs que impactos estructurales, como la incidencia en políticas públicas, la cohesión comunitaria o el fortalecimiento de la ciudadanía. Esta asimetría genera sesgos: aquello que se puede contar se prioriza, mientras que lo intangible se invisibiliza.
Un ejemplo ilustrativo proviene de un programa de mediación comunitaria en América Latina. Aunque logró reducir conflictos vecinales y mejorar la convivencia, los informes oficiales recogieron únicamente el número de reuniones realizadas, invisibilizando la transformación en las relaciones, la confianza y la resiliencia comunitaria. La métrica oficial mostró actividad, pero no captó cambio.
El riesgo es que lo cualitativo —confianza, autoestima, dignidad, empoderamiento— quede fuera del radar institucional, erosionando la comprensión del impacto real y reforzando la idea de que “lo que no se mide no existe”. Esto no solo distorsiona la evaluación, sino que también condiciona las decisiones estratégicas y la asignación de recursos, marginando procesos clave para la justicia social.
Superar esta dificultad implica ampliar el repertorio metodológico. Incorporar narrativas, historias de vida, evaluaciones participativas, indicadores subjetivos de bienestar y metodologías mixtas permite capturar matices invisibles para los números. Supone reconocer que la evidencia cualitativa no es anecdótica, sino un componente esencial de la evaluación rigurosa en contextos complejos.
En definitiva, la GpR necesita humildad epistemológica: aceptar que no todo puede medirse con precisión, y que la legitimidad no se construye solo con cifras, sino también con relatos, percepciones y procesos. Solo así puede cumplir su promesa de reflejar la realidad y no solo su versión cuantificada.
13.3. Sobrecarga para entidades pequeñas y voluntarias
La mayoría del tercer sector está formada por pequeñas asociaciones voluntarias, con arraigo territorial, legitimidad social y recursos limitados. Sin embargo, la GpR —diseñada a menudo con grandes ONGs o agencias multilaterales en mente— puede convertirse para ellas en una carga desproporcionada, reproduciendo desigualdades estructurales dentro del propio ecosistema social.
Los requisitos de donantes internacionales suelen ser imposibles de cumplir para organizaciones pequeñas. Exigen marcos lógicos sofisticados, tableros de indicadores, evaluaciones externas y reportes periódicos con un nivel de detalle que desborda las capacidades administrativas y técnicas de entidades sostenidas por voluntariado. Este desajuste no solo agota energías, sino que excluye actores de proximidad que son clave para sostener el tejido comunitario.
El resultado es una desigualdad creciente: las grandes organizaciones concentran fondos porque saben “hablar el idioma de los resultados”, cuentan con equipos especializados y pueden contratar consultorías. Mientras tanto, las entidades comunitarias —con gran legitimidad y capacidad de llegar a poblaciones invisibilizadas— quedan fuera por no presentar informes con la forma y el lenguaje exigido, aunque su impacto sea real y profundo.
El ejemplo es revelador: asociaciones barriales en África y Europa del Este han perdido financiación internacional no por falta de impacto, sino porque no podían demostrarlo en el formato que exigían donantes globales. Este fenómeno refleja un sesgo de acceso al financiamiento basado no solo en resultados, sino en capacidad de demostrar resultados según estándares externos.
Reconocer esta sobrecarga es fundamental para no reproducir en la GpR las mismas inequidades que busca combatir. La solución no pasa por renunciar a la evaluación, sino por adaptar las exigencias al tamaño y capacidades de cada entidad, ofrecer formación y apoyo técnico, financiar costos de monitoreo como parte integral de los proyectos y validar indicadores cualitativos y participativos que sean factibles para organizaciones pequeñas.
En definitiva, si la GpR quiere ser un instrumento democrático y no un filtro excluyente, debe diseñarse con proporcionalidad y cuidado, reconociendo la diversidad del tercer sector y asegurando que las voces más cercanas a las comunidades no queden fuera por falta de “traducción” técnica. Solo así la lógica de resultados puede fortalecer —y no debilitar— la riqueza del tejido social.
13.4. Burocracia vs. flexibilidad: la tensión institucional
Una de las paradojas centrales de la GpR es que, al mismo tiempo que busca eficacia, puede reducir la flexibilidad imprescindible en lo social. Los proyectos del tercer sector se desarrollan en contextos cambiantes —crisis económicas, migraciones, emergencias sanitarias, desastres climáticos— donde la capacidad de adaptación no es un lujo, sino una condición de supervivencia. Sin embargo, los marcos de resultados suelen construirse como estructuras rígidas, diseñadas para contextos estables y para relaciones contractuales lineales.
Esta rigidez genera una brecha entre planificación y realidad. Las organizaciones saben que deben ajustar estrategias, redistribuir recursos o cambiar metodologías sobre la marcha, pero los contratos y marcos lógicos no lo permiten. La frustración no proviene solo de la burocracia, sino del choque entre la obligación de rendir cuentas y la necesidad de adaptarse para ser relevantes y eficaces.
El caso de la pandemia de COVID-19 lo hizo visible. Muchas ONGs con proyectos presenciales se vieron obligadas a improvisar soluciones digitales o de emergencia para seguir atendiendo a sus comunidades. Sin embargo, los marcos contractuales y presupuestarios no permitían reorientar fondos con rapidez, lo que redujo su capacidad de respuesta en un momento crítico. Se evidenció así que la GpR diseñada como un corsé puede bloquear la innovación y la resiliencia justo cuando más se necesitan.
Esta tensión no es anecdótica; es estructural. Responde a un dilema de fondo: cómo equilibrar rendición de cuentas con adaptabilidad. Si se relajan demasiado las exigencias, se corre el riesgo de opacidad y mal uso de recursos; si se endurecen en exceso, se bloquea la capacidad de innovación y se desnaturaliza el trabajo comunitario. La cuestión no es elegir entre control o flexibilidad, sino diseñar mecanismos contractuales y evaluativos que permitan ajustes transparentes, cambios consensuados y aprendizaje continuo.
En definitiva, la GpR necesita evolucionar hacia modelos de “contratos adaptativos”, con cláusulas de revisión periódica, indicadores dinámicos y tableros que distingan resultados críticos de actividades accesorias. Solo así podrá mantener la confianza de financiadores y la relevancia en terreno, evitando que la burocracia devore la esencia transformadora del tercer sector y convirtiendo la rendición de cuentas en una herramienta para navegar la incertidumbre y no para quedar atrapados en ella.
13.5. Miopía métrica, “gaming” de indicadores y efectos no deseados
Cuando los indicadores dejan de ser medios para aprender y se convierten en fines en sí mismos, surgen dinámicas perversas que erosionan el sentido transformador de la GpR. Este fenómeno —visible en gobiernos, empresas y ONGs— adopta tres formas frecuentes: miopía métrica, “gaming” de indicadores y efectos no deseados.
La miopía métrica ocurre cuando las organizaciones se concentran en lo que se mide y dejan de lado dimensiones de valor invisibilizadas. La obsesión por cumplir con cifras “duras” desplaza procesos más lentos o intangibles, como la construcción de confianza, la cohesión comunitaria o el empoderamiento. Lo que no entra en el indicador se vuelve secundario, aunque sea crucial para el cambio real.
El “gaming” de indicadores consiste en manipular consciente o inconscientemente los datos para mostrar mejores resultados. Puede implicar inflar beneficiarios, presentar solo casos de éxito, elegir metas fáciles o rediseñar actividades para maximizar números sin mejorar la calidad. Estas prácticas no siempre son fraudulentas; a veces surgen de incentivos mal diseñados que premian la cantidad sobre la relevancia.
Los efectos no deseados son la consecuencia más grave. Un programa de empleo puede mejorar cifras excluyendo a las personas más vulnerables porque ponen en riesgo el cumplimiento de metas; un proyecto educativo puede centrarse en estudiantes con mejor rendimiento para elevar promedios, abandonando a quienes más apoyo necesitan. La “eficiencia estadística” se logra al precio de una injusticia social.
Para evitar estas dinámicas es necesario replantear el diseño de indicadores y sistemas de incentivos. Incluir métricas cualitativas, ponderar la atención a colectivos vulnerables, auditar datos con participación comunitaria y evaluar impactos no previstos son estrategias que reducen la miopía métrica y el “gaming”. La GpR debe premiar la honestidad y el aprendizaje, no la manipulación de cifras.
En definitiva, reconocer los límites de los indicadores y sus incentivos ocultos es un acto de madurez institucional. La GpR solo cumple su promesa si mantiene el foco en el cambio real y en la justicia social, resistiendo la tentación de convertir la medición en un juego de números que pierde de vista a las personas.
14. Hacia una GpR transformadora
La GpR puede convertirse en un corsé burocrático o en una palanca de transformación social. La diferencia no está en la herramienta en sí, sino en cómo se diseña, quién la apropia y qué valores la orientan.
Una GpR transformadora no se limita a rendir cuentas hacia arriba, sino que se convierte en práctica de democracia organizativa, justicia social e innovación. Mide para aprender, aprende para transformar y transforma para dignificar.
14.1. Incorporar valores éticos y comunitarios en la medición
Medir nunca es neutro: los indicadores definen qué se considera valioso y qué se deja en la sombra. Cada decisión sobre qué contar, cómo contarlo y con qué periodicidad es, en última instancia, una decisión política y ética. Por ello, una GpR verdaderamente transformadora debe incorporar valores éticos y comunitarios en la medición, no solo los requeridos por donantes o marcos normativos.
Respetar la dignidad de las personas, evitando métricas que las reduzcan a “casos” o “beneficiarios” y que conviertan su experiencia en meros números. Esto implica diseñar indicadores y herramientas de recolección de datos que garanticen anonimato, consentimiento informado y lenguaje respetuoso, reconociendo a las personas como sujetos de derechos y no como objetos de intervención.
Reconocer procesos invisibles que suelen quedar fuera de las planillas estadísticas, como la construcción de confianza, la autoestima o los vínculos comunitarios. Estos procesos son a menudo la base sobre la que se construyen cambios más tangibles, pero rara vez reciben el mismo nivel de atención. Incluirlos en la medición no es un gesto romántico: es registrar los cimientos del impacto social duradero.
Incorporar valores comunitarios en el diseño de indicadores, incluso cuando no sean exigidos por financiadores. Esto puede implicar adaptar métricas globales al contexto local, incluir variables culturalmente significativas o co-crear indicadores con las comunidades. La medición deja así de ser un requisito externo para convertirse en un reflejo del propio sistema de valores de la organización.
Un ejemplo concreto lo ofrece una ONG que trabaja con personas sin hogar en Europa. Además de los indicadores clásicos sobre inserción laboral o acceso a vivienda, la organización incluyó como indicador el grado de confianza en la institución, medido mediante entrevistas periódicas. Ese dato, irrelevante para los financiadores, se convirtió en prueba de fidelidad a su misión: construir vínculos humanos y dignidad relacional.
Incorporar valores éticos y comunitarios no significa abandonar la rigurosidad técnica, sino ampliarla: reconocer que lo medible no se agota en lo contable y que la legitimidad de la GpR depende tanto de sus resultados como de cómo los produce y cómo los mide. De este modo, la evaluación deja de ser un espejo deformante para convertirse en un instrumento de cuidado y transformación social.
14.2. GpR con enfoque de derechos y justicia social
Una GpR verdaderamente transformadora no se limita a mejorar servicios o procesos administrativos: su horizonte es realizar derechos y reducir desigualdades estructurales. En este enfoque, cada resultado no es un dato aislado, sino un paso concreto hacia la ampliación de libertades y la materialización de derechos humanos reconocidos.
Vincular cada resultado con un derecho humano específico —educación, salud, vivienda, participación, agua, igualdad de género— para que la medición no se quede en outputs instrumentales. Esto implica diseñar indicadores que traduzcan compromisos legales y políticos en avances tangibles y verificables, situando la GpR en un marco normativo y ético más amplio que el de la simple eficiencia.
El éxito no se mide en outputs, sino en avances hacia justicia social. No basta con contabilizar beneficiarios, talleres o litros entregados; hay que mostrar cómo la intervención contribuye a disminuir brechas, fortalecer derechos colectivos y transformar estructuras de exclusión. Esto reorienta la evaluación de la lógica de “servicio” a la lógica de “ciudadanía”.
Un ejemplo ilustrativo proviene de un programa de acceso al agua en comunidades rurales latinoamericanas. En lugar de reportar solo litros entregados o infraestructuras construidas, la organización documentó la consolidación del derecho al agua reconocido en leyes locales, reforzando su incidencia política y legitimando a las comunidades como titulares de derechos. El indicador dejó de ser meramente técnico para convertirse en una herramienta de empoderamiento legal y político.
Este enfoque no está exento de desafíos. Exige capacidades para dialogar con marcos normativos, traducir derechos en indicadores, recopilar evidencia cualitativa y sostener procesos de incidencia prolongados. Sin embargo, sus beneficios son sustantivos: fortalece la legitimidad democrática, alinea la medición con principios universales y protege a las organizaciones del riesgo de convertirse en meros prestadores de servicios.
En definitiva, la GpR con enfoque de derechos y justicia social desplaza el centro de gravedad: de la administración de recursos a la realización de derechos, del control técnico a la transformación estructural. Este giro convierte la medición en un instrumento político y ético, capaz de visibilizar injusticias y movilizar cambios profundos en lugar de simplemente gestionar actividades.
14.3. Dimensión participativa: usuarios y comunidades como coproductores de resultados
La participación en la GpR no puede ser un adorno metodológico ni un trámite para legitimar decisiones tomadas de antemano. Una GpR transformadora asume que las personas usuarias y las comunidades son coproductoras de resultados, no simples beneficiarias pasivas ni fuentes de datos para informes. Este giro implica reconocer saberes locales y experiencias de vida como evidencia válida y compartir poder real en el diseño, la medición y la evaluación.
En este enfoque, los usuarios participan en el diseño de indicadores y en la coevaluación, aportando sus criterios sobre qué cambios son relevantes y cómo deben medirse. Dejar de “consultar” para pasar a “co-crear” significa que los indicadores dejan de ser un lenguaje impuesto y se transforman en herramientas compartidas que reflejan prioridades y valores comunitarios.
Los saberes locales adquieren aquí el mismo rango que las métricas técnicas. Historias de vida, diagnósticos participativos, cartografías comunitarias y evaluaciones deliberativas se incorporan al sistema de evidencias, ampliando el repertorio de pruebas para incluir dimensiones cualitativas y procesos invisibles para los indicadores tradicionales. Esta apertura no debilita el rigor; lo enriquece con perspectivas más completas y situadas.
La rendición de cuentas horizontal completa el cuadro. La GpR deja de mirar solo hacia arriba —donantes, administraciones— y se abre hacia las comunidades destinatarias, devolviendo información, explicando decisiones y generando espacios de diálogo. Así, la evaluación deja de ser un examen unilateral para convertirse en un circuito de aprendizaje y corresponsabilidad.
Un ejemplo paradigmático proviene de India, donde las community scorecards permiten a comunidades rurales evaluar servicios de salud y dialogar con autoridades locales. El resultado no es solo mejor atención sanitaria, sino empoderamiento ciudadano, construcción de confianza y fortalecimiento de la capacidad negociadora de la comunidad frente al Estado.
En definitiva, incorporar la dimensión participativa significa cambiar la arquitectura de la GpR: no se trata solo de medir a la gente, sino de medir con la gente; no solo de demostrar resultados, sino de construirlos en común. Esta es la diferencia entre una evaluación como control y una evaluación como proceso democrático de transformación.
14.4. Integración de innovación social, sostenibilidad y digitalización
La GpR del futuro será digital, sostenible e innovadora… o no será. La convergencia entre innovación social, sostenibilidad y digitalización no es una opción decorativa, sino la nueva frontera de legitimidad y eficacia para las organizaciones sociales. Incorporar estas tres dimensiones permite pasar de la GpR como control retrospectivo a la GpR como instrumento de transformación anticipatoria.
La innovación social exige experimentar con laboratorios ciudadanos, prototipos y pilotos donde se midan aprendizajes y no solo éxitos finales. Este enfoque reconoce que en contextos complejos las soluciones se construyen iterativamente y que el error puede ser una fuente de conocimiento. Evaluar prototipos implica registrar hipótesis, cambios y ajustes, no solo resultados finales, situando la GpR en un ciclo continuo de exploración y mejora.
La sostenibilidad implica conectar resultados con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) e incluir impactos ambientales y climáticos junto a los sociales. No basta con demostrar eficacia económica o social; hay que mostrar también cómo las intervenciones contribuyen a la resiliencia ecológica y a la justicia intergeneracional. Integrar indicadores de sostenibilidad significa reconocer que los cambios sociales se inscriben en sistemas planetarios que deben cuidarse y regenerarse.
La digitalización ofrece oportunidades inéditas para aprovechar datos abiertos, plataformas colaborativas e inteligencia artificial responsable. Sin embargo, estos avances deben manejarse con criterios éticos, evitando caer en la tecnocracia o en la vigilancia. La digitalización puede democratizar el acceso a la información y agilizar decisiones, pero solo si se combina con principios de privacidad, transparencia y control comunitario de los datos.
Un ejemplo ilustrativo proviene de una red europea de economía circular que mide no solo toneladas recicladas, sino también reducción de huella de carbono y creación de empleo verde inclusivo, uniendo impacto ambiental y social en un mismo sistema de indicadores. Esta integración refuerza la legitimidad de la red y la posiciona como referente en la transición ecológica justa.
En definitiva, la integración de innovación social, sostenibilidad y digitalización reconfigura la GpR como un sistema vivo y conectado con los desafíos del siglo XXI. Supone pasar de medir “lo de siempre” a medir lo que viene, de centrarse en outputs tradicionales a registrar transformaciones sistémicas. Así, la evaluación deja de ser un espejo del pasado para convertirse en un radar de futuro al servicio de la equidad, la resiliencia y el cuidado del planeta.
14.5. Principios operativos y pactos con financiadores
Para que la GpR sea realmente transformadora no basta con cambiar herramientas; hay que rediseñar las reglas de juego entre financiadores y organizaciones sociales. Esto implica pasar de una lógica de control —centrada en auditorías y sanciones— a una lógica de corresponsabilidad, donde ambas partes se reconozcan como co-productoras de valor social. Estos nuevos pactos descansan en cuatro principios operativos fundamentales.
Proporcionalidad.
No puede exigirse el mismo sistema de indicadores a una pequeña asociación barrial que a una gran ONG internacional. Ajustar requisitos al tamaño, trayectoria y capacidades de cada entidad es una condición para que la GpR sea viable y no excluya actores de proximidad. La proporcionalidad no significa menor rigor, sino rigor adaptado y justo.
Flexibilidad.
Los contextos cambian —crisis económicas, emergencias sanitarias, desastres climáticos— y las organizaciones deben poder ajustar actividades, plazos e incluso indicadores sin perder financiación. Pactar cláusulas de revisión y mecanismos de adaptación evita que la GpR se convierta en un corsé que bloquea la innovación y la respuesta rápida.
Participación.
Los financiadores deben reconocer la voz de las comunidades en la definición de indicadores y resultados, no solo como fuentes de datos sino como actores legítimos de decisión. Esto fortalece la pertinencia, la legitimidad y la sostenibilidad de los programas, convirtiendo la medición en un espacio democrático y no en una imposición vertical.
Transparencia compartida.
Comunicar resultados en lenguajes públicos accesibles —informes simplificados, infografías, espacios de devolución comunitaria— refuerza la confianza mutua y la rendición de cuentas horizontal. La transparencia deja de ser una obligación unilateral para convertirse en un bien común que beneficia tanto a financiadores como a organizaciones y comunidades.
En conjunto, estos pactos reconfiguran la GpR como un sistema de alianzas para el cambio social, donde las métricas son herramientas de aprendizaje y no instrumentos de vigilancia. Esta transición de la lógica de control a la lógica de corresponsabilidad permite que la evaluación deje de ser un obstáculo burocrático y se convierta en una plataforma de innovación, confianza y cuidado democrático.
14.6. Diez decisiones estratégicas para alinear misión, evidencia y tecnología
Transitar hacia una GpR transformadora no significa añadir más tablas o indicadores, sino alinear misión, evidencia y tecnología bajo un mismo horizonte ético. En un contexto de demandas crecientes, digitalización acelerada y presión por resultados, las organizaciones sociales necesitan decisiones estratégicas claras que actúen como brújula y no como corsé.
Este ensayo propone diez decisiones estratégicas que marcan ese camino:
- Definir qué resultados importan según la misión, no solo según el donante, recuperando autonomía estratégica y coherencia interna.
- Equilibrar indicadores cuantitativos y cualitativos, combinando cifras y relatos para capturar la complejidad de los cambios sociales.
- Incorporar participación comunitaria en todo el ciclo, desde el diseño de indicadores hasta la interpretación de resultados.
- Invertir en formación continua en GpR y evaluación, fortaleciendo capacidades internas en vez de depender exclusivamente de consultorías externas.
- Usar la GpR como herramienta de aprendizaje adaptativo y no solo de reporte, revisando periódicamente indicadores y teorías del cambio.
- Construir alianzas en red para compartir datos y aprendizajes, generando estándares comunes y aprendizaje colectivo en lugar de competencia.
- Desarrollar gobernanza ética de datos (privacidad, accesibilidad, seguridad), entendiendo que la información es un bien común que debe protegerse.
- Integrar la GpR en la estrategia digital y de innovación de la organización, alineando tecnología con misión y no al revés.
- Negociar con financiadores un marco basado en confianza y flexibilidad, incorporando cláusulas de adaptación y revisión conjunta.
- Comunicar resultados en lenguajes públicos y accesibles, fortaleciendo legitimidad social y rendición de cuentas horizontal.
En conjunto, estas decisiones configuran un cambio de paradigma: de la GpR como obligación externa a la GpR como estrategia interna de coherencia, aprendizaje e innovación. Al adoptarlas, las organizaciones no solo miden mejor, sino que vinculan tecnología con ética, evidencias con misión y datos con dignidad, reforzando su capacidad de transformar realidades y de construir confianza con comunidades, financiadores y sociedad en general.
15. GpR y otras formas de planificación: diálogos y tensiones
La GpR no es la única forma de organizar la acción social. A su alrededor conviven, dialogan y a veces colisionan marcos clásicos como el Marco Lógico o el PMBOK, metodologías ágiles como Scrum, Lean o Kanban, y enfoques creativos como el Design Thinking, el Visual Thinking o el Canvas.
No se trata de elegir entre unos y otros, sino de preguntarse qué aporta cada uno, qué riesgos arrastra y cómo combinarlos de manera situada en el tercer sector.
15.1. Marco Lógico: genealogía de la GpR
El Marco Lógico fue la matriz que, desde la cooperación internacional, introdujo la lógica de objetivos, indicadores y medios de verificación. Surgido en los años setenta y consolidado en los noventa, ofreció orden, comparabilidad y trazabilidad a proyectos que antes se evaluaban de manera dispersa. Su promesa era clara: organizar la acción social como un sistema racional, con metas verificables y resultados transparentes para financiadores y gobiernos.
Sin embargo, pronto se revelaron sus límites estructurales. Al encorsetar procesos sociales complejos en filas y columnas, el Marco Lógico encorseto dinámicas vivas e invisibilizó aprendizajes emergentes. La obsesión por “llenar la casilla” sustituyó a menudo la reflexión sobre el cambio real. Además, la lógica lineal —insumo, actividad, resultado, impacto— no se ajustaba a contextos de alta incertidumbre, donde los factores se combinan de forma imprevisible.
La GpR hereda esta estructura, pero la expande y la tensiona. Ya no basta con un plan predefinido; se necesita aprender en el camino, ajustar intervenciones y reconocer contextos cambiantes. De esta transición nacen enfoques como la evaluación desarrollativa, el análisis de contribución y las teorías del cambio participativas, que introducen bucles de retroalimentación, indicadores cualitativos y metodologías adaptativas.
Así, el Marco Lógico puede leerse como el punto de partida de una genealogía: representó el primer intento sistemático de traducir intervenciones sociales en mapas verificables. La GpR contemporánea mantiene su aspiración de claridad y evidencia, pero busca superar su rigidez, combinando estructura con flexibilidad, estandarización con contexto y control con aprendizaje. En esa tensión reside hoy la posibilidad de convertir la medición en un recurso vivo para la transformación social y no en un corsé burocrático.
15.2. PMBOK: estándares globales vs. realidades locales
El PMBOK nació como un compendio de buenas prácticas para la gestión de proyectos en sectores como la ingeniería, la construcción o la tecnología, y con el tiempo se convirtió en un estándar global aplicable a casi cualquier sector. Su fuerza reside en la estandarización: cronogramas detallados, gestión de riesgos, control de calidad, presupuestos ajustados y decenas de áreas de conocimiento que buscan garantizar previsibilidad y eficiencia.
En el tercer sector, el PMBOK puede aportar disciplina y rigor a la planificación y ejecución, especialmente en proyectos complejos financiados por organismos internacionales. Introduce herramientas útiles para clarificar objetivos, asignar responsabilidades y anticipar riesgos. Sin embargo, su lógica de manual técnico también corre el riesgo de sofocar la flexibilidad necesaria en lo social, donde las intervenciones dependen de contextos cambiantes, relaciones de confianza y procesos comunitarios difíciles de estandarizar.
Una ONG comunitaria difícilmente puede aplicar con fidelidad las decenas de procesos y áreas de conocimiento del PMBOK sin desnaturalizar su trabajo. En estos casos, el desafío consiste en adaptar —no imponer— las buenas prácticas, seleccionando aquellas que aportan valor sin añadir burocracia excesiva. Se trata de aprender del estándar sin quedar atrapado en él.
La GpR situada se distancia de la aplicación literal del PMBOK: no busca cumplir con un manual global, sino demostrar cambios reales en comunidades concretas, articulando indicadores, narrativas y aprendizajes que tengan sentido para actores locales. Esta adaptación reconoce que la evaluación no es solo un ejercicio técnico, sino un proceso político y cultural donde los estándares deben dialogar con los saberes del territorio.
En definitiva, el PMBOK puede ser un aliado estratégico para profesionalizar la gestión en el tercer sector si se adopta con criterio, flexibilidad y sentido crítico. Usado sin adaptación, puede convertirse en un corsé tecnocrático; utilizado como caja de herramientas flexible, puede reforzar capacidades sin perder de vista la misión transformadora y el anclaje comunitario.
15.3. Metodologías ágiles: Scrum, Kanban y Lean
Las metodologías ágiles nacieron en el ámbito del desarrollo de software, pero hoy se han extendido al terreno de la innovación social y la gestión de proyectos comunitarios. Su atractivo radica en ciclos cortos, aprendizaje continuo y adaptación rápida, rasgos especialmente valiosos en contextos inciertos y dinámicos donde los planes rígidos suelen quedar obsoletos.
Scrum apuesta por ciclos breves —los famosos sprints— con entregas incrementales y revisión constante. Esta dinámica favorece la experimentación controlada, la retroalimentación frecuente y la mejora iterativa, evitando esperar al final de un proyecto para descubrir si algo funciona.
Kanban, por su parte, introduce tableros visuales para gestionar flujos de trabajo, priorizando flexibilidad y transparencia: todos pueden ver en qué estado está cada tarea y dónde se acumulan cuellos de botella.
Lean busca eliminar lo superfluo y centrarse en lo que genera valor directo para el usuario, reduciendo costes, tiempos y procesos innecesarios.
Su virtud es la iteración rápida, su límite el cortoplacismo. Mientras la GpR mira impactos de medio y largo plazo, las metodologías ágiles tienden a fragmentar el horizonte en microentregas, lo que puede diluir la perspectiva estratégica si no se integra un marco común. Sin embargo, cuando se combinan adecuadamente, aparece lo mejor de ambos mundos: la brújula estratégica de la GpR y los microaprendizajes continuos de lo ágil. La GpR fija el “norte” —la transformación buscada— y lo ágil provee los pasos adaptativos para alcanzarlo.
Un ejemplo ilustrativo lo ofrece una organización juvenil en España que fija como meta estratégica “mejorar la empleabilidad de jóvenes” (GpR) y lo implementa con Scrum, testeando talleres, mentorías y prototipos en ciclos de dos semanas. Este enfoque le permite medir resultados inmediatos, ajustar contenidos según la respuesta del público y, al mismo tiempo, mantener un horizonte de impacto a medio plazo.
En definitiva, las metodologías ágiles pueden ser aliadas poderosas de la GpR si se usan no como sustituto, sino como complemento. Permiten traducir objetivos estratégicos en experimentos rápidos, reducir el miedo al error y crear culturas organizativas más abiertas al aprendizaje. Así, la evaluación deja de ser un evento final y se convierte en un proceso vivo de mejora continua, donde cada iteración refuerza la capacidad de generar cambios sostenibles.
15.4. Design Thinking: empatía y prototipado
El Design Thinking se ha popularizado como un enfoque para abordar problemas complejos desde la empatía con las personas usuarias. Nacido en el mundo del diseño y la innovación, sus fases —empatizar, definir, idear, prototipar y testear— ofrecen una lógica muy cercana al trabajo social, donde comprender contextos, escuchar a comunidades y co-crear soluciones son pasos esenciales para cualquier intervención significativa.
Su mayor aporte radica en la creatividad y la co-creación. Al centrarse en la experiencia del usuario y en la exploración de múltiples perspectivas, el Design Thinking abre espacios para imaginar alternativas fuera de los marcos tradicionales. Sus prototipos y pruebas rápidas permiten visualizar ideas antes de invertir grandes recursos, reduciendo riesgos y fomentando la participación temprana de actores clave.
Sin embargo, su riesgo es la superficialidad: quedarse en el taller inspirador sin pasar a la evaluación sostenida, producir prototipos que se agotan en la ideación o generar entusiasmo efímero sin impacto real. El peligro es confundir el momento creativo con la transformación estructural, sustituyendo procesos profundos por dinámicas de moda.
Aquí la GpR actúa como complemento y ancla. Al fijar indicadores de impacto y rutas de seguimiento, la GpR asegura que los prototipos no se queden en ejercicios de creatividad, sino que se conviertan en transformaciones medibles y sostenibles. Vincular cada fase del Design Thinking con métricas participativas permite medir no solo la cantidad de ideas generadas, sino también la calidad y permanencia de los cambios logrados.
En definitiva, el Design Thinking y la GpR no son mundos opuestos, sino aliados potenciales: uno aporta apertura, empatía y co-creación; la otra añade estructura, aprendizaje y rendición de cuentas. Juntos pueden crear un ciclo virtuoso donde la innovación social nace de la escucha y se consolida con evidencia, asegurando que la creatividad no sea un fin en sí misma sino una palanca para transformar realidades de manera justa y sostenible.
15.5. Visual Thinking y Canvas: simplificar sin trivializar
El Visual Thinking y los distintos Canvas —Business Model Canvas, Lean Canvas, Social Canvas— se han convertido en herramientas populares para representar de manera simple y accesible proyectos y modelos de intervención. Su atractivo radica en la claridad visual y la capacidad de involucrar a equipos no técnicos, democratizando la planificación y facilitando conversaciones estratégicas en contextos diversos.
El aporte central de estos enfoques es la visualización compartida: convertir teorías abstractas en mapas gráficos comprensibles para voluntariado, ciudadanía y comunidades. Al traducir conceptos complejos en diagramas, permiten alinear visiones, identificar vacíos y priorizar acciones de manera colaborativa. Esta dimensión gráfica reduce la distancia entre expertos y participantes, haciendo visible el modelo de cambio en un solo vistazo.
Sin embargo, su límite es la simplificación excesiva. La vida comunitaria rara vez cabe en nueve casillas ni en diagramas lineales; las relaciones sociales, los factores culturales y los procesos históricos se resisten a ser encapsulados en recuadros ordenados. El riesgo es confundir el mapa con el territorio: creer que la representación visual agota la complejidad de la realidad.
Aquí la GpR puede actuar como un puente equilibrador. Usar Visual Thinking y Canvas no como sustitutos, sino como herramientas de comunicación y pedagogía interna, permite traducir teorías del cambio, cadenas de resultados o marcos lógicos en formatos comprensibles sin perder rigor. Esta combinación transforma la evaluación en un proceso más participativo y transparente, sin trivializar los contenidos.
En definitiva, el reto es simplificar sin banalizar: aprovechar la potencia visual para involucrar a más actores, al tiempo que se mantiene la profundidad analítica necesaria para tomar decisiones estratégicas. Así, la GpR incorpora un lenguaje gráfico que acerca datos y evidencias a quienes deben actuar sobre ellas, fortaleciendo la cultura de aprendizaje colectivo y la legitimidad democrática de la medición.
15.6. Hibridaciones posibles: hacia una planificación situada
Comparar enfoques no basta; la clave está en imaginar hibridaciones. La GpR del siglo XXI no puede limitarse a aplicar un único modelo, sino que debe articular un ecosistema metodológico híbrido, capaz de tomar lo útil de cada enfoque sin perder de vista su propósito central: transformar realidades sociales con justicia y dignidad.
Del Marco Lógico conviene conservar la claridad estructural, pero flexibilizarlo para no encorsetar procesos complejos en filas y columnas. Del PMBOK puede rescatarse la disciplina y la gestión sistemática de riesgos, sin perder la sensibilidad local ni imponer procesos desproporcionados. De Scrum, Kanban y Lean se puede integrar la iteración rápida y los ciclos cortos de aprendizaje, insertándolos en marcos de resultados más amplios que mantengan la visión de medio y largo plazo.
Del Design Thinking merece mantenerse la empatía y la co-creación con usuarios y comunidades, pero asegurando continuidad y evidencia para que los prototipos no se queden en ejercicios creativos aislados. De Visual Thinking y Canvas, puede aprovecharse la potencia gráfica para democratizar la comprensión y generar conversaciones estratégicas inclusivas, cuidando de no trivializar la complejidad ni convertir los diagramas en sustitutos del análisis.
Esta planificación situada entiende la GpR como un sistema vivo: no un manual, sino un laboratorio permanente de aprendizaje colectivo. Cada herramienta aporta algo —estructura, disciplina, iteración, empatía, visualización— y juntas crean un entramado metodológico más robusto, flexible y legítimo. Esta combinación permite no solo medir resultados, sino construir procesos de cambio social más sensibles a contextos, comunidades y valores.
En definitiva, una GpR híbrida y situada deja de ser un modelo uniforme y se convierte en una práctica adaptativa que responde al desafío central de nuestro tiempo: articular evidencia, ética y participación para transformar realidades complejas sin perder dignidad ni justicia. Esa es la promesa y la tarea de la GpR del futuro.
GpR frente a otros enfoques de planificación y gestión
| Enfoque | Fortalezas en relación con la GpR | Debilidades o riesgos frente a la GpR | Aportes potenciales para una GpR situada |
| Marco Lógico (ML) | Claridad causal, trazabilidad, comparabilidad entre proyectos. | Rigidez excesiva, burocratización, poca adaptación a cambios contextuales. | Convertirlo en herramienta viva de aprendizaje, con revisión periódica. |
| PMBOK | Rigor, estandarización global, gestión integral de riesgos y recursos. | Formalismo excesivo, poca sensibilidad comunitaria, alto costo de implementación. | Usar estándares de gestión sin perder pertinencia local ni misión social. |
| Scrum | Iteración rápida, entregas incrementales, retroalimentación continua. | Cortoplacismo, dispersión si no hay estrategia global. | Integrar sprints para probar hipótesis de intervención dentro de metas GpR. |
| Kanban | Gestión visual del flujo de trabajo, priorización flexible, simplicidad. | Riesgo de quedarse en gestión de tareas, sin capturar impacto social profundo. | Usar tableros visuales como soporte del monitoreo comunitario. |
| Lean | Enfoque en valor real para el usuario, eficiencia, eliminación de desperdicios. | Reducción excesiva puede invisibilizar procesos intangibles o comunitarios. | Adaptar principios Lean para asegurar pertinencia y sostenibilidad. |
| Design Thinking | Empatía con usuarios, creatividad, prototipado participativo. | Riesgo de superficialidad si se limita a talleres sin evaluación posterior. | Conectar prototipos con indicadores de cambio y justicia social. |
| Visual Thinking | Claridad y accesibilidad, facilita participación de equipos no técnicos. | Simplificación excesiva, riesgo de trivializar lo complejo. | Usar narrativas visuales para democratizar teorías del cambio. |
| Canvas (BMC, Lean, Social) | Síntesis estratégica, visión de conjunto, herramienta accesible y colaborativa. | Puede invisibilizar dinámicas de poder, relaciones sociales y procesos a largo plazo. | Usar Canvas como puente de comunicación que complemente la GpR. |
| Teoría del Cambio (TdC) | Hace visibles supuestos, permite discutir contextos e incertidumbres. | Puede quedar como narración aspiracional si no se traduce en métricas. | Integrar TdC con indicadores GpR para equilibrar visión y evidencia. |
16. Conclusiones
La GpR no es un simple instrumento técnico: es un campo de disputa política, cultural y ética. Puede servir como engranaje burocrático al servicio de la rendición de cuentas vertical o convertirse en palanca emancipadora para visibilizar transformaciones reales.
16.1. Síntesis de aprendizajes
Del recorrido realizado a lo largo de este ensayo emergen aprendizajes clave que redefinen el sentido de la GpR en el tercer sector. Estos aprendizajes no son meros puntos finales, sino principios orientadores para una práctica situada, ética y transformadora.
La GpR no es neutral.
Cada indicador decide qué cuenta como valioso y qué queda invisibilizado; siempre implica una opción política y cultural. Por ello, medir exige reflexionar sobre los valores que guían la medición y sobre las vidas y realidades que quedan fuera del cuadro.
Medir no basta.
Lo relevante no es la sofisticación del sistema ni la cantidad de indicadores, sino el aprendizaje que produce y su capacidad de orientar decisiones que cambien realidades. Un sistema complejo sin aprendizaje es solo un ritual costoso.
El tamaño importa.
Las grandes organizaciones pueden sostener sistemas complejos; las pequeñas necesitan marcos simples, participativos y proporcionales que no les ahoguen en burocracia ni desplacen su misión principal.
lo cualitativo es esencial. Relatos, testimonios y vínculos comunitarios son evidencia tanto como las cifras. Integrar ambas dimensiones fortalece la comprensión del impacto real y evita la miopía métrica.
La participación transforma.
Incluir a comunidades en el diseño y la coevaluación no es un gesto simbólico, sino un factor de legitimidad y sostenibilidad de los cambios. La evaluación deja de ser un examen para convertirse en un proceso compartido.
La tecnología es aliada, no sustituto.
Datos, inteligencia artificial y visualizaciones tienen sentido solo si sirven a la misión y respetan la ética del cuidado, protegiendo la privacidad y fortaleciendo la confianza.
La sostenibilidad depende de la legitimidad.
Rendir cuentas solo hacia arriba debilita; rendir cuentas también hacia las comunidades fortalece. La transparencia y la rendición horizontal son condiciones para que los cambios permanezcan en el tiempo y se conviertan en bienes comunes.
En definitiva, estos aprendizajes dibujan un mapa de ruta para la GpR transformadora: una práctica que combina evidencia con valores, rigor con flexibilidad, tecnología con ética y participación con cuidado democrático. Esta síntesis no cierra el camino; al contrario, abre un horizonte de experimentación y aprendizaje colectivo para que medir no sea solo controlar, sino también cuidar, innovar y transformar.
16.2. Agenda de investigación–acción para el tercer sector
Lejos de cerrar debates, este ensayo abre nuevas preguntas que marcan una agenda de investigación–acción para el tercer sector. La GpR no es un destino al que se llega, sino un proceso en evolución, que exige experimentar, aprender y reformularse continuamente. De esta perspectiva emergen seis ejes estratégicos que pueden orientar el futuro inmediato.
Diseñar sistemas inclusivos de medición. La cuestión central es cómo integrar las voces de colectivos históricamente invisibilizados —mujeres, migrantes, personas con discapacidad, comunidades indígenas— para que la evaluación no reproduzca las desigualdades que busca superar. Esto implica metodologías participativas, indicadores culturalmente pertinentes y gobernanza compartida de datos.
Avanzar hacia un coste real del impacto. La pregunta es qué modelos financieros pueden reconocer los costos de monitoreo y aprendizaje sin penalizar a las organizaciones pequeñas. Incluir recursos para evaluación en los presupuestos no es un lujo administrativo, sino un componente esencial para la calidad y la sostenibilidad.
Desarrollar metodologías híbridas que combinen rigor científico (RCTs, inferencia bayesiana, process tracing) con enfoques participativos (MSC, Outcome Harvesting, evaluación realista). El reto está en articular evidencia cuantitativa y cualitativa en lugar de confrontarlas, generando narrativas de cambio más completas y legítimas.
Definir principios claros para la ética digital. ¿Cómo usar inteligencia artificial, big data y tableros interactivos sin reproducir sesgos ni caer en vigilancia encubierta? La innovación tecnológica debe estar acompañada de protocolos de privacidad, transparencia y consentimiento informado que protejan a las comunidades.
Fomentar aprendizaje sectorial. Crear redes que compartan datos y aprendizajes sin caer en lógicas competitivas es clave para ampliar el impacto colectivo. Esto exige plataformas abiertas, estándares comunes y pactos éticos que garanticen el uso justo de la información.
Impulsar reformas normativas. Se trata de construir marcos legales que permitan que la financiación por resultados no excluya a los más pequeños ni distorsione misiones sociales. Esto requiere diálogo entre Estado, financiadores y organizaciones para equilibrar rendición de cuentas, flexibilidad y diversidad del tejido social.
En suma, la investigación debe ir acompañada de acción. Cada organización puede convertirse en un laboratorio vivo de innovación en GpR, probando metodologías, evaluando resultados y compartiendo aprendizajes con otras entidades. Solo así se construirá un ecosistema más justo, inclusivo y eficaz, donde la medición sea un medio para la transformación social y no un fin burocrático.
16.3. Invitación final: resultados con sentido
Demasiadas veces la GpR se ha asociado con tablas de Excel, auditorías y trámites fríos. Sin embargo, este ensayo propone otra mirada: una GpR con rostro humano, arraigada en valores éticos, participación comunitaria y aprendizaje colectivo. Medir no significa perder alma; al contrario, es la oportunidad de mostrar con evidencias que el trabajo del tercer sector cambia vidas, amplía derechos y fortalece comunidades.
Esta invitación final puede resumirse en tres claves. Primero, no temer a la gestión, sino reapropiarla desde los valores, transformándola en un recurso estratégico y no en una imposición externa. Segundo, no medir para controlar, sino para aprender y transformar, haciendo de cada indicador un punto de partida para la reflexión crítica y la mejora continua. Tercero, no rendir cuentas solo a financiadores, sino también —y sobre todo— a quienes dan sentido a la misión: las personas y comunidades.
En tiempos de incertidumbre, donde los recursos son escasos y las demandas infinitas, el tercer sector necesita una GpR que sea brújula, no carga; una herramienta que ayude a priorizar, aprender y adaptarse en lugar de inmovilizar. Necesita una GpR que haga visibles los cambios que importan, incluso cuando no son fácilmente cuantificables, y que devuelva dignidad y protagonismo a quienes participan en las intervenciones.
En última instancia, la GpR transformadora nos recuerda que el verdadero resultado no es una cifra, sino la justicia social: la ampliación de derechos, la reducción de desigualdades, la construcción de comunidades más fuertes y resilientes. Esta es la promesa y el horizonte: medir no para encorsetar, sino para liberar; gestionar no para controlar, sino para cuidar y transformar.
Bibliografía
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Glosario
Accountability horizontal Rendición de cuentas dirigida hacia las comunidades y las personas usuarias, no solo hacia financiadores o administraciones.
Agenda 2030 / ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) Conjunto de 17 objetivos globales adoptados por Naciones Unidas para erradicar la pobreza, proteger el planeta y asegurar prosperidad para todos. Muchas ONGs alinean sus indicadores con estos objetivos.
Análisis de contribución (Contribution Analysis) Metodología desarrollada por John Mayne que permite evaluar la plausibilidad de que una intervención haya contribuido a un cambio, sin reclamar causalidad directa.
Aprendizaje adaptativo Enfoque que utiliza los datos y la evaluación en ciclos cortos para ajustar programas en tiempo real.
Auditoría social comunitaria Mecanismo participativo en el que la comunidad evalúa públicamente programas o servicios, revisando resultados y procesos.
Beneficiarios / personas usuarias / comunidades destinatarias Población objetivo de un programa. El ensayo enfatiza tratarlas como coproductoras de resultados, no como receptoras pasivas.
Big Data social Uso de grandes volúmenes de datos para analizar fenómenos sociales complejos y detectar patrones invisibles con métodos tradicionales.
Canvas / Visual Thinking Herramientas visuales para representar proyectos, teorías del cambio o modelos de intervención de forma sencilla y comprensible.
Cadenas de resultados (Result Chains) Representación de la secuencia insumos → actividades → productos → resultados → impactos. Facilita identificar supuestos y riesgos.
Cofinanciación / financiación mixta Combinación de fondos públicos, donaciones privadas y recursos propios para sostener proyectos del tercer sector.
Community Scorecards / Tarjetas comunitarias de resultados Instrumento participativo que permite a las comunidades puntuar la calidad de los servicios públicos y dialogar con las autoridades.
Datos abiertos (Open Data) Información pública disponible en formatos reutilizables e interoperables. Favorece transparencia y colaboración.
Decolonialidad
Perspectiva crítica que cuestiona la imposición de métricas y marcos occidentales, reivindicando saberes locales e indicadores propios.
Design Thinking Metodología centrada en la empatía con usuarios, co-creación y prototipado rápido. Se adapta al sector social para diseñar soluciones innovadoras.
Desvío de misión (Mission Drift) Cuando una organización modifica su orientación para cumplir con indicadores o acceder a fondos, alejándose de su misión original.
Evaluación desarrollativa (Developmental Evaluation) Metodología de Michael Quinn Patton para contextos de innovación y alta incertidumbre. Ofrece acompañamiento continuo en lugar de evaluaciones finales.
Evaluación realista (Realistic Evaluation) Enfoque de Pawson y Tilley que analiza “qué funciona, para quién, en qué contextos y por qué”, combinando mecanismos y resultados.
Financiadores / donantes Actores (públicos o privados) que proporcionan recursos a organizaciones sociales. Cada vez más demandan evidencias de impacto.
Gobernanza de datos Conjunto de reglas, roles y procesos para asegurar calidad, seguridad y uso ético de la información en las organizaciones.
GpR (Gestión por Resultados) Enfoque de gestión que prioriza los efectos e impactos de las intervenciones sociales por encima de insumos o procesos.
Impact Management Project (IMP) Marco internacional que define cinco dimensiones del impacto: qué, quién, cuánto, contribución y riesgo.
Indicadores de producto, resultado e impacto Variables que permiten medir el avance de un programa. Los de producto capturan entregables; los de resultado, cambios inmediatos; y los de impacto, transformaciones sostenidas.
Inteligencia artificial responsable Uso de algoritmos y sistemas automatizados con principios de equidad, privacidad, transparencia y consentimiento informado, especialmente en contextos de poblaciones vulnerables.
IRIS+ Sistema de métricas estandarizadas para medir impacto social y ambiental, desarrollado por el Global Impact Investing Network.
Laboratorios ciudadanos (Civic Labs) Espacios de innovación social donde ciudadanía, administración y sector privado co-crean soluciones, prototipan y evalúan colectivamente.
Marco lógico Herramienta clásica de planificación y evaluación basada en objetivos, indicadores, medios de verificación y supuestos.
Metodologías ágiles (Scrum, Kanban, Lean) Enfoques de gestión que priorizan ciclos cortos, iteración rápida y adaptabilidad, útiles para programas de innovación social.
Most Significant Change (MSC) Método participativo que recolecta historias de cambios significativos narrados por las propias comunidades.
Nueva Gestión Pública (NPM) Modelo de administración pública inspirado en prácticas empresariales (eficiencia, contratos de gestión, metas), origen histórico de la GpR.
Outcome Harvesting Metodología que parte de resultados ya observados y rastrea retrospectivamente cómo se produjeron, identificando contribuciones de distintos actores.
Outcome Mapping Herramienta que enfoca cambios en comportamientos, relaciones y prácticas de actores clave, más que impactos finales.
Participación comunitaria Implicación activa de las personas usuarias en el diseño, ejecución y evaluación de los programas. Considerada esencial para legitimidad y sostenibilidad.
Portafolio de intervención Conjunto de proyectos o programas de una organización alineados para contribuir a un cambio sistémico más amplio.
Rendición de cuentas (accountability) Obligación de informar y justificar acciones ante distintos públicos: financiadores (vertical), comunidades (horizontal), equipos internos.
Riesgos y supuestos Factores internos y externos que pueden facilitar o dificultar el logro de resultados. Identificarlos permite adaptar estrategias y anticipar problemas.
SROI (Social Return on Investment) Método que traduce beneficios sociales en valor monetario, útil para demostrar retorno social a financiadores, aunque criticado por mercantilizar impactos complejos.
Teoría del Cambio (TdC) Mapa de causalidad que vincula acciones con resultados deseados, identificando riesgos, supuestos y actores clave.
Tercer sector Conjunto de organizaciones sin ánimo de lucro, asociaciones, fundaciones, cooperativas y movimientos sociales orientados al bien común y no al lucro privado.
Visual Thinking / Canvas Enfoques que representan de manera gráfica y sintética procesos y modelos, facilitando la comprensión y la participación de públicos no técnicos

